«Probablemente, para las futuras generaciones, la desorientación, la indignación y los tormentos de Eatherly serán más «normales» que las reacciones de sus compatriotas o de sus contemporáneos en general». Robert Jungk Pretendo dar cuenta de tres referencias, seguramente conocidas por los lectores, en torno a Claude Eatherly y Günther Anders a raíz de un excelente […]
«Probablemente, para las futuras generaciones, la desorientación, la indignación y los tormentos de Eatherly serán más «normales» que las reacciones de sus compatriotas o de sus contemporáneos en general».
Robert Jungk
Pretendo dar cuenta de tres referencias, seguramente conocidas por los lectores, en torno a Claude Eatherly y Günther Anders a raíz de un excelente artículo de María Vacas Sentís -«La conciencia de Eatherly»- publicado en rebelión el 2 de febrero de 2008 (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=62726).
Admitía Vacas Sentís que hasta muy poco desconocía lo sucedido. Leyendo un cómic de Miguel Brieva se había quedado muy impresionada por la historia de Eatherly. Pasaba luego a contar la historia del piloto usamericano.
Nada que añadir. Su relato es magnífico. El día 6 de agosto de 1945, Claude Eatherly, piloto del bombardero estadounidense «Straight Flush», abrió camino e indicó al «Enola Gay» dónde debía soltar su mortífera carga. Ambos formaban parte de la misión que bombardeó Hiroshima. No se conocen cifras exactas, pero se cree que murieron más de 100.000 personas, más de 20.000 coreanos entre ellos, si no ando errado. A su vuelta a Estados Unidos, Eatherly fue recibido como un héroe nacional. No pudo soportarlo. Falleció de cáncer en 1978, hace ahora 30 años.
Déjenme que les apunte otra aproximación a lo sucedido no menos excelente que la anterior. Es mi primera recomendación. Puedan leerla en las páginas iniciales de «El mundo en guerra: consideraciones sobre el derecho a la normalidad», uno de los capítulos de Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada, el último libro de Santiago Alba Rico. Fue publicado por Akal en 2007, y es, en mi opinión que creo justificadísima, uno de los libros -de los que yo tengo noticia y, conjeturo, incluyendo los que se me han pasado- de filosofía más importantes, imprescindibles, mejor escritos, que se han publicado en castellano en esta última década.
La narración, la conmovedora narración de ese enorme escritor y pensador llamado Santiago Alba Rico se inicia así:
En 1.959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por «trastornos edípicos y sentimiento de culpa». Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida normal de sus contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y se había encerrado tímidamente en su casa, agitado por un malestar incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con impaciencia y recibido con alborozo, pudo soportar. En 1947, ya divorciado, sin lazos que lo vincularan al optimista ajetreo de su país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente. Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía. Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso: «Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas»1.
Como es sabido, en 1959, el filósofo alemán Gunther Anders, uno de los grandes teóricos del movimiento antinuclear de aquellos años, entró en contacto epistolar con Eatherly. En una primera carta fechada el 3 de junio, que aquí reproduzco, el pensador alemán le explica hasta qué punto su incapacidad para «superar» las consecuencias de su acción era motivo de consuelo para él y sus compañeros, todos ellos comprometidos en la tarea de sensibilizar al mundo frente a la amenaza que representaba -y sigue representando- el armamento atómico2.
