Esta semana se cumplieron los cien años del natalicio de Salvador Allende y, como era de esperarse, la dinámica de la deificación que acompaña su figura renació con toda su fuerza. Desde todos los sectores de la Concertación hacia acá se escucharon las conocidas interpretaciones interesadas y/o simplistas sobre el «legado» del ex-presidente. Sin embargo, […]
Esta semana se cumplieron los cien años del natalicio de Salvador Allende y, como era de esperarse, la dinámica de la deificación que acompaña su figura renació con toda su fuerza. Desde todos los sectores de la Concertación hacia acá se escucharon las conocidas interpretaciones interesadas y/o simplistas sobre el «legado» del ex-presidente. Sin embargo, en estas breves líneas me propongo algo distinto y en este tema novedoso (aún ahora): una aproximación crítica que vaya más allá del personaje, exponiendo concepciones nacidas a lo largo de varios años de militancia en la izquierda. Aunque las palabras suenen extemporáneas a muchos, quienes aún estamos convencidos de la necesidad y justeza de una transformación socialista de la sociedad, el ejercicio crítico franco y exento de sentimentalismos es una necesidad tan irremplazable como poco practicada.
Allende constituye el «alma mater» de la izquierda chilena. Su legado es sindicado permanentemente como el faro guía de los revolucionarios chilenos. Sin embargo, en la realidad sus aportes teóricos son en extremo modestos para el status que se les otorga. Aún si somos generosos (es difícil compatibilizar la franqueza y racionalidad descarnada de la crítica con las necesidades tácticas de expresión del dirigente), sus aportes no son ni novedosos ni especialmente sesudos. Su sello de distinción, la llamada «vía chilena al socialismo» (más correctamente identificada como «vía pacífica», o «democrática»), no es una idea ni novedosa ni «moralmente superior» a otras ideas tácticas revolucionarias [1] .
En realidad, Allende es el estandarte moral de la izquierda, su grito de batalla y desesperación, el retrato de sus fortalezas y debilidades, su apelación al más allá ante la imposibilidad de comprender el más acá, la prueba de su impotencia. Todos estos son conceptualmente hablando elementos constituitivos de la derrota, la cual se reproduce permanentemente desde entonces.
La verdadera significación de Allende es precisamente su carácter de producto y productor (a la vez) del ethos de la izquierda chilena. Cada una de las características del personaje es resultado de una herencia histórica que forjó rasgos que, en un proceso revolucionario, no podían llevar sino potenciar una enorme confluencia de masas que determinó decisivamente la configuración del escenario de situación revolucionaria de 1972-73, pero al mismo tiempo, y esta es la tragedia, la derrota de 1973 y su permanente reproducción en la actualidad.
Como nuestra izquierda, Allende era un tipo profundamente moral. Un verdadero «virtuoso» de alma republicana surgido en el Chile constitucionalista de 1891-1973. Es evidente que la moral, expresión de voluntad de la razón en una forma emocional, es indispensable en un revolucionario. Pero Allende es la versión absolutizante de dicha moral, aquella en que la voluntad de la razón invade su polo opuesto y la torna en la mera «razón de la voluntad», a un punto que haría revolcar en su tumba al viejo Marx. El resultado de ello generalmente es el oscurecimiento del sentido práctico, la desaparición de las necesidades prácticas inmediatas en nombre de la «acción noble», las que a su vez por antonomasia derivan en la subordinación a ella de la moralidad del objetivo, la sociedad sin clases. Y es precisamente esta moralidad del objetivo, telos teleion de todo revolucionario, la que no se puede perder nunca de vista.
