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Amores perros: violencia exótica y miedo neoliberal

Fuentes: Casa de las Américas nº 240

La práctica de la violencia, como toda acción, transforma al mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento. Hannah Arendt: On Violence Imaginemos por un momento que nos encontramos en una colonia afluente de la Ciudad de México. De repente, un vagabundo cuya apariencia recuerda sin sutileza alguna a Karl Marx […]

La práctica de la violencia, como toda acción, transforma al mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento.

Hannah Arendt: On Violence

Imaginemos por un momento que nos encontramos en una colonia afluente de la Ciudad de México. De repente, un vagabundo cuya apariencia recuerda sin sutileza alguna a Karl Marx suelta dos disparos en la ventana de un restaurante de lujo, y mata por la espalda a un prominente hombre de negocios. En otra parte de la ciudad, algún tiempo antes o después, un choque entre un automóvil que huía de un grupo de delincuentes y el vehículo de una modelo extranjera es el punto de partida de una serie de sucesos que entrelazan la vida de personajes urbanos. Estas imágenes, provenientes del filme Amores perros, de Alejandro González Iñarritu,1 son sintomáticas de la transgresión que la criminalidad y la violencia llevan a cabo en un espacio urbano clasemediero cuya sensación de seguridad se desvanece junto con el estado priísta en México. Neoliberal y violenta, en tensión constante entre los imaginarios nacionalistas y el deseo de proyección trasnacional, la cultura mexicana de fin de siglo se enfrentó a la falta de un centro de gravedad que determinara su postura política. Esta cultura inestable ha producido en los últimos años nuevas imágenes de violencia que alegorizan el sentido de incertidumbre producido por la caída del estado paternalista y de las ideologías atadas al nacionalismo revolucionario. El resultado es un reposicionamiento cultural de la violencia, que ha pasado de ser una manifestación marginal a convertirse en el centro mismo de una nueva identidad emergente que comienza a definir ciudadanías e imaginarios en la transición.

La violencia es cada vez más una categoría privilegiada del análisis cultural en la América Latina, conforme ha permitido la construcción de una nueva cartografía cultural cuyos ejes son la experiencia urbana y la sensación de inseguridad social como instancias de conformación de un nuevo sentido de comunidad.2 En este orden de ideas, Susana Rotker ha apuntado que la sensación de inseguridad en las capitales latinoamericanas «ha ido cambiando el modo de relacionarse con el espacio urbano, con los semejantes, con el Estado, con el concepto mismo de ciudadanía».3 En el caso de México, la emergencia de estas «ciudadanías del miedo» coincide con el derrumbe de las nociones de ciudadanía emanadas del discurso priísta, y en cierto sentido viene a llenar un vacío identitario creado por las radicales transformaciones políticas y culturales de los años 90. En este punto, conforme la violencia y la criminalidad ocupan un espacio mayor en el imaginario cotidiano de los mexicanos y en la imagen que México proyecta hacia el exterior, quiero proponer una lectura de Amores perros en función de una paradójica articulación ideológica. Por un lado, Amores perros es el producto más acabado del imaginario generado en las clases medias urbanas del interior del país, grupos sociales que ven afectados sus intereses de clase e inventan mitologías de lo marginal como forma de sublimar sus miedos e inseguridades. Por otro, la película apela a un mercado trasnacional que reinterpreta la violencia como alegoría de nuevas posibilidades de articulación política tras la caída del Muro de Berlín. De esta manera, Amores perros resulta la versión más acabada de una nueva forma de comodificación de México y la América Latina: la configuración de un imaginario que, simultáneamente, apela a la visión del mundo sustentada por los grupos privilegiados del neoliberalismo regional y al voluntarismo político de sectores progresistas y seudoprogresistas de la intelectualidad occidental, en desesperada búsqueda de nuevas formas de relacionarse con el llamado tercer mundo.

La interpretación de la violencia en Amores perros emerge de una matriz ideológica bastante más conservadora que lo que sus sofisticados recursos formales permitiría suponer. Tras la máscara formal, las historias que componen la película tienen como eje temático la familia. Ya Paul Julian Smith ha señalado que la ausencia de la figura paterna es un motivo constante a lo largo del filme.4 Yendo más lejos, vale la pena observar que el catalizador de las acciones en las tres secciones de la película es o un adulterio o un abandono familiar. En la primera, Octavio, interpretado por Gael García Bernal, se enamora de Susana, la esposa maltratada de su hermano Ramiro. En su intento de liberar a Susana de la violencia de su marido (y, por supuesto, de quedarse con ella), Octavio ingresa al circuito clandestino de peleas de perros, aventura que desemboca en la persecución a la que referí al principio de este texto. La segunda historia se centra en Daniel y Valeria. Daniel es un hombre de familia que deja a su mujer e hijas para irse a vivir con su amante. Valeria, sin embargo, se ve inmiscuida en el mismo accidente automovilístico que Octavio y comienza un proceso en el que su vida con Daniel se convertirá en un infierno. En la tercera historia, el Chivo es un asesino a sueldo, al final de una odisea personal que comenzó cuando dejó a su familia en los 70 para unirse a un grupo revolucionario. La trama de la película, entonces, se construye a partir de las consecuencias de estos actos. Aunque la unidad superficial de la película sea dada por el entrecruzamiento de historias debido al accidente automovilístico, en realidad la estructura de la película se arma alrededor de alegorías (por no decir parábolas) que reflexionan respecto a las consecuencias de una red de decisiones morales. Tomemos, por ejemplo, al Chivo: este personaje decide dejar a su familia en nombre de la revolución. A partir de ahí comienza una serie de decisiones morales que incluyen alienarse en definitiva de su familia (nunca los contacta después del abandono, y su hija, Maru, piensa que ha muerto), convertirse en asesino, etc. El camino de la redención comienza también con una decisión moral. En su último trabajo, en vez de cumplir con el encargo de un hombre de matar a su hermano (quien, incidentalmente, es un adúltero), el Chivo decide confrontarlos a ambos en cuanto se entera de la relación familiar.5 En suma, este desarrollo narrativo, que se puede seguir en líneas más o menos parecidas en las otras dos historias, sugiere que los personajes son siempre juzgados en términos de una moral trascendentalista que no admite circunstancias: no importa aquí la justicia o no de la causa del Chivo. Importa simplemente el abandono familiar, lo cual lo equipara a Daniel, el adúltero de la segunda historia, quien también deja a su familia. En el código moral de la película, no hay diferencia entre Daniel y el Chivo. El hecho de que el primero dejó a su familia por otra mujer y el segundo por una causa social, no tiene ninguna relevancia frente al abandono mismo. Y el destino de ambos personajes es paralelo: como consecuencia de sus acciones ambos pasan por un purgatorio (el accidente de Valeria o el descenso a la criminalidad) y al final abren la posibilidad de regresar a su familia (Daniel llama por teléfono a su esposa sin atreverse a hablar, el Chivo graba un mensaje a Maru en la contestadora).

