Cuando el año 1967 el gran reportero polaco Ryszard Kapuscinski, en aquel entonces un joven corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa (PAP), llegó a Chile como enviado para cubrir noticias de América Latina, vivió una casual y un poco traumática experiencia -pero que a la luz de los acontecimientos posteriores resulta ser bastante sintomática- […]
Cuando el año 1967 el gran reportero polaco Ryszard Kapuscinski, en aquel entonces un joven corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa (PAP), llegó a Chile como enviado para cubrir noticias de América Latina, vivió una casual y un poco traumática experiencia -pero que a la luz de los acontecimientos posteriores resulta ser bastante sintomática- cuando buscaba una casa para rentar:
«Los pisos que me ofrecían pertenecían a mujeres: damas de edad avanzada, viudas, divorciadas, solteras, entradas en años; tocadas con cofias, adornadas con estolas y calzadas con pantuflas. Después de saludarme me enseñaban unas habitaciones increíblemente abarrotadas de trastos, luego nombraban una cifra desorbitante, que, se suponía era una cifra que debía pagarles al mes, y finalmente, me entregaban el contrato, que aparte de las condiciones de pago, contenía un inventario de los objetos que se encontraban en el piso. No era una hoja de papel, sino todo un legajo, un volumen de considerables proporciones que, en un sentido estrictamente paranoico, podría constituir un documento apasionante para los psicólogos que investigasen el grado de locura al que pueden llevar al ser humano la codicia y el ansia de poseer los objetos inútiles y del todo innecesarios. Página tras página se extendía la lista de cientos, no, miles de absurdas chucherías: gatitos, figurines, platillos, tapetitos, cuadritos, jarroncitos, marcos, pajaritos de cristal, de felpa, de latón, de fieltro, de plástico, de mármol, de viscosilla, de corteza, de cera, de satén, de laca, de papel, de nueces, de mimbre, de conchas, de dientes de ballena, de nonadas, bobadas, combas, trombas, hecatombesˮ (Artur Domoslawski, Kapuscinski non-fiction, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2010).
Kapuscinski lo entendió como una expresión de la naturaleza barroca de lo latinoamericano , pero patológica y kitsch. Sin embargo hay otra posible y bastante obvia lectura (política y clasista) que permite verlo como una excelente manifestación del mundo y del imaginario burgués. Entendida así, la descripción de Kapu vale más que cien análisis políticos: es un material no solo a los sicólogos, sino también a todos que quieren entender el principal motor detrás de las maniobras para desestabilizar al gabinete de Salvador Allende y la Unidad Popular (UP): la mente reaccionaria.
Todavía faltaban unos años para el golpe contra Allende, ni siquiera había triunfado aún la Unidad Popular. Kapuscinski pronto de hecho fue forzado a abandonar Chile debido a una filtración accidental de un rumor sobre un posible golpe al presidente democristiano Eduardo Frei -que más tarde dijo que estaba dispuesto a sufrir uno, si esto le cerraría el camino a la izquierda- un error que no pasó a mayores, gracias, quizás, a la protección del mismo Allende, en aquel entonces presidente del Senado.
Pero una vez que la oligarquía y la burguesía chilena percibieron la amenaza que representaba para sus intereses la victoria de la UP en 1970 y tras varios intentos de abortar este triunfo optaron por el sendero del golpismo, empezaron incluso por si solos a presionar a los Estados Unidos por un golpe, aún antes de que Allende pusiera un pie en La Moneda. También los sectores del ejército en los años previos al 1973 pedían un aval y una luz verde para una acción militar mostrándose incluso más activos que Washington.
Es que una de las simplificaciones más difundidas acerca del golpe de estado en Chile del 11 de septiembre -del que se acaba de conmemorar los 40 años- es que Salvador Allende y su gobierno fueron derrocados por los Estados Unidos.