En la actualidad, precisamente la izquierda es la posición política que se refugia permanentemente en la moralidad. Esto es impresionante cuando se considera heredera de una herramienta intelectual tan formidable como el marxismo [2] . Sin embargo cada una de las demandas de la izquierda tiene su trasfondo en un argumento moral. Lejanos están los días en que el socialismo era una «inevitabilidad histórica», y precisamente porque no se comprendió la lógica por la cual el socialismo es una inevitabilidad histórica (y se repetía como frase hecha), la significación profunda de esta constatación, resulta fácil comprender el por qué del «refugio moral». Si la ausencia de ideas tácticas adecuadas llevó a la moralización de la forma («la vía chilena»), la ausencia de reflexiones profundas lleva permanentemente a la moralización del contenido. El problema es que si hacemos política seria, decir que el socialismo debe venir porque «es más justo» (a la vez que constatamos que la moralidad por sí sola no se impone jamás en la historia), equivale a decir (brillante silogismo) que no creemos en el socialismo, el cual la izquierda levanta aún (cada vez con más vergüenza, cada vez más oculto) como estandarte. Pero claro, nuestra moral izquierda no está preparada para admitirlo.
¿A qué conduce este moralismo? ¿Cómo piensa políticamente un sujeto así? Simplemente en dualismos. Vía violenta o vía pacífica. Respeto irrestricto de la Constitución o insurreccionismo. Democracia o totalitarismo. En ellos la dialéctica ha pasado a mejor vida. Y como una revolución social es un asunto en extremo complejo, que separa radicalmente lo que es de lo que parece ser, el resultado casi predeterminado es la derrota. Por eso, cuando hablamos de que Allende era un tipo de «opciones claras», en realidad expresamos tanto su integridad (algo por cierto deseable) como su estrechez de miras.
Quizás el momento en que se expresa con mayor dramatismo esto es luego del «Paro de Octubre» de 1972, que marcó el comienzo de la ofensiva final del empresariado. El incipiente poder popular se fue desarrollando de manera tan rápida e independientemente del gobierno y los partidos de la UP que pronto se presentó a la orden del día la discusión sobre su carácter. Esta discusión estaba necesariamente vinculada con la de los límites de la «vía chilena», por lo que se trataba de discutir lo que se creía era la esencia misma del proceso. Luego de las «tablas» institucionales de las parlamentarias de Marzo del 73, el poder popular se multiplicó, y no siempre estuvo dispuesto a seguir disciplinadamente al gobierno. En la práctica se creó la situación de dualidad de poderes característica de todas las revoluciones genuinamente sociales desde 1789. Por incipiente que fuera, el poder popular constituía en esencia el estado socialista generado inconscientemente (e incluso indeseablemente para algunos dirigentes de la UP) por el proceso: los soviets, consejos o asambleas de la revolución chilena. Pero obviando las enseñanzas de todas estas revoluciones, Allende los leyó como «comités de apoyo al gobierno» [3] Como era de esperar, el choque de ambos poderes no se hizo esperar y, ante esa eventualidad, Allende actuó de hecho reforzando el estado burgués, desalentando las tomas de fábricas, desmovilizando las JAP (sin mucho éxito) y promulgando decretos como esa «Ley de control de armas» que debe estar en los anales como una traición objetiva a la causa revolucionaria [4] .
La lista de características que Allende y la izquierda comparten es demasiado larga como para esbozarla entera aquí, pero habiendo mencionado las principales, dediquemos unas pocas palabras para aquellas que se desprenden, las más fenoménicas. De ellas entonces se deduce, por ejemplo, el marcado nacionalismo de la izquierda latinoamericana. Marx creía que la abolición de las fronteras nacionales como consecuencia del desarrollo del capitalismo no solo haría más fácil el internacionalismo, sino que haría posible que los partidos obreros abandonaran sus estrechas reivindicaciones nacionales, incorporando perspectivas políticas tácticas globales. Bueno, la izquierda no. Seguimos impregnados de un espíritu por completo estrecho cuyo contenido es «lo nacional» [5] . Carlitos también solía creer que dicho desarrollo capitalista traería también un menor apego de los partidos socialistas al estado, que él veía como herramienta de la clase dominante. Tampoco. Permanentemente le pedimos a nuestro carcelero (y no al juez, ni intentamos escapar) que nos libere o al menos nos dé mejor comida. Lo mismo podría decirse del electoralismo, pero no repetiremos algo cuya deducción es obvia.
