La columnista Cecilia Orozco Tascón llamó «una contrarreforma a la Constitución» (1) la anunciada reforma a la Justicia que hace tránsito en el congreso, de la cual, entre otros, sacarán tajada grande los actuales magistrados de las cortes. Un evento del cual se benefician quienes aprueban la ley, toda vez que proceden en bien de […]
La columnista Cecilia Orozco Tascón llamó «una contrarreforma a la Constitución» (1) la anunciada reforma a la Justicia que hace tránsito en el congreso, de la cual, entre otros, sacarán tajada grande los actuales magistrados de las cortes.
Un evento del cual se benefician quienes aprueban la ley, toda vez que proceden en bien de quienes tienen el encargo de juzgarlos (y absolverlos) a ellos mismos (por parapolítica y corrupción, más que nada). Y es que el dictamen de los legisladores a su vez sirve de provecho a los magistrados, que ven extender de ocho a doce años los períodos e incrementar las prebendas. Una natural ley del mutuo beneficio, esta vez, escandalosamente antidemocrática.
Las contrarreformas suelen hacer ir las aguas de vuelta, río arriba, contra toda lógica o sentido. Los avances de la democracia, las conquistas sociales, los logros de los pueblos, para atrás.
La contrarreforma salida del Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, fue el modo que encontró la iglesia católica para echar por tierra las transformaciones a la institución que propugnaba Lutero. La marcha que dio fue hacia el absolutismo y hacia la atroz herencia confesional que todavía padecemos en esta parte del mundo.
Muchos años más acá, desde otra orilla, una contrarreforma fue lo que le hizo Leonid Brézhnev a la era de Nikita Jrushchov en los tiempos de la Unión Soviética, diluyendo en ácido sulfúrico la timorata apertura iniciada. Y en burocracia lo poco que podía haber valido la pena.
En Colombia, toda idea vaga de reforma ha tenido una desmesurada contrarreforma, que no sólo vuelve los cambios al punto inicial, sino que los lleva con eficiencia mucho más atrás.
En lo agrario, en las inequidades, en los despojos, en la violencia, la historia de Colombia pareciera que no camina hacia delante, sino hacia las más lúgubres etapas del pasado, tantas y tan heterogéneas que se dificulta establecer hacia cuál momento pretérito nos dirigimos.
Tal cual pasó con la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumajero, un líder revolucionario que, de paso, encarnaba en sustancia y como ninguno otro el continuismo político, que en la constante de dejar todo a medias condujo a la debacle de sí mismo en su segundo período presidencial y a la del país por consiguiente, que entró de lleno en La Violencia, esa etapa de contrarreforma frente a lo que nunca llegó a reformarse, como la propiedad de la tierra, en el centro del conflicto, o la transformación política, que en cambio dio paso a la instauración en el poder de las vertientes más sectarias de liberales y conservadores.
Y es lo que pasó con las incipientes reformas agrarias de los años sesenta, que desataron una reacción tal que intensificó los despojos, aumentó las masacres, elevó los desplazamientos, y que, algo más acá, en comunión con el narcotráfico y el conflicto armado interno, concentró aun más la tierra. Y nos trajo al pedrusco adonde ahora estamos.
A cualquier momento de tranquilidad, los colombianos buscamos la manera de enfrentarle años y décadas de muerte. La paz se mira como una concesión inaceptable. El desarme del enemigo o el propio como una afectación grave del negocio, en unos casos, y como pérdida de identidad en la mayor parte de los restantes.
Pero guerra y violencia no sólo nos preocupa mantenerlas en el terreno militar, en el contorno geográfico del asunto, urbano y rural. Para perpetuarlas se hacen esfuerzos desde todos los espacios de la vida nacional. En medio de otros, la actual reforma a la justicia es uno de los frentes.