Uno se pregunta qué pasaría si se invirtiera por un momento esta escala de valores. Por ejemplo, extrapolando un poco de la ética de Alain Badiou,6 uno podría releer la historia de Octavio y Susana desde un sistema de valores que no tiene que ver con absolutos. En la escala de la película, el error trágico de Octavio, su deseo adúltero por su cuñada, lo conduce a otra serie de malas decisiones: su ingreso a la red criminal de peleas de perros, su intento de enfrentar a uno de los criminales mayores del barrio, su decisión de acuchillarlo después de que éste balaceara a su perro, etc. Los tres personajes de la primera historia, en consecuencia, recibirán un castigo «justo»: Ramiro, asaltante y marido abusador y adúltero, morirá en un tiroteo durante un asalto; Octavio, que intenta usurpar la esposa a su hermano y financiar su acto con actividades ilegales, termina solo, malherido físicamente y sin dinero, en una terminal de autobuses; de Susana no sabemos mucho, quizá como pequeña tregua por su eventual fidelidad a su esposo, pero a fin de cuentas, como cedió a la tentación, termina sola, con un hijo y embarazada. Si sacamos al adulterio como motor del juicio que la trama ejerce en sus propios personajes, la interpretación de los hechos podría ser muy diferente. En la ética de Badiou, el enamoramiento es uno de los posibles «acontecimientos» de los cuales emerge una verdad específica. La ética, a grandes rasgos, se funda en la fidelidad a este acontecimiento y al seguimiento de las leyes y consecuencias emanadas de él. Esto adquiere una dimensión ética particular si se considera que la pareja es algo que trasciende al sujeto e implica un compromiso de éste con algo que lo excede. La consecuencia, por supuesto, es que si la base de la ética se da en la verdad del acontecimiento, cualquier criterio moral absoluto (como la censura del adulterio per se) no se aplica. Si Octavio y Susana se enamoran, y uno sigue esta lógica a contrapelo de la trama de la película, entonces podemos pensar en una posible narrativa que no concluya en el castigo a Octavio. Además, Badiou plantea que la función principal del acontecimiento es precisamente nombrar un vacío dentro de una situación.7 De esta suerte, en la cotidianidad familiar de Susana y Octavio, la consumación de su atracción precisamente abre un proyecto que era impensable en los términos originales de su vida. Por ello, Octavio es hasta el final de la película un personaje ético en este sentido: sus actos siempre se encuentran en fidelidad a la verdad emergida del acontecimiento. Al actuar en consistencia con su enamoramiento, se arriesga por la posibilidad de proveer a Susana de una vida mejor. ¿No sería una posible decisión ética ir en contra de las prescripciones contra el adulterio en una circunstancia como la de Susana? Esta posibilidad nos dice mucho de la apuesta ideológica de la película: no se trata de poner a los personajes en un conjunto de circunstancias a partir de las cuales se miden sus decisiones, sino de crear una vara moral absoluta que mide a todos con los mismos criterios. La moral planteada aquí es, a fin de cuentas, conservadora: la reivindicación de valores familiares incuestionables en tres circunstancias muy diferentes. Por ello, la relación de Octavio y Susana es representada de una manera incómoda: la posibilidad ética emergida de ella está siempre cancelada a priori por el moralismo con el que el filme interpreta a sus personajes.

Esta contraposición entre una moral conservadora fincada en la familia y una posible ética del acontecimiento es muy clara precisamente en la representación que el filme hace del primer encuentro sexual entre Octavio y Susana. Paul Julian Smith plantea que, aun cuando este encuentro es enfatizado por la película misma (al ser puesto en escena con una música de fondo después de media hora sin ese recurso), todos los encuentros amorosos se ven interrumpidos por una suerte de ruido: la primera vez está presente el bebé de Susana junto a ellos; la segunda no sólo incluye a Octavio viéndose en un espejo roto, sino también es parte de un montaje que incluye a Ramiro teniendo relaciones sexuales con una compañera de trabajo, peleas de perros y una música mucho más agresiva («Sí señor», de Control Machete).8 Dicho de otra manera, el acontecimiento que permitiría ver el amor de Susana y Octavio a otra luz y que, en consecuencia, fincaría las bases de una interpretación más empática de su historia, se ve interrumpido siempre por recordatorios que inducen dimensiones de culpa: el bebé nos recuerda la ilegalidad de la relación y de sus consecuencias posibles, como la violación de su inocencia; el montaje relaciona a la pareja con los errores de Ramiro, pero también con el acto criminal emanado del intento de Octavio por ganar el amor de Susana. Cualquier posibilidad de transformar la situación de los personajes es cancelada por la narrativa misma del filme.

Precisamente porque el centro del filme es esta narrativa maestra del adulterio, todas las manifestaciones de la violencia en la película, sean fortuitas (como el accidente de auto) o no, son consecuencia directa o indirecta de acciones morales y nunca son interpretadas desde un sustrato social. Como ha observado Laura Podalsky, la película usa un registro afectivo proveniente de las telenovelas como una forma de oscurecer y cuestionar el registro político y social de las acciones. Esto, continúa Podalsky, manifestaría «una crisis epistemológica que ha desestabilizado el entendimiento que el sujeto tiene de la sociedad contemporánea y, quizá de manera más importante, su habilidad de hacer propuestas sustantivas para un futuro mejor».9 Carlos Monsiváis ha enfatizado esto en su análisis de la estructura melodramática del thriller y hace una observación particularmente pertinente a la lectura de Amores perros: «El cine retiene el melodrama y para ello lo actualiza y le consigue un ámbito apropiado: la descomposición social.» En esta dimensión, el cine de la violencia «se constituye en el espejo distorsionado de feria donde los personajes viven con energía grotesca los papeles antes inconcebibles».10 Esta estructura narrativa tiene consecuencias profundas en términos de la manera en que la violencia es entendida por la clase media conservadora en México, cuyos puntos de vista son representados por esta película. A fin de cuentas, desde su utilización por los novelistas liberales del xix, pasando por el cine de los años 30 hasta el emporio de Televisa, el melodrama ha sido consistentemente utilizado por las clases dominantes para generar imaginarios y consensos que después son naturalizados por los espectadores. El recurso al melodrama en Amores perros es la última instancia de este proceso.

La ideología conservadora de Amores perros, entonces, no se reduce a la historia de tres atentados contra la moral. La historia del Chivo no sólo transmite el fracaso del discurso utópico y revolucionario de la generación de los 60, sino que en más de un sentido alegoriza las interpretaciones que la «ciudadanía del miedo» de la burguesía capitalina incorpora a su imaginario. El asesino es el punto culminante de la decadencia moral a la que este imaginario atribuye la emergencia de la violencia urbana. En primer lugar, toda la violencia se desencadena, como mencioné anteriormente, por una serie de decisiones personales: el abandono de la familia, la participación en un movimiento clandestino, la decisión de convertirse en sicario al salir de la cárcel, etc. Más aún, conforme uno sigue la trayectoria del personaje, hay que enfatizar que el regreso a la familia es su única posibilidad de redención. Por ello, el último trabajo del Chivo, que implica, una vez más, a un adúltero y a un hermano traicionero, se resuelve no con el asesinato sino con una suerte de ética de ángel exterminador en la cual el Chivo se convierte en agente de una justicia salomónica. Finalmente, cuando decide recuperar a Maru, su hija, él se corta el pelo y se rasura, transformando su apariencia reminiscente de Marx en una imagen algo grotesca de un hombre de bien. En este sentido, no es en absoluto sorprendente que la manera en que la película presenta su evolución, el paso de revolucionario a prisionero y después a criminal, es natural y desautoriza profundamente la narrativa de la disidencia: el Chivo es encarcelado por un atentado con bomba (nótese aquí la reducción del revolucionario a terrorista, especialmente en un país cuyos movimientos de izquierda no se caracterizaron particularmente por la violencia revolucionaria), encarcelado y después incorporado al crimen por oficio de un agente policial corrupto. ¿No es ésta la manera en que la clase media conservadora concibe al revolucionario? Desde su perspectiva, cualquier amenaza al statu quo privilegiado de las zonas adineradas de la Ciudad de México es concebida como criminalidad: el disidente que pone una bomba en un centro comercial y el asesino que mata por contrato a alguien a plena luz del día son la misma persona, puesto que ambas acciones ejercen similar transgresión de la burbuja protectora de las clases medias y altas. Cualquier razón ética, política o ideológica más allá de ese simple hecho resulta, desde la perspectiva de la película, irrelevante.