Durante dos años el filósofo y el ex piloto mantuvieron una relación cada vez más estrecha que probablemente contribuiría a la rehabilitación de Eatherly. La correspondencia entre ambos, ésta es la segunda recomendación, está recogida en Más allá de los límites de la conciencia. Correspondencia entre el piloto de Hiroshima Claude Eatherly y Günter Anders. Ha sido editada por Piados en 2003, con traducción de Vicente Gómez Ibáñez. El volumen incluye los «Mandamientos de la era atómica» de Anders (pp. 42-54) y la correspondencia propiamente dicha se abre con una cita de Shelling
Fue una gran idea aceptar voluntariamente el castigo por un crimen inevitable y así, perdiendo la propia libertad, dar prueba de esta misma libertad
Russell, el gran lógico, matemático y filósofo inglés no siempre suficientemente recordado actualmente, en el prefacio del ensayo, señalaba que le resultaba muy difícil creer que los médicos que diagnosticaron la demencia de Eatherly estuvieran convencidos de lo acertado del diagnóstico. Su único error «fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en la brutal masacre». Sin embargo, hace apenas tres o cuatro años un investigador de Harvard, Joshua Jones, seguía arguyendo que Eatherly había adoptado el papel de víctima sin sentirse realmente como tal3.
En la carta fechada el 3 de junio de 1959, dirigida al señor Claude R. Eatherly, Formerley Major U. S. Air Foce, Veterans Administration Hospital Waco, Texas, Günther Anders señalaba:
El hecho de hacer daño a un solo hombre – y no estoy hablando de darle muerte -, pese a ser algo concebible, no es fácil de «superar». Pero aquí se trata de algo completamente distinto. Usted tiene la desgracia de haber dejado detrás de sí 200.000 muertos. ¿Y cómo iba a ser posible sentir dolor por la muerte de 200.000 personas? ¿Cómo iba a ser posible lamentar algo semejante? No sólo usted es incapaz de hacerlo, nosotros tampoco podemos, nadie puede hacerlo. Por más que lo intentemos, aquí el dolor y el arrepentimiento son impotentes. Así pues, Eatherly, usted no tiene la culpa de que sus esfuerzos sean inútiles. Esta inutilidad es consecuencia de lo que anteriormente he denominado el carácter radicalmente nuevo de nuestra situación, a saber: el hecho de que, en cierto modo, podemos producir más de lo que somos capaces de representarnos; el hecho de que los efectos resultantes de los instrumentos que nosotros mismos hemos producido son tan grandes que ya no estamos preparados para representárnoslos. Tan grandes que ya no podemos concebirlos, tan grandes que ya no podemos hacerles frente. No se reproche usted que su arrepentimiento sea insuficiente. Sólo faltaría eso. El arrepentimiento no puede bastar. En cambio, el fracaso de sus intentos es algo que evidentemente usted debe experimentar y soportar diariamente: solamente esta experiencia del fracaso puede sustituir al arrepentimiento, sólo ella puede evitar que volvamos a enredarnos en hechos tan monstruosos. Así pues, dado que sus esfuerzos son inútiles, es perfectamente comprensible que usted reaccione con pánico y desorientación. Incluso podría decirse que esta reacción es signo de su salud moral, pues demuestra que su conciencia sigue viva.
El método habitual para hacer frente a aquello que es demasiado grande consiste en una maniobra de ocultación: en seguir viviendo exactamente como se vivía antes, en retirar lo sucedido de la mesa de la vida, de modo que la culpa demasiado grande no se viva como culpa alguna. Consiste, pues, en querer superar algo sin intentar hacerle frente. Como hace, por ejemplo, su camarada y compatriota Joe Stiborik, el responsable del radar del Enola Gay, al que gustan de ponerle a usted como ejemplo, pues este hombre sigue viviendo con optimismo y explica con muy buen humor que «se trató simplemente de una bomba, sólo que un poco más grande». Este mismo método lo ilustra todavía mejor ese presidente que le dio a usted la señal go ahead, la misma que usted dio a los pilotos que tenía a sus órdenes: él se encuentra, por lo tanto, en la misma situación que usted, o incluso en una situación peor. Pues lo que usted ha hecho, él lo ha omitido. En efecto, hace algunos años – no sé si esto llegó a sus oídos-, invirtiendo de la forma más ingenua toda moral, su presidente declaró en una entrevista que no sentía el menor pang of conscience, lo que supuestamente demostraba su inocencia; y recientemente, al hacer un repaso a sus vida con ocasión de su 75 cumpleaños, ha dicho que de lo único que se arrepiente en su vida es de haberse casado a los treinta4. Creo poco probable que usted envidie la suerte de ese clean sheet. Estoy completamente seguro de que si un delincuente habitual declarase que no siente ningún remordimiento de conciencia, usted no tomaría sus palabras como una demostración de su inocencia. ¿No es un tipo ridículo un hombre que huye de sí mismo? Usted aunque fracase en el intento, hace todo lo humanamente posible. Intenta seguir viviendo como el que ha hecho lo que ha hecho. Y esto es lo que a nosotros nos consuela. Aunque precisamente por permanecer idéntico a su acción, ésta lo ha cambiado. (…)
Pues bien, de Anders, y ésta es la tercera de mis recomendaciones, se ha publicado recientemente una antología de su obra, poco conocida aún en nuestro país por lo demás, en Los Libros de la Catarata, en la colección Pensamiento crítico que dirigen Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann: Günther Anders, Filosofía de la situación. La edición y presentación ha corrido a cargo de César de Vicente Hernando.