Si bien el rol de Washington en orquestar el golpe fue crucial, el socialismo democrático en Chile -también una piedra en el zapato estadounidense sobre todo desde el punto de vista de la Guerra Fría- fue suprimido principalmente por sus clases altas, la derecha oligárquica, los círculos empresariales (junto con las transnacionales) y los militares golpistas traidores, para quienes las reformas de la UP y el fortalecimiento de las clases bajas que mediante sus luchas la llevaron al poder tres años antes, amenazaban los intereses vitales e incluso la misma existencia de la sociedad burguesa.
Dentro de la burguesía un papel destacado, aunque bastante instrumental, jugó un sector en particular: las mujeres de clases medias y altas, que se sintieron amenazadas por los cambios progresistas, convirtiéndose en un bastión del golpismo.
A los ataques terroristas, la huelga patronal de los camioneros, el paro minero, la asfixia crediticia e inversionista, el sabotaje productivo de los industriales, el boicot estadounidense («¡Ni una tuerca, ni un tornillo para Chile!ˮ – Nixon dixit), los sabotajes de siembras para aumentar la escasez y el acaparamiento de mercancías por la misma burguesía a fin de fomentar el desabasto, desarticular la entrega de alimentos y generar la desafección al gobierno popular (una estrategia diseñada en Washington, hoy realizada en Venezuela), se sumaron las manifestaciones de las mujeres organizadas entre otros por Jaime Guzmán («el cerebro de Pinochetˮ) y los gremialistas de la Universidad Católica que movían las masas, pero desde la derecha – «una burguesía en la escuela de Leninˮ (La Jornada, 1/9/13).
Su contribución a la cultura política fue el cacerolazo, una marcha con ollas y cacerolas vacías, símbolo de carestías (inaugurada en 1971, durante la visita de Fidel Castro), una imagen tanto memorable como patética: mujeres cuicas de clases medias y altas que salían de sus casas abarrotadas de chucherías, flanqueadas por los fascistas de Patria y Libertad, algunas con sus empleadas que les cargaban las ollas en cuales ellas mismas jamás han cocinado y que nunca han tenido problemas en llenar. Un producto perfecto de la lucha ideológica.
Margaret Power analizando este fenómeno subraya que en este sector caló particularmente hondo el «anticomunismoˮ y el discurso de la «amenaza marxistaˮ. Aunque el movimiento fue dirigido desde las clases altas, logró agrupar también mujeres trabajadoras ( Acción Mujeres de Chile y Poder Femenino). Pero su principal y la más devastadora conclusión es que el éxito de la derecha en mover a las mujeres se debía al abandono de la agenda de género por parte del gobierno de Allende y a la ceguera de la UP que no veía en ellas actoras políticas independientes (Margaret Power, Right-Wing Woman in Chile: Feminine Power and the Struggle Against Allende 1964-1973, Pennsylvania State University Press, 2002) .
Patricio Guzmán en la primera parte de su épico documental La batalla de Chile, titulada de manera muy oportuna «La insurrección de la burguesía« (1975), ambientada en una época de mayor polarización social y política tras las elecciones parlamentarias de 4 de marzo de 1973, presenta algunas voces de estas mujeres, sea en sus casas llenas de figurines y platitos o en la calle en plena campaña; son ellas que se muestran más violentas y determinadas a «sacar este presidente y gobierno corrompido y degenerado» y a «estos comunistas y marxistas podridos».
Cuando ya no cabía ninguna duda de que el camino de la democracia parlamentaria ya no le servía a la oposición (la UP en vez de perder, aumentó su apoyo en las elecciones de marzo) y todo se encaminaba a una «resolución» violenta, a finales de agosto de 1973 ocurre un hecho que para muchos fue un claro aviso del golpe: frente a la casa del general Carlos Prats, el comandante en jefe del ejército y ministro de defensa, constitucionalista y leal a Allende, se manifiesta un grupo de mujeres de clases altas, entre ellas, las esposas de unos seis generales. Fue una respuesta a la exigencia de Prats para que sus oficiales se pronunciaran si estaban con él o no. El mensaje fue claro: éste ya no contaba con el apoyo de la cúpula castrense y al día siguiente presentó su dimisión, recomendando como su sustitución a su protegido y «hombre de confianza»… el general Augusto Pinochet Ugarte.