Todo este entramado lleva a pensar que Amores perros, lejos de ser una película de vocación progresista, se trata simplemente de un catálogo de los miedos de la burguesía urbana. Estos miedos son interpretados por ella precisamente desde la escala moral conservadora que considera a la violencia el producto, no de profundas diferencias sociales y económicas, sino de la decadencia de los valores familiares que acompañan la caída del Estado fuerte a partir de 1968. Por ello, pese a que González Iñarritu ha expresado en varias entrevistas la idea de que el crimen es el medio de subsistencia de las clases pobres,11 la película no hace ningún esfuerzo por problematizar la posición ética de sus personajes, y todo funciona en una suerte de justicia divina en la cual cada quien obtiene los resultados de sus decisiones en términos de una moral en blanco y negro: los adúlteros fracasan, la mujer hermosa queda mutilada y los que abandonan a la familia viven en el purgatorio de la nostalgia. Este imaginario permite inferir que esta «ciudadanía del miedo» en particular no conduce, como sugiere Rotker al final de su famoso texto, a la emergencia de movimientos que reconocen «la diferencia como espacio de profundización de la democracia y la autogestión»,12 sino al surgimiento de imágenes que profundizan aún más el abismo social, ecónomico y cultural en el que se finca la violencia.

Para entender mejor este problema, es posible contraponer Amores perros con otras dos representaciones de la violencia emergidas en tiempos de neoliberalismo: Todo el poder, filme de Fernando Sariñana, que aparece poco antes de la película de González Iñarritu, y Nostalgia de la sombra, novela de Eduardo Antonio Parra.13 Todo el poder cuenta la historia de un director de documentales desempleado que, tras haber sido víctima varias veces de la delincuencia capitalina, y perder en un asalto la camioneta de su ex esposa decide hacer algo al respecto. Con un grupo de amigos, comienza a rastrear a los delincuentes, en una investigación que lo lleva a un comandante de la policía capitalina (un personaje carnavalesco llamado Elvis Quijano, por su pretensión de parecerse al Rey del Rock) y a Julián Luna, comisionado de seguridad pública del Distrito Federal. Esa película tiene muchas cosas en común con Amores perros: es comercial, financiada con capital privado, distribuida con el respaldo de una campaña publicitaria sin precedentes en su momento (Amores perros será el punto máximo de esta estrategia).14 Asimismo, se trata a fin de cuentas de un filme hecho exclusivamente para la clase media urbana que habla de los mismos temores frente a la inseguridad, y basado más literalmente en la representación de una «ciudadanía del miedo» que, en efecto, crea una red de solidaridad social que permite enfrentar la situación. A pesar de que Todo el poder está muy lejos de las pretensiones formales de Amores perros y de que, por añadidura, en la primera la pobreza es simple y sencillamente invisible,15 se trata de un filme que, en el fondo, ofrece una interpretación más política del crimen. El punto crucial aquí es el hecho de que en Todo el poder la violencia y el crimen están íntimamente ligados a la red institucional de corrupción del estado neoliberal. En vez de caer en el facilismo de parodiar la ineptitud de las autoridades, la película se interesa en un problema mucho más profundo: la colusión entre el poder político y la criminalidad. De esta manera, el sistema policial presentado en Todo el poder es una combinación de una profunda ineptitud burocrática (vemos en una escena a una secretaria que ignora a los denunciantes porque está comiendo en su escritorio), una presencia constante de los delincuentes en la fuerza policial (los miembros de la banda de delincuentes incluso tienen oficinas en el ministerio público y, a la larga, nos enteramos de que Elvis Quijano es el líder de la banda) y la puesta en escena de simulacros de justicia para crear la apariencia de que se está investigando al crimen (otra escena representa un careo entre un grupo de asaltados y una serie de delincuentes escogidos al azar, organizado por Quijano en una investigación de un asalto que él mismo condujo). Esto escala incluso a los niveles más altos del poder político. Julián Luna resulta al final ser el organizador de la banda de delincuentes. La crítica de la película es tan fuerte que Luna, en sus apariciones televisivas, habla con un tono y una prosodia que imitan casi a la perfección la retórica política utilizada por Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, los dos presidentes más prominentes de la fase neoliberal del PRI. Luna, entonces, representa una doble cara del institucionalismo neoliberal que, en la vida real, se manifestó en la caída de Carlos Salinas: un sistema político que busca mantener una máscara de eficiencia y modernización (como muestra la escena donde Luna busca diseñar una campaña publicitaria que enfatice la reducción estadística de la criminalidad), mientras que es partícipe directo de los problemas que busca resolver.

Si bien es cierto que, pese a todo lo anterior, Todo el poder es una película que termina por banalizar el problema del crimen al disolverlo en una comedia de enredos, la comparación permite enfatizar un punto muy significativo respecto a la interpretación de la criminalidad en Amores perros: las instituciones políticas son completamente invisibles. El único representante de la ley presente, el policía judicial que administra los contratos del Chivo, aparece completamente aislado y sin relación alguna con el cuerpo policiaco. Es, simplemente, otro más de los personajes (in)morales del filme. Este vacío no sólo posibilita la reducción de la violencia y la criminalidad al moralismo que describí anteriormente, sino que resulta en una profunda incapacidad de articular una crítica verdaderamente política del neoliberalismo y su violencia. Con esto no quiero decir que la aparición literal de las instituciones del Estado sea la condición sine qua non de una crítica política, sino que en ningún momento del filme aparece una manifestación de la violencia o del crimen que no sea ultimadamente reducible a una decisión moral. Tanto González Iñarritu mismo como la crítica del filme han enfatizado en demasía la ubicación histórica de Amores perros para señalar su relación con el México de la transición. Claudia Schaefer, por ejemplo, ha subrayado que «el filme ubica la desesperación de sus personajes en un escenario innegablemente político».16 Me parece, sin embargo, que este «escenario innegablemente político» existe más en el contexto sociohistórico de la película que en ella misma. En el fondo, esta interpretación sigue una fórmula un poco imprecisa: la Ciudad de México representa, en palabras de Carlos Bonfil, «una modernidad que sólo ofrece la proliferación de la injusticia social, la corrupción política y el dogma neoliberal»;17 en consecuencia, ubicar una película en esa ciudad y mostrar esas contradicciones representa ya una puesta en escena política. Independientemente de la posibilidad de sustentar una aseveración así en otros contextos, en Amores perros resulta una interpretación imprecisa dado que ni la injusticia, ni la corrupción, ni el neoliberalismo tienen nada que ver con la trama del filme: en su estructura narrativa no existe una relación causal de ningún tipo entre esos factores y los sucesos narrados. La «dimensión política» de Amores perros parece radicar más bien en el voluntarismo de sus espectadores que, en un momento de algidez política en el país, impone sobre la película una figuración crítica que simplemente no está allí. Siendo justos con Amores perros, en los términos de la película es posible argumentar que la historia de Daniel y Valeria ofrece una crítica de la inmoralidad de las clases neoliberales emergentes.18 En efecto, Daniel y Valeria son parte de la industria mediática (él es editor de una revista de espectáculos; ella, una modelo exitosa que participa en una campaña de mucho renombre), sector que gozó de un particular ascenso en los años del neoliberalismo. En otras palabras, Daniel y Valeria son parte de esa nueva burguesía urbana cuya fortuna es parte no del dinero «viejo» del país, sino de las industrias emergentes. Algo similar puede decirse de los hermanos relacionados con el contrato del Chivo: dos jóvenes empresarios parte de un negocio familiar. La inmoralidad, entonces, no se reduce a los pobres que optan por el crimen: esta burguesía también es responsable de adulterios, abandonos y fratricidios. Esta clase emergente, en los ojos de la película, es también parte activa de la decadencia moral y de la descomposición social. Esto, sin embargo, no cambia en nada el hecho de que su crítica de esta clase social es también moralista y apolítica: son simplemente otros intérpretes de la misma sinfonía de inmoralidad.19