Se recogen en este volumen siete textos del autor. El último de ellos, «Diez tesis sobre Chernóbil» está fechado en 1986 y fue presentado por el filósofo alemán al Sexto Congreso Internacional de Médicos por el Impedimento de una Guerra Nuclear.
La última de sus tesis se cierra con las siguientes palabras:
Queridos amigos, hace veintiocho años -como ya he recordado- formulé en Hiroshima el mismo lema: «Hiroshima está en todas partes», después lo convertí en el título de un libro.
En esta época, quería decir que cada punto de nuestra tierra podía ser alcanzado y aniquilado exactamente como Hiroshima. La situación actual es peor.
Porque con un solo Hiroshima, poco importa dónde tenga lugar, poco importa que sea Harrisburg, Chernóbil o Wackersdorf, y poco importa que suceda en tiempo de guerra o durante nuestra pretendida paz; con un solo Hiroshima, todos los demás lugares de nuestra bien amada tierra podrían convertirse conjuntamente en un inmenso Hiroshima, e incluso peor. Porque todos los lugares están unidos no solamente en el espacio, sino también en el tiempo y pueden así ser alcanzados y a lo mejor ya lo han sido. Si no actuamos hoy, es posible que nuestros nietos nuestros biznietos perezcan con nosotros, por nosotros. Entonces nosotros, los hombres de hoy, y nuestros ancestros, finalmente no habremos existido jamás.
Es necesario, es casi imprescindible que resuene el eco de las palabras finales de Anders «…los hombres de hoy, y nuestros ancestros, finalmente no habremos existido jamás».
1 Dicho sea entre paréntesis, y en nota para disimular. María Vacas Sentís admitía su desconocimiento del tema hasta fechas recientes. Su probable juventud la disculpa desde luego. No es mi caso, supero la cincuentena, y, en cambio, yo también he sabido de la historia en fechas muy recientes al leer el libro de Santiago Alba Rico. Se me habían pasado, sin prestar la atención debida, todas las referencias a la historia del piloto americano.
2 Sobre este punto me atrevo a recomendar, con cierto impudor y entre susurros, una larga conversación que he mantenido con Eduard Rodríguez Farré sobre la salud humana y la industria nuclear que está a punto de publicar la editorial de El Viejo Topo. El libro cuenta con las aportaciones de Enric Tello, Jorge Riechmann, Joan Pallisé, Joaquim Sempere y Santiago Alba Rico. No se pierdan el glosario.
3 Tomé nota de esta última información navegando por la red pero no puedo precisar autoría ni fuente. Creo que se trataba de la carta que una persona conocedora del tema había enviado a una página donde se discutía del tema.
4 La cursiva es mía, pero creo que Santiago Alba Rico también llamaba la atención sobre este mismo punto.