Más importante es señalar una producción clave de este ethos. Este es el opuesto, que podríamos llamar guerrillerismo. En efecto, los principales grupos de izquierda que se han situado críticamente frente a la tradición frentepopulista representada por Allende (el PS entre 1967 y 1973, el MIR, hasta cierto punto el FPMR) tienen su origen en los mismos grupos que critican. Esto por sí solo no indica mucho, pero el caso es que han heredado de ellos los elementos fundamentales de «moralismo» y unilateralidad. Un examen detallado de su crítica revela de inmediato esto: asumen la discusión simplista de las «vías» (violenta/pacífica, parlamentaria/»de base», etc.). Con la debacle histórica de la izquierda que siguió a los años 80 esta crítica asumió posturas grotescas: se criticaban los compromisos por cupos parlamentarios del PC con la Concertación como si un acuerdo fuera sinónimo de traición. Si el sustento científico era escaso en la izquierda tradicional, acá es inexistente. Así, el ethos de la derrota se perpetúa por medio de la producción de su exacto opuesto: una crítica «ultraizquierdista» que asume la misma unilateralidad pero con la bandera contraria. Esto socava seriamente la posibilidad de superar este ethos si asumimos que esto pasa precisamente por la superación de los dualismos, no por su reproducción.
Ciertamente que este ethos no solo es válido para elementos negativos como los señalados. Una izquierda fundamentalista y unilateral es también tremendamente masiva. Pocas cosas hay tan fundamentalistas y unilaterales como un pueblo en lucha. Si estas características hacen de nuestra izquierda un sector incapaz de conducir un proceso de transformaciones revolucionarias, también la hacen potencialmente masiva y capaz de una importante capacidad de penetración cultural. Las deformaciones intencionadas del legado de las figuras históricas de la izquierda (Allende, Víctor Jara, Neruda e incluso Violeta Parra) por la industria cultural de la Concertación (esa financiada por los fondart) no deben hacernos negar que es la capacidad de hegemonía de dichas figuras la que crea la necesidad de deformar su legado.
Sin embargo, los ethos no son eternos. Sus fortalezas se resignifican y sus debilidades los matan. Y la seguidilla de derrotas de la izquierda chilena la tiene actualmente sumida en un estado de profunda dispersión ideológica y atomización orgánica. Era evidente que la masa de los trabajadores no seguiría para siempre a un grupo que la ha llevado a una derrota tras otra. El desconcierto lleva evidentemente a refugiarse y deificar un pasado aparentemente prometedor. Y esa canonización del propio pasado (cuyo ejemplo más reciente es Gladys Marín) cierra el círculo. Pocas posibilidades de aprendizaje hay cuando miramos hacia atrás con adoración y convertimos a los protagonistas en íconos y a las consignas pasadas en mandatos.
Por eso decimos que la significación de Allende es la representación de un ethos: el de la derrota permanente. Porque se reproduce de modo tal que parece cerrar las puertas necesarias para subvertirlo. Pero no se trata de cualquier derrota, se trata aquella «con dignidad» (una manía latinoamericana [6] ). Su reflejo es Jesús. Es aquel tipo de derrota que genera el «triunfo moral». El sentimiento de superioridad que genera en los acólitos se confunde con su instrumentalización por los vencedores de las épocas siguientes [7] . Y es que, como Jesús, los íconos de las victorias morales son retomados y resignificados de modo de drenarles de todo aquello peligroso para los grupos dominantes actuales. En otras palabras, a diferencia de Lenin, odiado porque ganó, nuestros Cristos son amados porque perdieron.