Antes de pasar a la cuestión de por qué, pese a todo lo que he dicho hasta aquí, sigue persistiendo la interpretación política de la película, me interesa hacer una desviación para ilustrar una alternativa a las narraciones de la violencia que no pasa ni por el moralismo de Amores perros ni por el literalismo de Todo el poder. La novela Nostalgia de la sombra es un texto que problematiza profundamente las interpretaciones moralistas de la violencia al trazar la trayectoria que transforma a un hombre común y corriente en asesino por medio de un recorrido por las distintas territorialidades de la violencia urbana. En su artículo «¿Guerreros o ciudadanos?», Rossana Reguillo ha clasificado en tres campos de sentido la forma en que los imaginarios urbanos representan la violencia: «un territorio habitado por la pobreza; un tiempo nocturno y de excepción y un entorno caracterizado por el relajamiento moral y por los vicios».20 Si hubiera que describir la importancia de la novela de Parra en las representaciones mexicanas de la violencia, se podría decir que quizá es el texto que mejor problematiza esos tres campos de sentido. Narra la historia de Ramiro Mendoza Elizondo, un hombre de familia que es atacado en las calles de Monterrey. Después del ataque, mata a los agresores y en vez de volver a su familia, comienza una odisea que lo lleva a la frontera, a los basureros y a la prisión, y que desemboca en su conversión en asesino a sueldo. La novela se estructura en dos tiempos intercalados: por un lado, el proceso de Ramiro, que va de ciudadano a asesino, y, por otro, las reservas que a Ramiro le produce el hecho de que su contrato más reciente es una mujer.

El mundo que transita Ramiro es fascinante porque la violencia no es fruto de elecciones morales sino algo que sucede, que está presente y que es una parte constitutiva del tejido social de los distintos espacios que va transitando. En otras palabras, la violencia no funciona como un continuum indiferenciado que equipara, como sucede en Amores perros, la violencia política con el crimen o la violencia intrafamiliar. Más bien, la pobreza, la violencia y otros factores sociales se vuelven indicadores polivalentes cuyas consecuencias se manifiestan en función de sus relaciones con otros componentes del tejido social.21 Así, en la frontera, la violencia es un instrumento utilizado por aquellos que controlan el poder de cruzarla; en los basureros, es un mecanismo relacionado con un sistema particular de honores y supervivencias, y en los espacios del crimen organizado funciona siempre en relación con los intereses económicos y políticos de los estratos privilegiados de la sociedad. De esta manera, volviendo a las categorías de Reguillo, no sólo encontramos en Nostalgia de la sombra una narrativa de la violencia ajena a la idea de «relajamiento moral», sino que las relaciones deterministas entre pobreza y violencia se encuentran problematizadas de raíz. Los personajes de la novela no son violentos porque son pobres. La violencia es, más bien, un código de sociabilidad que ingresa al espacio urbano como estrategia de relación social y como componente de la subjetividad. A diferencia de la «ciudadanía del miedo», que en el fondo plantea a la violencia como una otredad que busca mantenerse fuera del ámbito del individuo, Nostalgia de la sombra es la narrativa de una «ciudadanía por la violencia», donde ésta no es un enemigo a vencer, sino un componente que atraviesa subjetividades y comunidades y que es parte irrevocable de ambas.

En este orden de ideas, la estructura dual de la novela permite discernir dos funciones de la violencia: por un lado, es el instrumento que permite a Ramiro vincularse y separarse de los distintos territorios que va recorriendo; por otro, es un elemento constitutivo de su personalidad, completamente normalizado hacia dentro de la narrativa. El acto violento fundacional del que surge Ramiro, cuando asesina a tres tipos que buscaban matarlo, se convierte en una marca que transforma radicalmente la subjetividad del personaje. Sintomáticamente, esta transformación es descrita por una frase: «El miedo se había esfumado para siempre.»22 Aquí, entonces, se puede comprender que una «ciudadanía del miedo» como la planteada por Amores perros o Todo el poder se desvanece en cuanto un acto de violencia desplaza al burgués clasemediero del centro urbano a los márgenes. Esta nueva formación del sujeto urbano se abre precisamente en el momento en que el miedo deja de ser lo que sustenta el sentido de ciudadanía y la violencia se integra a la constelación de lo cotidiano. Por esto, la novela de Parra no narra una ansiedad diseñada por los temores de los grupos privilegiados, sino un mundo con diversas capas ideológicas y sociales al que resulta imposible aproximarse desde un código moral fijo. Así, la ciudadanía clásica y la vida de familia no se conciben en el texto como el origen de una escala moral o como un espacio de seguridad. Son, más bien, sombras: fantasmas que acechan al «ciudadano por la violencia» que siempre habita su complejo espacio social desde la pérdida. Como ha señalado ya Miguel Rodríguez Lozano, la sombra articula en una sola imagen la nostalgia de lo perdido y la presencia de la noche como alegorización de la violencia.23 De esta manera, la noche no se concibe como el tiempo de la violencia, sino como la alegoría de un estado de duelo que en cierto sentido refleja la caída de las certidumbres identitarias en el México violento y neoliberal.

El ejemplo de Nostalgia de la sombra nos indica que la representación de la violencia sólo puede ser política cuando se comprende su lugar en una red social que la trasciende. En otras palabras, la violencia per se no tiene valencia política alguna y, por ello, asumir sin más que un filme o una novela son políticos porque representan la violencia urbana es sumamente impreciso. La violencia, más bien, es un elemento que se usa estratégicamente en las representaciones culturales para la validación de perspectivas políticas y sociales específicas.24 Por ello, en Amores perros, donde la violencia es autoevidente y no está problematizada en su dimensión social, sirve como indicador de las consecuencias de la caída moral del país. La violencia es el argumento que el discurso conservador invoca para advertir de los peligros de la inmoralidad. En esto, Amores perros no está lejos ni del melodrama televisivo ni del costumbrismo decimonónico que interpretaba al crimen como enfermedad y como consecuencia de la decadencia moral.25

Todo lo que he venido argumentando conduce a preguntarse por qué Amores perros es una película tan exitosa en tanto representación de la violencia, considerando los profundos problemas ideológicos detrás de su narrativa. La respuesta es su inusitada capacidad de convertir a la violencia y el crimen en productos de consumo. El origen de esto es el hecho de que Amores perros es la película más costosa de la historia del país, filmada, por añadidura, exclusivamente con capital privado.26 Por ello, la recuperación de la inversión se convirtió en un problema particular, dado que ninguna película mexicana en la historia había recaudado una cantidad equivalente al costo de producción del filme. Por tanto, apelar con una intensidad sin precedentes al mercado internacional y a la clase media que normalmente ve sólo cine de Hollywood era crucial para el éxito de la película. Esta necesidad lleva a Amores perros a tomar una decisión crucial, acertada y llena de consecuencias: evitar el aparato burocrático del cine mexicano, controlado por el Instituto Mexicano de Cinematografía.27 En este punto, Amores perros renuncia a la red tradicional de distribución del cine mexicano, que normalmente pasa por una corrida comercial modesta, un par de festivales internacionales y alguna temporada en los cineclubes. Al pasar a la iniciativa privada, Amores perros apostó a no ser concebida simplemente como «cine de arte» para una minoría selecta y apuntó a un público mayor.