Aunque las mujeres burguesas ayudaron a preparar el camino al 11/9, se requirió de hombres armados para completar la trama golpista y luego de otros para imponer el nuevo modelo económico (al final eran Chicago Boys y no Chicago Girls).
Más tarde las mujeres regresarían a la escena política como uno de los pilares de la dictadura (1973-1990), o al menos eso pretendía aparentar todo el operativo a cargo de la generala, Lucía Hiriart de Pinochet.
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Si no fuera por la mujer, el marido, tal vez, se hubiera ahogado en un mar de vacilaciones.
Cuentan que mientras el general Augusto Pinochet titubeaba hasta el último momento si unirse al golpe o no (del cual no fue ningún artífice: finalmente encabezó la junta sólo por su función del comandante en jefe del ejército ), fue su esposa, Lucía Hiriart, que lo instó a tomar una decisión.
Por vacilar tanto, llegó incluso a tratarlo de cobarde (Mónica González, Chile, la conjura: los mil y un días del golpe, Santiago de Chile, 2012).
El general temía al fracaso (¡sic!); la generala sabía que ese era el momento.
Una vez consumado el golpe, esta mujer de «gustos finos y caros», que jamás había trabajado en su vida, puso manos a la obra realizando una importante labor política disfrazada de caridad. Su plan: convertir a las mujeres en uno de los soportes del régimen.
Como gobernanta de CEMA-Chile, una red de centros de enseñanza para las mujeres de bajos ingresos, e dificó una impresionante plataforma social para la dictadura; por su disposición las cursantes a parte de las clases de macramé o bordado, atendían también las pláticas como «Las estrategias de la penetración comunista en la sociedad chilena«.
A su servicio puso a esposas, hijas, madres y abuelas de militares y de operadores civiles del régimen, quienes recorrían el país regalando por ejemplo los ajuares para los bebés y pregonando las bondades del nuevo régimen. Así CEMA-Chile se transformó en un poder paralelo al ejército de su marido: «Somos mujeres que usamos el uniforme del amor» , decía (Marcela Ramos, El poder de la Generala, en: The Clinic, 11/9/13).
Antes del plebiscito de 1988 en que se decidía la permanencia o no de Pinochet en el poder, la generala hizo una campaña incluso más intensa que su marido; se reunía sobre todo con los círculos femeninos tratando de cerrar filas en torno a la dictadura. En uno de sus discursos decía: «El poder femenino reside en la sensibilidad con que la mujer enfrenta los problemas, porque como madre y como esposa siempre he tenido un papel preponderante y este gobierno es, en mucho, obra de la mujer que llamó a los cuarteles para pedir que terminara el gobierno nefasto de la Unidad Popular» (Ibídem).
Igual que las mujeres burguesas que se oponían al gabinete de Allende, (véase: la entrega anterior), «las buenas mujeres del gobierno militar» también rechazaban una postura feminista, defendiendo los valores «tradicionales», como «nación», «familia», «maternidad», etcétera, una prolongación de la extraordinaria operación de diseminación de «falsa conciencia» que realizó la derecha chilena, logrando, al explotar el tema de género, no solo crear una especie de «proto-Tea Party femenino», sino también canalizar el activismo de las mujeres para reforzar su propia agenda patriarcal y ultraconservadora.
Pero mientras «la señora Lucía» tejía sus redes de poder y las mujeres súbditas de ella hacían bordados patrióticos, sus esposos perseguían a todas otras mujeres que no encajaban en el perfil de «la casada con la patria».
Ya en las primeras horas del golpe los milicos, todos «buenos católicos» y «tradicionalistas», detenían por las calles a las mujeres en pantalones por «izquierdistas», las humillaban públicamente, cortaban las mangas con bayonetas o de una vez se las llevaban a los centros de detención.