En conclusión, el centenario del natalicio de Allende ha provocado precisamente lo que debía provocar: los homenajes a sombrero quitado y la exaltación de su «vigencia». El movimiento social activo, único sector que ha mostrado ciertos elementos de superación del ethos de la derrota, permitiendo abrigar algo de esperanza, poco puede esperar de estas efemérides. El hecho de que sus plataformas programáticas naturales se encuentren en la izquierda tradicional (fenómeno del todo inevitable [8] , toda organización de masas busca consciente o inconscientemente su vanguardia) es un factor de riesgo porque es el vaso comunicante para la reproducción de derrotas. Para las derrotas pasadas y presentes ya poco podemos hacer. Es para las futuras que es necesario combatir la política de la derrota permanente, partiendo por asumir estas efemérides de un modo crítico y no servil. Y ese salto de calidad es posible y necesario.
Así, ¿Qué es lo que cumple cien años? Nada más ni nada menos que nuestra actualidad: la derrota.
[1] No es novedosa. La posibilidad de una «vía pacífica» al socialismo venía circulando en los círculos socialistas desde Marx e incluso antes. En este sentido, las aportaciones de la antigua socialdemocracia europea (Bernstein, Kautsky y Blum) son muy superiores en contundencia. No es «moralmente superior». El derecho a la rebelión contra lo que se considera una tiranía es algo aceptado por los liberales, adalides de la «democracia» y campeones del respeto a las instituciones, desde hace por lo menos 3 siglos (Locke, Rousseau).
[2] Un amigo me sugirió que más que moralidad cabría aplicar la categoría weberiana de «ética de la convicción». No estoy de acuerdo. Si esta categoría contiene el moralismo estrecho como patrón de conducta, también posee el elemento de «moralidad finalista» que yo considero importante. En cualquier caso, sería interesante intentar una reflexión sobre este punto desde dicha categorización.
[3] Evidentemente estos organismos pueden y han funcionado como apoyo al gobierno. Basta recordar la instrumentalización de los soviets bajo Stalin o los CDR en la Revolución Cubana. Pero el punto es que esta función la han cumplido solo luego de la toma del poder, no antes. De hecho antes de la toma del poder tienden inevitablemente a funcionar autónomamente y precisamente en eso radica su vigor práctico, fuerza política y legitimidad moral.
[4] Objetiva y no subjetiva, pues sin duda no era esa su intención. Lo anterior no es gratuito: El ejército la utilizó de inmediato para allanar no a los grupos de extrema derecha (contra quienes estaba dirigida la ley), sino a los cordones industriales. Los mandos altos y medios del golpe de 1973 nunca negaron el inestimable valor de la información recolectada por dichos allanamientos.
[5] Un buen ejemplo es el modo en que la izquierda ha criticado los TLC. Si nuestro objetivo es la socialización la única crítica válida es aquella que reclama elementos que faciliten esta socialización. Y la reivindicación de la «protección de la producción nacional» no es de ningún modo una medida en esa dirección. No hablemos de los reclamos por un «comercio justo». La demanda debiera ir por el lado de fortalecer la socialización generada por la transnacionalización (la cual, de hecho, la facilita) eliminando el beneficio puramente privado.
[6] El caso de Cuba y Fidel Castro también aplica, pues si bien se tomó el poder, el fracaso económico, social y político del sistema cubano es evidente y demuestra plenamente que la manía no es menos probable en absoluto por el hecho de haber tomado el poder. De ahí la permanente apelación cubana a la «dignidad», casi como su único legado.
[7] Aquí sí aplica el análisis de Weber sobre el ethos. Este implica descubrir la racionalización de medios hacia un fin que no es explicitado ni consciente. En nuestro caso, la izquierda imagina triunfar cada vez que conmemora cuando lo que en realidad hace es racionalizar la reproducción moralmente justificada de su derrota.
[8] El pliego de demandas del movimiento estudiantil, de deudores habitacionales, etc., guarda una relación indiscutible con la plataforma histórica de la izquierda. Basta mencionar la preeminencia del «retorno» (otra manía). Todos estos movimientos quieren «volver a lo que había antes del 73» y difícilmente notan (y no tendrían por qué hacerlo tratándose de movimientos sociales) el abandono de la realidad que eso implica.