La segunda consecuencia a tomar en consideración es la manera en que Amores perros se concibe de una manera distinta al cine de autor que ha florecido en México bajo la égida del Imcine. A diferencia de cineastas como Arturo Ripstein o Jorge Fons, Alejandro González Iñarritu no es un cineasta «de escuela». Sus orígenes están en la industria de la comunicación. Por un lado, fue uno de los locutores de radio más conocidos en WFM, una estación comercial de mucho éxito en la Ciudad de México. Por otro, fue uno de los publicistas centrales de los años del neoliberalismo, detrás de campañas publicitarias que redefinieron el mercado (como las de la Secretaría de Turismo de México) y dueño de una compañía de publicidad. De hecho, González Iñarritu se define como «autodidacta» cuando habla de su ingreso al cine.28 Tomando en cuenta este factor, me parece que hay que concebir a Amores perros no como una obra cinematográfica en el mismo nivel que el llamado «cine de arte», sino como un producto empaquetado y publicitado para su venta. Amores perros, entonces, rebasa con mucho la película y su realización. Parte del producto Amores perros incluye la elaboración de una banda sonora que agrupa no sólo los temas musicales de la película sino un conjunto de canciones «inspiradas» en la película, es decir, encargadas a algunas de las figuras centrales de la escena musical mexicana (Julieta Venegas, Control Machete et al.). Con ello, dentro del mercado nacional, Amores perros perfecciona una estrategia iniciada con Sexo, pudor y lágrimas, de Antonio Serrano:29 apelar a un público ya constituido por los grupos de rock alternativo (público que incluye a la clase media joven que también asiste a ver los filmes de Hollywood) para crear interés en la película. Esto viene acompañado por una nueva estrategia de filmación, más cercana al videoclip que al ritmo lento del cine mexicano de autor (por ejemplo, las películas de Ripstein). Por ello, Amores perros nos enfrenta a una estética visual vertiginosa, dinámica, que significa una renovación profunda del cine mexicano, la cual, a su vez, lleva a una renovación de su público: conforme el cine comienza a hablar el lenguaje del videoclip popularizado por la cadena estadunidense MTV, la audiencia de dicho modo de producción cultural se acerca al cine. En este sentido, es crucial comprender el papel que el oficio de publicista de Iñarritu tiene en su estética. El lenguaje visual de los comerciales, por un lado, y sus conocimientos en términos de empaquetar sus productos definen el lugar que Amores perros tiene en el cine mexicano: el ingreso de estos discursos externos al canon cinematográfico conduce a una renovación que hubiera sido imposible desde las estéticas prevalentes. Por ello, si algún crédito merece esta película, es precisamente la ruptura con ciertos estereotipos del cine mexicano de la industria cinematográfica nacional y extranjera: ya no se trata ni de la «visión estetizada de la sociedad latinoamericana» y el nihilismo visual de Arturo Ripstein,30 ni de la idea de un México folclorizado y lleno de guitarras y narcotraficantes, como se ve en las películas de Robert Rodríguez.31 González Iñarritu ha declarado incansablemente su intención de romper con esto para representar «el mundo en el que vivo»,32 y ciertamente uno no puede sino compartir esta vocación. Sin embargo, este propósito no sólo naufraga por el moralismo que he venido exponiendo hasta aquí, sino también por su consecuencia narrativa: la violencia. A fin de cuentas, González Iñarritu rompe con el exotismo heredado del realismo mágico (es proverbial el caso de Como agua para chocolate, de Alfonso Arau)33 y del México sucio del Western norteamericano (el caso de Robert Rodríguez), para instaurar un nuevo exotismo: el del México vertiginoso, violento, posmoderno. Con esto, evidentemente, no quiero decir que no exista violencia en el mundo mexicano. Más bien, Amores perros opera en un nuevo mundo cinematográfico donde la violencia es la nueva cifra de lo latinoamericano.

La representación de la violencia en Amores perros se basa en una aporía profunda entre fondo y forma. Por un lado, la película entrega a los espectadores de la clase media mexicana un discurso testimonial y casi terapéutico de la violencia, en la que se puede identificar una escala de valores similar a la del neoconservadurismo mexicano representado por la candidatura presidencial de Vicente Fox. Por otro, tenemos un sistema audiovisual que transmite la imagen de una subcultura urbana de grupos musicales de vanguardia e imágenes vertiginosas del devenir de la ciudad y que, en un contexto trasnacional, ha llevado a valoraciones positivas que plantean al filme como una suerte de fuerza renovadora del cine mexicano de vocación progresista. Sin embargo, como se ve hasta en las valoraciones positivas, la película se funda en una subcultura que oscurece la posibilidad de la transformación social.34 Esta aporía, finalmente, es la contradicción misma del neoliberalismo mexicano: la imagen de un país moderno, de vanguardia, camino al primer mundo, que utiliza esta máscara para la preservación de las profundas divisiones de clase y las ideologías conservadoras que han obstruido a lo largo de la historia las promesas de cambio.

Esta contradicción florece si pensamos un poco en la genealogía específicamente cinematográfica de Amores perros. La crítica ha señalado tres filmes que comparten tanto la estética violenta de González Iñarritu como el éxito internacional que permitió la recepción de una película como Amores perros: Crash, de David Cronenberg; Lola rennt, de Tom Tykwer, y, muy específicamente, Pulp Fiction, de Quentin Tarantino.35 Más que discutir las conexiones visuales y formales entre estos filmes y Amores perros, algo ya discutido, me interesa señalar particularmente una diferencia que resulta crucial para comprender uno de los problemas centrales de la película. En Tarantino, Tykwer y Cronenberg, la violencia nunca es social: es metacinematográfica. Apelando directamente a un discurso posmodernista del simulacro y el pastiche, estos cineastas plantean una violencia que siempre es estética y que existe en sus filmes en tanto es parte de los géneros que revisitan. Esto es claro en Tarantino, quien apela a una violencia sumamente gráfica en filmes que apelan al discurso pulp (Pulp Fiction y Reservoir Dogs) o a géneros menores como el cine de samurais o el spaghetti western (Kill Bill), mientras que un thriller más centrado en la trama, como Jackie Brown, tiene una cantidad notablemente menor de violencia. El punto con esto es observar que el cine de Tarantino es esencialmente asocial: su violencia no tiene base alguna en lo social o en lo político. Simplemente se trata de un simulacro estético de géneros clásicos del cine. El centro del cine de Tarantino, como el de Cronenberg, no es la violencia, sino el cine mismo.

El cine de Tarantino resulta en una revolución estilística del cine contemporáneo, cuyas ramificaciones escapan a las intenciones del presente trabajo.36 Sin embargo, en el caso preciso de Amores perros, existe una apropiación de este discurso de la violencia que se basa en una lectura problemática de Pulp Fiction: la apropiación de un discurso esencialmente metacinematográfico para la expresión de una problemática social. Para ponerlo de otro modo, el simulacro de Tarantino es puesto en escena por González Iñarritu para una narrativa a fin de cuentas realista. El motivo de esta apropiación puede rastrearse en la emergencia de la ciudad como centro del discurso visual del cine mexicano. A diferencia del cine nacionalista tradicional y de los espacios provincianos y rurales de Ripstein y otros cineastas, Amores perros aspira a capturar la Ciudad de México en medio de una tradición cinematográfica que carece de un estilo para hacerlo. El problema estilístico al que se enfrenta Amores perros puede definirse invocando a Jesús Martín-Barbero: «Mirada desde la heterogeneidad de la experiencia, la ciudad desafía nuestros hábitos mentales hasta el punto de tornarla impensable.»37 En este sentido, la estética de González Iñarritu intuye que el ingreso de este espacio al imaginario cinematográfico requiere de un nuevo lenguaje. A fin de cuentas, como el propio Martín-Barbero observa a propósito de Benjamin, siempre ha existido una relación entre las emergentes mediaciones del cine y la transformación de la experiencia urbana.38 De esta manera, el discurso de Tarantino posibilita a González Iñarritu incorporar al cine una nueva forma de dar cuenta de esta experiencia. Marvin D’Lugo apunta en esta dirección cuando observa que González Iñarritu usa las pulp fictions para «sustentar las vidas de los personajes en la ciudad», y que la «ficción definitiva es la de una modernidad fácil que casi todos los personajes parecen suscribir».39