El llamado marco legal para la paz, otra ley que en estos momentos hace curso en el Congreso, terminó convertido en un armazón vacío, quizás un avance en el lenguaje, pero una frustración en lo demás: un muestrario de gangas penales, para una guerrilla que, sincera o no, habla de cambios estructurales y no de unos años de más o de menos en unas cárceles en las que no pretende alojarse. La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, por otro lado, es un arma de doble filo para quienes se atrevan a ir más allá de solicitudes, firmas y protocolos, y a creer que de verdad pueden volver a pisar la tierra que les fue despojada a sangre y fuego.
Dos leyes que hablan de paz, plantean objetivos de paz, hacen parte del manojo de llaves de la paz del presidente Santos, pero que no llevan hacia la paz. Patas de pato, plumas de pato, pico de pato, pero no es un pato.
La reforma a la Justicia complementa la tríada, que tendrá cuatro patas cuando se abra paso la otra cara de la impunidad que es el proyecto de ley que amplía el fuero militar. Un esperpento que burlonamente se precia de democrático por crear dos salas de garantías, una de ellas con mayoría de militares retirados, estamento más reaccionario y peligroso que los propios militares en ejercicio, hace poco envuelto en un oscuro juego de cartas cruzadas con tufo golpista.
Y, claro, la reforma a la justicia, que atenta contra las mayorías. Por regla general, las leyes se han encargado de poner en cintura los modestos vuelos de la Constitución del 91. Ahora, la situación es tan complicada que las esperanzas vanas se han puesto en que las leyes estatutarias enmienden los desatinos. Otra mentira que sus defensores echan a rodar.
Si el marco jurídico para la paz y la política de restitución de tierras van contra la paz por su carga de frustración y desesperanza, y por la reacción que generan en las extremas, la reforma a la justicia ataca la paz en su médula, trabando aún más el acceso a la justicia de quienes carecen de recursos para ponerla a su favor, es decir, a casi todo el pueblo colombiano. Justicia congestionada, lejana, ahora arancelaria; nueva segregación y más privatización que se suman a las inequidades que afronta el país y que están en la razón del conflicto social que vivimos.
Puede que la Constitución de 1991 tenga aspecto de colcha de retazos, con remiendos de afán, visibles contradicciones y difíciles conciliaciones con la realidad de un país, amén de atrasado, mezquino.
Además, porque se está volviendo una tradición que las constituciones en Colombia procuren poner el país a tono con el siglo que está a punto de morir y no con el que viene, o sea, con el porvenir.
Así pasó con la Constitución de 1886, que integró en sus títulos y artículos la visión de caridad hipócrita que distinguió el siglo a las puertas de la muerte, el XIX, y que por añadidura los regeneradores, con Rafael Núñez a la cabeza, cedieron a la iglesia.
La Constitución de 1991 involucra una asistencia y un apoyo sociales que eran un cuento viejo venido desde la década del treinta, y, aunque de manera inconstante y a flechazos, todavía de más atrás. Aun si no fuera enteramente asunto de la índole constitucional, así lo han venido entendiendo los gobiernos, desde su promulgación hasta, por lo que se ve, los finales del siglo XXI.
Algo es algo, dirán algunos. Y hasta razón tendrán. A un país al que todo le llega tarde, mucho cuento que la Constitución llegue sólo con setenta u ochenta años de atraso. (2) Cien y más hay de soledad.
Adoleciendo de todas las torpezas del mundo, sin embargo, y apuntando de para atrás, no puede negarse que aquella última Constitución fue un intento por establecer un nuevo marco legal en diferentes aspectos de la vida colombiana. Si no una visión prospectiva, por lo menos la cruzaba un vago aire de modernidad más digerible. Que en buena medida mantiene a pesar de los ocho años de Álvaro Uribe Vélez poniéndole jáquimas desde el «El Ubérrimo».
En ese sentido, los actuales intentos de arreglo de sus desidias, errores y erratas pueden ser válidos en la intención, como lo fue en lo mismo la propia Carta Magna (la antecesora Libertatum inglesa del siglo XIII o el facsímile que nos convoca), y una frustración en los resultados, como lo fue también la misma. O lo fueron.