La violencia y el terror desatados tras el 11/9 convirtió al cuerpo de la mujer en un objeto favorito de los carniceros represores. A la muerte y al inimaginable sufrimiento por violaciones, golpes o torturas con descargas eléctricas, hay que sumar el sufrimiento de esposas, hijas, madres, abuelas o nietas de otros detenidos, muertos o desaparecidos.
La apropiación del tema del género, tenía también sus dimensiones simbólicas. Cuando Pinochet retomó el peso como moneda oficial de Chile (sustituido brevemente por el escudo 1958-75), desde 1981 se acuñaron monedas de 5 y de 10 pesos que rendían homenaje al golpe: en el anverso tenían la imagen del «Ángel de la Libertad», una mujer alada con brazos en alto rompiendo las cadenas y una leyenda «LIBERTAD – 11.IX.1973ˮ (¡sic!), un símbolo de «la liberación del régimen del corte marxistaˮ (¡sic!).
Muchas mujeres -como mi ex compañera, chilena- que crecieron con la dictadura y que desde niñas tenían grabada aquella imagen en las consciencias, más tarde, reflexionando sobre el tema, vieron en esto un salvaje acto de violencia, un ataque cruel a su propia identidad y a la identidad de todas las mujeres chilenas, la mejor muestra de lo cínico, nefasto e inhumano de la dictadura.
Retiradas oficialmente en 1990, con el «retorno de la democracia», estas monedas circulan hasta ahora (Télam, 8/9/13), otro pequeño ejemplo de que el legado de Pinochet sigue vivo en Chile.
Aquí es, dónde en mira de las elecciones presidenciales de 17 de noviembre, se pone interesante: no solo las dos principales candidatas son mujeres, sino representan dos versiones divergentes acerca del golpe y la dictadura.
Michelle Bachelet, favorita en las encuestas, candidata de la Nueva Mayoría (ex Concertación, más los comunistas) ex primera mandataria (2006-10), ex jefa de la ONU-Mujer, hija del general de Fuerza Aérea, Alberto Bachelet, leal a Allende, arrestado por la «traición a la patria», torturado y asesinado (odiado por la derecha por ser jefe de la Dirección Nacional de Abastecimiento y Comercialización, DINAC, la única empresa controlada desde el gobierno que resolvía los problemas más urgentes de las colonias populares, justo cuando la burguesía obstruía la distribución de bienes), promete -¡ahora sí!- «liquidar los últimos vestigios del pinochetismo».
Evelyn Matthei, senadora, ex ministra de trabajo en el gabinete de Sebastián Piñera, postulada por la Unión Demócrata Independiente (UDI) pinochetista, hija del otro general de Fuerza Aérea, Fernando Matthei, golpista que formó parte de una de las juntas con Pinochet, defiende «los logros de la dictadura», justifica las acciones de los militares al decir que éstos «solo buscaban mejorar la situación del país», e incluso asegura que… «todos los chilenos pedían el golpe» (extraña que no dijera «pronunciamiento militar», un eufemismo de la derecha para disfrazar lo ocurrido el 11/9).
Uno de los principales vestigios del pasado que pesa sobre el presente es la Constitución pinochetista de 1980, redactada en mucha parte por el mismísimo Jaime Guzmán, fascista y gremialista, fundador de la UDI, que e laboró una justificación del golpe, de la dictadura y de las violaciones a los derechos humanos y que estuvo detrás de la conversión de las mujeres burguesas en un grupo de choque contra Allende.
Allí y en algunas leyes secundarias aún vigentes plasmó toda su ideología conservadora (El Mostrador, 9/9/13), también acerca del rol y de los derechos de la mujer (en Chile no está permitido ni siquiera el aborto terapéutico), una oscura herencia que aún a los 40 años del golpe tiene amarradas a las mujeres chilenas.
*Periodista polaco