Sin embargo, esta elección estética lleva consigo el problema central de su insuficiencia. El lenguaje de Tarantino no está construido para hablar del caos urbano, sino del cine y sus estereotipos. Esto genera un punto ciego crucial, que también se puede articular desde Martín-Barbero: «Lo que está ahí en juego no es tanto la dificultad de pensar integradamente la ciudad como la posibilidad de percibirla en cuanto asunto público, y no como mera sumatoria de intereses privados.» Esto lleva a Martín-Barbero a advertir de un peligro: «Resulta entonces indispensable deslindar la posibilidad de una mirada de conjunto a la ciudad, de su nostálgica complicidad con la idea de unidad o identidad perdida, conducentes a un pesimismo culturalista que nos está impidiendo comprender de qué están hechas las fracturas que la estallan».40 Por ello, si conectamos esto con el discurso moralista que he planteado en las páginas anteriores, Amores perros crea sólo la impresión de un discurso progresista de lo urbano: en el fondo, su narrativa es «un pesimismo culturalista» que es incapaz de dar cuenta de las profundas contradicciones políticas y sociales que atraviesan el mundo narrado por la película. En este sentido, no queda más que admitir que, pese a su lucha por romper con estereotipos sociales, Amores perros acaba cayendo en ellos. Jorge Ayala Blanco señala con mucha precisión las únicas clases sociales presentes -«Estrato lumpen o clase dominante, sin nada en el medio»-, una actitud ética problemática -«El bestialismo es la única idea/vivencia del humanismo»-, y un concepto de ciudad finalmente irreal: «Una exasperada e hipotética urbe grotescamente antihumana se reduce a espacios sin lugar y lugares sin espacio.»41 Inconcientemente, el discurso de Amores perros no escapa de la tendencia metagenérica de Tarantino: es, en parte, un simulacro del costumbrismo y, en parte, una estetización del melodrama telenovelesco. No es de ni ninguna manera casual que, al preguntársele «¿Qué piensa de la violencia?», la respuesta de González Iñarritu fuera ésta: «Es parte de nuestra naturaleza, lamentablemente. Lleva mucho dolor, para quien la genera o la recibe, también confusión. Ese estar en contra de nuestra naturaleza forma parte de nosotros.»42 Ni social, ni política, ni económica. La violencia de Amores perros es natural. Y estética. En este sentido, no debemos olvidar que, en el mismo texto al que refiere Martín-Barbero, Benjamin advierte los peligros de la estetización de la política y la violencia. Y Benjamin observa también que el camino no es la estetización de la política sino la politización del arte.43 En consecuencia, la falla última de Amores perros es partir de una base esencialmente moralista en su interpretación de la violencia: de ahí que nunca pueda articular esa dimensión pública tan crucial a Martín-Barbero y que, en su incapacidad de trascender la esfera de las vidas privadas, la politización de la violencia sea, en fin, imposible.44

Una lectura de Amores perros como la que he elaborado hasta aquí no puede sino concluir con una interrogación del creciente estatuto de la violencia como indicador privilegiado de la experiencia latinoamericana. El otro resultado de la estética tarantinesca adoptada por Amores perros ha sido la legibilidad que le concedió en mercados cinematográficos internacionales. Baste recordar que Pulp Fiction fue una película muy bien recibida en circuitos como Cannes, Sundance y los Óscares, lugares donde Amores perros construyó su audiencia internacional a raíz de la concesión del Premio de la Semana de la Crítica de Cannes. Amores perros forma parte de una tendencia mayor de filmes latinoamericanos de la violencia que han tenido una corrida sumamente exitosa en los mercados metropolitanos: junto con ella, Cidade de Deus, de Fernando Meirelles y Kátia Luna, y La virgen de los sicarios, de Barbet Schroeder, han tenido una recepción muy superior al promedio de los filmes latinoamericanos. Esta situación, junto a otras manifestaciones culturales, como la literatura picaresca,45 o la cada vez más popular novela negra,46 ha desplazado la forma en que el discurso metropolitano concibe a la América Latina. Para usar un término de Sylvia Molloy, el «imperativo realista-mágico» comienza a ser acompañado por un «imperativo violento».47 En una suerte de neomacondismo perverso, el discurso de civilización y barbarie se rearticula conforme los espectadores metropolitanos empiezan a pensar una otredad fundada en la violencia. Los placeres del trópico vienen aderezados con el exotismo de la miseria.

Mabel Moraña ha advertido los peligros de «la construcción de la nueva versión posmoderna de la América Latina elaborada desde los centros [que] responde en gran medida a [los] propósitos [de] hacer de la América Latina un constructo que confirme la centralidad y el vanguardismo teórico globalizante de quienes la interpretan y aspiran a representarla discursivamente.»48 Moraña ataca el «boom del subalterno» como intento de «abarcar a todos aquellos sectores subordinados a los discursos y praxis del poder». Aquí me parece que habría que articular una crítica al «boom de la violencia» que podría caracterizarse en los mismos términos que usa Moraña: la violencia es promovida como «parte de una agenda exterior, vinculada a un mercado donde aquella noción se afirma como un valor de uso e intercambio ideológico y como marca de un producto que se incorpora, a través de diversas estrategias de promoción y reproducción ideológica, al consumo cultural globalizado.»49 Amores perros, en este sentido, apela a una emergente conceptualización de la América Latina (y de buena parte del tercer mundo) como espacio de la violencia, como el lugar donde sucede una vida vertiginosa de miseria y otredad que fascina a las audiencias seudoprogresistas de los festivales internacionales. Precisamente porque Amores perros requería de este éxito para recuperar su inversión, su lenguaje cinematográfico y sus campañas publicitarias se ajustan a este «imperativo violento». No es en absoluto casual que el éxito internacional de la película precediera al éxito nacional. Una vez que la enorme campaña de publicidad de la película redituó en el reconocimiento en Cannes, las audiencias mexicanas adquirieron un sentido renovado de orgullo nacional y fueron a ver la película.50 Para ponerlo de un modo aún menos eufemístico, una vez que la intelectualidad metropolitana aprobó la película como representante de un «cine mexicano» aceptable,51 los mexicanos se convencieron de que el filme los representaba orgullosamente. Difícil encontrar un retrato más convincente del neocolonialismo prevalente en estos fenómenos.