Con todo, el problema no es de intenciones, que podríamos llegar a creer que son piadosas. Lo grave es en manos de quiénes quedó la ingente tarea, en medio de un mar vasto de deudas y conveniencias de los implicados: los legisladores, varias decenas de ellos presos, ya guardando el traje a rayas, como Mario Uribe, el primo del ex presidente.
En la promulgación de la Constitución de 1991 participaron grupos divergentes, líderes contrarios, con asesores en todas las áreas imaginables. Si no quedó mejor no fue por sustracción de materia, sino quizás porque los mejores negociantes casi nunca coinciden con ser los mejores hombres ni los bienintencionados.
Los actuales aportes, en cambio, se efectúan en manguala entre congresistas y magistrados, dejando en el camino los puntos que podrían representar algún beneficio para la sociedad y catapultando los ítems que sí lo tienen (y grande) para unos y otros de los justipreciados. Sintetizando: una contrarreforma que beneficia a diez por cada millón de habitantes. Como el espíritu de la Constitución de 1886, ¿justicia representativa?
Es cierto que la Constitución del 91 creó el adefesio superlativo llamado Consejo Superior de la Judicatura. Pero ni siquiera ese organismo desaparece, sólo cambia de nombre. Y se afirma que desaparece la inoperante Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, lo cual tampoco es cierto. También es un cambio nominal, y ahora sus integrantes cobran.
No solamente no desaparecen los lastres, sino que son más costosos. Pero eso tampoco es lo más grave. Congresistas blindados, intocables; magistrados vendidos, un tanto vitalicios; herramientas truncadas de la justicias; instancias de investigación y juzgamiento abolidas, como la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia; una justicia de marras, callejera, privatizada e hincada a los bancos… Apenas gajes del oficio de la nueva contrarreforma.
Lo preocupante en verdad es que después de esta trasquilada la Justicia en Colombia seguirá siendo igual o más lenta y ciega para los de ruana, y más presta apenas cuando involucra grandes intereses, para actuar, desde luego, a su favor.
Nada nuevo, pensará cualquiera. Pero no. Hay mucho deshonor en lo que acaba de acontecer en el país. El espectáculo de la mal llamada reforma a la Justicia es un concierto pleno para delinquir, que hace ver a buena parte de los congresistas y a muchos de los magistrados de todas las cortes colombianas como verdaderos hampones, delincuentes vendidos por unos años más en el cargo a costa de ocasionarle un daño increíble y sin precedentes a la rama a la que dicen deberse. O deberían deberse.
Del choque del ejecutivo con las cortes, tan violento y dañino para la institucionalidad colombiana, que se dio durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, pasamos a los órganos legislativo y judicial confabulados, junto a un Procurador que perdona en relación con su propia absolución y elección. La Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado lo absuelven y re absuelven, para no resolverlo.
Uribe armó un complot para tumbar la Corte Suprema de Justicia y nombrar una de bolsillo, como lo atestigua el propio paramilitar Salvatore Mancuso, extraditado a los Estados Unidos (3). Echó mano de recursos criminales en su intención de llevarse por delante cualquier institución o persona que le ofreciera resistencia a sus maquinaciones. No lo logró en esos ocho años de pequeño emperador, y sí en cambio lo consigue ahora, con sus trinos intrascendentes y sus pataletas de ahogado. Una ironía de la vida, pensaría uno, que en realidad es el resultado de la inserción de sus prácticas en las mentes de quienes fueron una vez sus contradictores. Y una transición en esta patria, que avanza de las invasiones bárbaras al oscurantismo medieval.
Un buen trabajo de divulgación de quiénes son los magistrados directamente beneficiados lo hizo el periodista Juan David Laverde Palma, del diario El Espectador, contando cuáles integrantes de las altas cortes que estaban por cumplir su período se van a quedar otros cuatro años. Este es el vínculo: http://bit.ly/LjAJfo
No quisiera estar en el pellejo de cualquier juez de pueblo. Si el sumun de la Justicia negocia tan rebajadas las togas, ¿por cuánto pensarán los parroquianos que puede comprarse la corte de Caparrapí?
