Alguna vez he escrito, ya, sobre André Malraux, en algún sitio. Pero Malraux es tan apasionante para mí que tengo épocas en mi vida en las que vuelvo a leerle y vuelvo a repensarle (al ser un genio tan complejo, esto no sólo es perfectamente posible, sino gratamente enriquecedor). Ahora intentaré volver a […]
Alguna vez he escrito, ya, sobre André Malraux, en algún sitio. Pero Malraux es tan apasionante para mí que tengo épocas en mi vida en las que vuelvo a leerle y vuelvo a repensarle (al ser un genio tan complejo, esto no sólo es perfectamente posible, sino gratamente enriquecedor). Ahora intentaré volver a aclararme a mí mismo acerca del genio, aprovechando estas líneas. En su día le califiqué como «el mejor imitador de sí mismo», y creo que estaba en lo cierto, porque creó un estilo que otros han intentado imitarle con mayor o menor fortuna, pero nadie ha llegado a ser Malraux mejor que el propio Malraux (el que lo intentó con más ahínco, afrancesado hasta en eso, fue Jorge Semprún/Federico Sánchez; ese mal guionista francés del que hablara alguna vez «Pacumbral»).
Posiblemente no haya habido mayor ejemplo en el siglo XX de escritor-aventurero a lo grande. Una «Antoñita la fantástica» de las letras y de la política, pero a lo grande siempre. Un Byron con acento gabacho. Un simple repaso por sus obras nos da idea de que, literariamente, es uno de los más grandes del Siglo XX: desde su obra maestra, «La condición humana» (Premio Goncourt), hasta sus míticas «Antimemorias», pasando por «La vía real», «Los conquistadores» (debate con Trotski incluido, al hilo de este libro), «El tiempo del desprecio» (despreciada por él mismo, cuando cambió de acera política), «La esperanza», dan idea de que estamos ante un gran escritor. Si a ello unimos que traficó con obras de arte en Oriente y fue condenado por ello (aunque sus mamarrachadas orientales sirvieron para salvar un templo khemer), que capitaneó una escuadra de aviones en España sin saber volar (que le pregunten a Hidalgo de Cisneros), que fue un resistente antinazi extraño, que él mismo llevó al cine un libro suyo, que se enamoró de De Gaulle y siempre estuvo en sus gobiernos, que escribía de arte sin ser experto y que quería irse a pegar tiros a Cachemira al final de sus días, comprobaremos que posiblemente su mejor personaje novelesco fuese sí mismo. Tras veinte años peleándose con sus ex-coleguillas, los comunistas, va a China a ver un rato a Mao, lo logra y se queda extasiado delante de él. Luego verá su foto en La Sorbona, junto a las del Che, Lenin y Fidel, y le entrarán ganas de destrozar tanto icono subversivo. Sus ideas, como su flequillo, iban ya para el otro lado. «Oiga, que yo combatí en España», espetaba un anciano a una estudiante que le impedía la entrada a las jornadas subversivas de la universidad. «Sí, como Malraux», contestó la puñetera sabionda.
Con él nunca se sabía si lo que contaba era realidad o ficción, pues iba inventando sobre la marcha su propia realidad y releyendo su propia historia (de modo parecido a como describiera Orwell en «1984»). El momento sublime de estas invenciones llegó con las «Antimemorias» (alguien capaz de escribir unas «antimemorias» es capaz de cualquier cosa). En ellas realiza esbozos de cosas, personas o libros. Y cuando la realidad no le gusta, se la inventa y asunto terminado: así se inventó al Mao que le dio la gana, y la entrevista descrita en el libro fue como él hubiera querido que fuera, no como sucedió en realidad. Pero ya se sabe que el artista es un Dios a su manera, que crea como le parece oportuno.
Nunca tragó a la Beauvoir ni a Sartre, y tuvo con ellos tanganas importantes, por cuestiones políticas y de otro tipo. Decía algo en lo que tenía razón (y yo, sartriano sentimental, debo reconocerlo): el exceso de inteligencia perjudica a las novelas, pues la realidad no está a la altura de esa sobredosis de cultura que describen algunas novelas. Y a Sartre le pasaba.
Camus, cuando recibió el Nobel, comentó que debía haber sido para Malraux. El Ministro se infló de orgullo como un globo gigantesco a punto de echar a volar. A los comunistas, desde que se acomodó bajo el ala derechista de «Chalsdegol», ese dictador blando o ese demócrata autoritario, como sea, les dedicó lo mejor de su visceralidad política. Tenía que hacer méritos entre las derechas, claro está, pues él venía de donde venía. Y cuando iban los comunistas a reventarles los actos a los gaullistas, Malraux se encaramaba a la tribuna y, lleno de tics, les gritaba por el micrófono «¡por fin llegáis, os estuve esperando en Guadalajara y no vinísteis». Mentira todo, pero… ¡qué bien dicha! Decía Cela de Dionisio Ridruejo que era un señor que había pasado toda su vida equivocándose, a lo mejor se le puede aplicar a Malraux. O no, que diría un gallego.
Al final de sus días casi se va a pegar tiros por Cachemira: ni su sobrepeso, ni el alcohol ni sus setenta años se lo impedían. Aventurero siempre. Llevó «la Gioconda» a Estados Unidos, obnubilado con Jackie Kennedy (después Onassis), y ésta montó una cena donde tuvo la precaución de no sentar a la mesa a ningún Nobel (era su espina clavada, claro). Firmó manifiestos contra nuestro Centinela de Occidente cuando éste, un mes antes de verle la cara a Dios, se llevó por delante a cinco chicos, fusilados al alba, como era costumbre aquí.
Poco después moriría el propio Malraux. Fue un vividor que acertó en lo literario y que tuvo tiempo de equivocarse en casi todo lo demás. Pero a lo grande. Un genio.