Si uno es consistente con una lectura crítica no sólo de Amores perros sino del campo semántico de la violencia que empieza a configurar el imaginario latinoamericano, la única conclusión posible es evitar a toda costa caer en estas representaciones. Carlos Monsiváis ha demostrado el papel que el cine ha desempeñado en la conformación de identidades en nuestra región52 y, conforme películas como Amores perros encuentran grados inusitados de aceptación hacia dentro de nuestros países, también comenzamos a naturalizar la visión de la violencia que se presenta y a aceptarla como constitutiva de nuestra identidad. Esto, creo, debe ser resistido. Si bien sería absurdo postular que la violencia no es una situación presente en la vida cotidiana de las urbes latinoamericanas, esta categoría nos dice cada vez menos. Martín Hopenhayn ha observado que la droga y la violencia son dos fantasmas, precisamente porque hay una brecha entre su percepción y su realidad.53 Amores perros es un resultado de esos fantasmas: una percepción cultural profundamente errónea de la violencia de nuestros países, reproducida constantemente en los espacios nacionales y trasnacionales. Amores perros nos ayuda a ver que la violencia como categoría de análisis es un arma de dos filos: en términos trasnacionales, contribuye a la otrificación de la América Latina como sitio de la barbarie y como espacio incapaz de articular un discurso verdaderamente político; en términos nacionales, contribuye a fortalecer el proyecto de la clase media neoliberal y la exclusión de sujetos marginales del espacio ciudadano. Rossana Reguillo describe así este fenómeno: «Fortalecida una clase media relativamente ilustrada y sedentaria, afianzado el modelo desarrollista y en pleno ascenso la inserción del país en las dinámicas internacionales, se cerró la pinza para terminar de dibujar un imaginario que convirtió a estos actores en enemigos de la modernidad y en portadores potenciales del peligro del retorno.»54 Aceptar la violencia como marca identitaria y como signo de representación de nuestros países en el mercado trasatlántico de signos implica, en el fondo, hacerle el juego tanto al neocolonialismo como al neoliberalismo operantes en estos discursos. Toda referencia a la violencia debería ser una crítica de la violencia, una comprensión de sus profundas raíces económicas, sociales y políticas. Sobre todo, comprender que lo que define a la experiencia latinoamericana es un legado contradictorio de colonialismo y resistencia, de conflicto y heterogeneidad. La violencia es sólo un producto de esas relaciones: ponerla en el centro del análisis o de la producción cultural no hace sino dejar de lado las preguntas centrales de nuestra cultura para abrir paso a un imaginario donde la violencia y el conflicto social están irrevocablemente naturalizados. Y conforme la violencia se convierte en un indicador cada vez más privilegiado en el entendimiento de la cultura latinoamericana, también valdría la pena dejar abierta la pregunta sobre la profunda despolitización que esto implica tanto en el ámbito académico de los estudios culturales como en la manera en que las identidades sociales y comunitarias se acoplan a la violencia última de la política neoliberal. Celebrar Amores perros como una revolución del cine latinoamericano, pese a los innegables méritos del filme, resulta en la complicidad con un modelo de comprensión que disuelve nuestros conflictos en un moralismo barato disfrazado de cultura de vanguardia. Nuestro continente requiere, con urgencia, un espíritu crítico sofisticado que no se deje llevar por las modas de una percepción que, en última instancia, no es sino la última manifestación de una larga tradición imperial.

(Una versión inglesa de este artículo aparecerá en el vol. 15, número 1 (marzo 2006) del Journal of Latin American Cultural Studies).

Notas

1 México, Altavista Films/Zeta Films, 2000.

2 Cf. específicamente los volúmenes colectivos Susana Rotker (ed.): Ciudadanías del miedo, Caracas, 2002, y Mabel Moraña (ed.): Espacio urbano, comunicación y violencia, Pittsburgh, 2002. Ambos recopilan una muestra bastante representativa de este giro a la violencia.

3 Susana Rotker (ed.): Op. cit. (en n. 2), p. 14.

4 Paul Julian Smith: Amores perros, Londres, 2003, p. 14.

5 Vuelvo a esta escena en particular un poco más adelante.

6 Alain Badiou: Ethics. An Essay in the Understanding of Evil, Londres, 2001.

7 Ibid., p. 69.

8 Paul Julian Smith: Op. cit. (en n. 4), p. 44.

09 Laura Podalsky: «Affecting Legacies. Historical Memory and Contemporary Structures of Feeling in Madagascar and Amores Perros«, Screen, a. 44, No. 3, 2003, p. 284.

10 Carlos Monsiváis: «El melodrama: «No te vayas, mi amor, que es inmoral llorar a solas»», Hermann Herlinghaus (ed.): Narraciones anacrónicas de la modernidad. Melodrama e intermedialidad en América Latina, Santiago de Chile, 2002, p. 120. Cabe destacar que aquí Monsiváis ejemplifica este proceso con Pulp Fiction de Quentin Tarantino, filme con enormes resonancias en Amores perros.

11 Cf. Claudia Schaefer: Bored to Distraction, Albany, 2003, p. 87.

12 Susana Rotker (ed.): Op. cit. (en n. 2), p. 18.

13 Eduardo Antonio Parra: Nostalgia de la sombra, México D.F., 2003.

14 Me referiré con más detalle a la producción de Amores perros y a su campaña publicitaria.

15 De hecho, Todo el poder está muy lejos de ser una película defendible como modelo para el cine mexicano. Jorge Ayala Blanco (La fugacidad del cine mexicano, México D.F., 2001. p. 471) apunta con mucha precisión a los profundos problemas ideológicos de la película: «[Todo el poder] es un falso thriller de éxito prefabricado, un clasista abandono a toda temática de la pobreza […], una oda a los dilemas cilantroperejileros de la autista clase media nacional con robable camioneta Cherokee del año.»A pesar de que comparto la crítica de Ayala Blanco, me parece todavía salvable el hecho de que, siendo un filme cínicamente (u honestamente) comercial, tenga una dimensión política que un filme más pretencioso como Amores perros simplemente no articula.

16 Claudia Schaefer: Op. cit. (en n. 11), p. 87.

17 Idem.

18 Debo este punto a Juan Poblete, quien me lo hizo notar durante mi ponencia de LASA.

19 La historia de Daniel y Valeria también genera lecturas feministas. En la interpretación de Deborah Shaw (Contemporary Cinema of Latin America. 10 Key Films, Nueva York, 2003, pp. 64-66), por ejemplo, sugiere que los personajes manifiestan una caída del discurso del machismo y, por ende, articulan una crítica al patriarcado. Valeria, incluso, es interpretada por Shaw como un personaje que, en tanto modelo, valida el patriarcado y sus estructuras sociales y raciales (ella es una modelo europea que valida el racismo de los medios de comunicación, vedados a personas «de color») y que el accidente y su mutilación se pueden ver como una suerte de final feliz que permite abrir la posibilidad de una vida «posmodelo». Aun cuando Shaw reconoce dimensiones del discurso conservador de Amores perros (como la trayectoria del Chivo respecto a sus ideales revolucionarios), la interpretación de la crítica al «patriarcado» me parece un poco voluntarista. No comparto, por ejemplo, sus conclusiones respecto a Valeria. Aun cuando tiene razón en señalar que Valeria ocupa un lugar que legitima el patriarcalismo (en tanto modelo que, además, acepta que un hombre deje a su familia por ella) y el racismo (capitalizando el ser europea en una televisión que excluye a la mayoría racial del país), el final feliz no existe. Existe un juicio moral que no pasa por la crítica al patriarcalismo sino por su lógica misma: al ser la mujer adúltera, recibe un castigo bastante fuerte, mientras que Daniel simplemente termina regresando con su familia. Para la misma falta hay castigos diferentes, según el género de quien la cometa.

20 Rossana Reguillo: «¿Guerreros o ciudadanos? Violencia(s). Una cartografía de las interacciones urbanas», Mabel Moraña (ed.): Op. cit. (en n. 2), p. 56.

21 Con esto, no quiero que mi argumento se reduzca a una afirmación anacrónica de la novela como género «superior» o «más complejo» que el cine, ni me interesa sustentar una defensa nostálgica de la novela como figuración privilegiada de lo social. El punto que quiero ilustrar es una concepción de la violencia como algo más complejo que un conjunto de decisiones morales, algo que en Nostalgia de la sombra se ve muy claramente. Esto por supuesto se vincula con el simple hecho de que la novela de Parra no tiene necesidad de responder a las expectativas comerciales de Amores perros o de Todo el poder y, por ende, no está atada a la visión clasemediera del mundo.