«…entre política y políticos, entre influencias y enemistades y en condiciones tan extremadamente complicadas, comprendía, que mi iba a ser muy difícil cumplir con mis buenos propósitos. / La justicia -pensaba yo- ha sido siempre una aspiración nacional… Pero que no a todos conviene…» (4)
Camino a hacerse juez en un distrito feroz y remoto, esto piensa el personaje de las «Memorias de un juez de pueblo», de Rafael Pérez Palma, un libro pequeño en extensión que nuestros magistrados deberían saberse de memoria, aunque las estampas corresponden a los años treinta y cuarenta del siglo XX y aunque se ubica geográficamente en el Estado de Hidalgo, en México.
Qué difícil para nuestros jueces de pueblo, pero también para los presidentes de las altas cortes y para aquellos magistrados que aun en contravía de sus intereses particulares se han venido oponiendo al hecho legislativo, ver el desmadre que esto significa para la justicia: Acto inconstitucional, cuya constitucionalidad revisa la favorecida Corte Constitucional.
Una reforma que, en todo caso, no buscaba el país, así el ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra, afirme lo contrario. La pretenden los congresistas urgidos de impunidad, sí. La aceptaron a cambio de abalorios muchos magistrados de las Cortes, sí. Le gusta harto a notarios y leguleyos de toda calaña, también. Pero sostener que «incorpora muchas cosas muy importantes para la justicia del ciudadano de a pie» (5), cuando menos, es una desvergüenza.
Aprobada en Cámara y Senado por abrumadora mayoría, la reforma acabó con la muerte política de los aforados y con ello se lapidó a sí misma como opción de equidad para el país, el cual, con sus dos millones seiscientos mil procesos judiciales pendientes a diciembre de 2011, proseguirá con el amargo honor de contar con la séptima justicia más lenta del mundo y la tercera más lenta en América Latina y el Caribe. (6)
Buscamos los modos que sean para echarle leña al fuego perpetuo que se volvió la violencia en Colombia. Esta contrarreforma, frente a la cual el gobierno del presidente Juan Manuel Santos patalea quieto, protesta callado y dice «no» sonriendo, es un modo esquizoide de dispararle a la paz sin gastar balas y de atravesársele a cualquier posibilidad de diálogo social sin necesidad de negarse.
No puede ser otra cosa esta enmienda ya vigente, que en unas horas empezará a desocupar pabellones carcelarios y a liberar parapolíticos, auspiciadores y cómplices de brutales asesinos, y corruptos ex funcionarios del gobierno de Álvaro Uribe, de alto vuelo y cercano afecto al ex presidente, como Andrés Felipe Arias o Diego Palacio, sus dilectos ministros, o Bernardo Moreno, su secretario de Presidencia, o Edmundo del Castillo, su secretario jurídico. Desvergüenza libertaria. ¿Y quién, después de esto, se atreve a apelar a alguna de las altas instancias?
(*) Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y director de cine y televisión colombiano.
NOTAS:
(1) El Espectador: «Enfermos graves de reeleccionismo». 12 de junio de 2012. http://bit.ly/LvOOET
(2) Julio Flórez, poema «Todo nos llega tarde» del libro «Manojo de zarzas» (1906). Referencia al célebre verso: «Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!».
(3) Portal de La FM: «Mancuso entregó pruebas sobre complot de Uribe contra la Corte.» http://bit.ly/Ah9AUj
(4) PÉREZ PALMA, Rafael. «Memorias de un juez de pueblo». Librería de Manuel Porrúa, S.A. México, 1960. Pág. 12.
(5) El Liberal: «La reforma a la justicia ya es una realidad». 15 de junio de 2012. http://bit.ly/LRgN1Y
(6) Portal de la Presidencia de Colombia. «El ciudadano de a pie se enfrenta a un sistema de justicia caracterizado por la congestión y la ineficiencia». 21 de marzo de 2012. http://bit.ly/GEKsoB
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