22 Eduardo Antonio Parra: Op. cit. (en n. 13), p. 55.

23 Miguel Rodríguez Lozano: «Sin límites ficcionales. Nostalgia de la sombra de Eduardo Antonio Parra», Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, No. 21, 2003, p. 69.

24 Este punto se puede ver, por ejemplo, en la comparación que John Beverley establece entre Cidade de Deus, de Fernando Meirelles y Kátia Luna, y las cintas de Víctor Gaviria. Beverley observa que, si bien ambas tratan problemáticas análogas (por ejemplo, pandillas, drogas, etc.), existe una diferencia estructural importante: la primera es una Bildungsroman de un joven que sale del barrio e ingresa a la vida burguesa (sustentando en consecuencia una ideología ultimadamente clasemediera), mientras que Gaviria se relaciona más con un proyecto de representación de la subalternidad. «»Los últimos serán los primeros»: Notas sobre el cine de Víctor Gaviria», Osamayor, a. XV, No. 34.

25 Un ejemplo es, de Julio Guerrero, La génesis del crimen en México (1900), México, 1996, que condensaba las visiones del positivismo sobre el tema. Sería sin duda instructivo comparar la construcción de tipos de un libro como éste con los estereotipos que se manejan en muchas narrativas de la violencia.

26 El repaso de la producción de Amores perros que hago aquí se basa ampliamente en el detallado balance llevado a cabo por Smith en su libro (cit. en n. 4) sobre la película.

27 Un breve recuento del fracaso del Imcine y la emergencia del cine comercial se puede encontrar en Contemporary Cinema of Latin America, cit. (en n. 19), pp. 52-53.

www.clubcultura.com/clubcine/ amoresperros/ perros02.htm

29 Sexo, pudor y lágrimas es quizá la película que comienza el nuevo cine mexicano comercial a finales de los 90. Es una comedia de enredos que incluye a dos parejas cuya relación está en crisis y a dos figuras externas que las ponen en peligro. Se trata de una película que sigue una lógica similar a una miríada de filmes sobre la infidelidad que emergen en el México de la segunda mitad de los 90, lógica que resuena en Amores perros. Fidel Moral ha señalado que la lógica de la película está basada en «castigar a los libres y condenar a los disfuncionales a seguir juntos» (cit. en La fugacidad del cine mexicano, cit. [en n. 15], p. 443), lógica que no está demasiado lejos de la película de González Iñarritu. En cuanto a la banda sonora, el tema principal de la película fue encargado a Aleks Syntek, un artista pop, y el éxito de la canción sin duda contribuyó al interés en el filme y a su eventual éxito. Marvin D’Lugo («Amores perros», The Cinema of Latin America, Londres, 2003, p. 227) ha rastreado también la estrategia de la banda sonora en relación con el cine de Quentin Tarantino. Cabría precisar que hay una diferencia con Tarantino: mientras éste produce bandas sonoras completamente articuladas al desarrollo y la estética de sus filmes, una parte considerable de las canciones en la banda sonora de Amores perros ni siquiera aparece en la película.

30 Este punto lo hace Marvin D’Lugo: Op. cit. (en n. 29), p. 229.

31 El ejemplo más claro de esto es Once upon a time in Mexico, donde Robert Rodríguez toma su visión estereotipada de la frontera (desarrollada desde su primer filme, El mariachi) y la mezcla con el lenguaje visual del narcocine de los hermanos Almada y el cine de ficheras del lopezportillismo. El resultado es una acumulación de estereotipos que rompen con cualquier problematización cinematográfica del país. Se trata, simplemente, de un proyecto metacinematográfico que tiene que ver más con las referencias textuales y cinematográficas de Rodríguez que con México. Esta estética también está muy presente en filmes norteamericanos recientes, como The Mexican, de Gore Verbinski, o Traffic, de Steven Soderbergh.

32 Cit. por Deborah Shaw: Op. cit. (en n. 19), p. 54.

33 Para un contraste entre esta película y Amores perros, cf. Deborah Shaw: Op. cit. supra, pp. 36 y ss.

34 Cf., por ejemplo, Juan Antonio Serna: «El discurso de la subcultura transgresora en el film mexicano Amores perros«, Ciberletras 7, http://www.lehman.cuny.edu/ faculty/guinazu/ciberletras/v07/serna.html.

35 Cf. Marvin D’ Lugo: Op. cit. (en n. 29), p. 227 y Claudia Schaefer: Op. cit. (en n. 11), pp. 86-88.

36 El estudio más interesante hasta la fecha del cine de Tarantino y sus implicaciones puede encontrarse en Fred Botting y Scott Wilson: The Tarantinian Ethics, Londres, 2001.

37 Jesús Martín Barbero: Al sur de la modernidad. Comunicación, globalización y multiculturalidad, Pittsburgh, 2001, p. 127.

38 Jesús Martín Barbero: «Las ciudades que median los miedos», Mabel Moraña (ed.): Op. cit. (en n. 2), p. 25. El texto de Walter Benjamin referido es La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, México, 2003.

39 Marvin D’Lugo: Op. cit. (en n. 29), p. 227.

40 Jesús Martín Barbero: Op. cit. (en n. 37), pp. 127-128.

41 Jorge Ayala Blanco: Op. cit. (en n. 15), p. 486.

42 «Un puzzle canino», cit. (en n. 28).

43 Walter Benjamin: Op. cit. (en n. 38), pp. 96-99.

44 Un contrapunto que uno podría pensar con respecto a esto es la obra de Carlos Monsiváis, quien busca dar cuenta de la urbe desde sus espacios públicos y articulando una crítica profunda a los discursos morales de la burguesía. Cf. su libro Los rituales del caos, México, 1996. Esto lo he discutido en mi artículo «De ironía, desubicación, cultura popular y sentimiento nacional: Carlos Monsiváis en el cambio de siglo», Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, No. 20, 2003, pp 15-23.

45 Este término se refiere a la narrativa colombiana reciente que figura la violencia desde la historia de los sicarios, jóvenes asesinos relacionados con el mundo de los carteles. Entre los autores de esta línea vale la pena destacar a Fernando Vallejo, Jorge Franco Ramos y Mario Mendoza.

46 Cf. Persephone Braham: Crimes against the State, Crimes against Persons: Detective Fictions in Cuba and Mexico, Minneapolis, 2004.

47 Silvia Molloy: «Latin America in the US Imaginary: Postcolonialism, Translation and the Magic Realist Imperative», Mabel Moraña (ed.): Ideologies of Hispanism, Nashville, 2005, pp. 189-200.

48 Mabel Moraña: «El boom del subalterno», Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta (eds.): Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate, México, D.F., 1998, p. 239.

49 Ibid, p. 240.

50 El recuento se puede encontrar en Smith, cit. (en n. 4), pp. 13-27.

51 Smith observa que la competencia del Óscar de ese año en particular fue caracterizada por la prensa como poseedora de un «acento hispano», debido a la participación de Amores perros con dos de los productos más recientes del neoexotismo del cine independiente estadunidense: Befote Night Falls, de Julian Schnabel y Traffic, de Steven Soderbergh.

52 Carlos Monsiváis: A través del espejo. El cine mexicano y su público, México D.F., 1994. El libro incluye también un texto de Carlos Bonfil.

53 Martin Hopenhayn: «Droga y violencia: fantasmas de la nueva metrópoli latinoamericana», Mabel Moraña (ed.): Op. cit. (en n. 2), pp. 69-88. El interés principal de este artículo es que, tras un detallado análisis sociológico, Hopenhayn demuestra que la realidad de la droga y la violencia opera muchas veces en sentido contrario a las ideas recibidas por las manifestaciones culturales.

54 Rossana Reguillo: Op. cit. (en n. 20), p. 60.