Cambios profundos en la estructura del neoliberalismo no son posibles dentro del actual orden político. La Constitución vigente es una camisa de fuerza que impide cualquier movimiento liberador del cuerpo social. Lo saben los que se han opuesto a las demandas de las organizaciones sociales y que para sortear las presiones, al final terminan aprobando […]
Cambios profundos en la estructura del neoliberalismo no son posibles dentro del actual orden político. La Constitución vigente es una camisa de fuerza que impide cualquier movimiento liberador del cuerpo social. Lo saben los que se han opuesto a las demandas de las organizaciones sociales y que para sortear las presiones, al final terminan aprobando leyes mediocres sobre lo que el pueblo exige.
Esta que vivimos es un remedo de democracia. Una burla.
Por eso cuando por algún descuido una anomalía de rasgos democráticos cruza el burladero y se instala en el sistema, se vienen los problemas. Una anomalía -entendida como una contradicción al paradigma que le da forma al orden-, necesariamente aumenta en varios grados las tensiones internas creando contradicciones de alta peligrosidad. El sistema pierde el equilibrio. Es lo que está sucediendo a raíz de las denuncias de corrupción que afectan a la casta política. Un sistema intrínsecamente autoritario como el que padece Chile, no puede -a riesgo de su propia supervivencia- aceptar en su seno iniciativas democráticas reformadoras. Tarde o temprano van a corroer su base de sustentación.
Veamos qué ha ocurrido con una de las condiciones esenciales para la subsistencia, desarrollo y vitalidad del sistema: la impunidad, que ha sido un requisito necesario para el acoplamiento de los engranajes sistémicos y el lubricante que permite su movilidad.
Hasta ahora, era impensable la existencia de algún mecanismo que la prohibiera, o peor aún, que la persiguiera cual si fuera un delito. Entonces, cualquier procedimiento que por su condición y naturaleza fuera capaz de afectar el mecanismo de lo impune, en tanto conducta sistémica, se transforma en una anomalía que de no ser extirpada, tenderá a una acumulación de energía que pondrá en peligro la vitalidad e incluso la existencia del sistema.
Es el caso del Ministerio Público. Permitir en una sociedad no democrática una institución con altos grados de autonomía respecto del poder político, es una anomalía sistémica. Dejó al descubierto el mecanismo que mientras se utilizó y era aceptado, fue capaz de generar la configuración del orden político y jurídico que sostiene la superestructura de la nación: el financiamiento irregular y secreto de la política.
Un sistema judicial como el actual, con todo y sus falencias, es una anomalía dentro del sistema. Al quedar en manos de fiscales y jueces que por la naturaleza de sus funciones han salido de la órbita ordenadora de los políticos corruptos, dejó abierto un flanco anómalo que finalmente fue el que desbarrancó una alzaprima esencial para el modelo: la impunidad.
El desparpajo, frecuencia, amplitud y eficiencia con que los poderosos compraron políticos durante la etapa de continuación de la dictadura, y que permitió el entramado de leyes que se instalaron con descaro, y sin vergüenza, estaba anclado en la certeza de que todo lo hecho iba a pasar sin punición alguna.
Se ha demostrado que donde hayan intereses económicos de grandes magnitudes -minería, pesca, inmobiliarias, aguas, bosques, energía, transporte, vías, planos reguladores, servicios, fondos previsionales, salud, etc.-, hay leyes que fueron hechas por quienes eran pagados para el efecto. Y no les pasó nada. A contrario sensu, muchos de esos legisladores, impunes constructores de todo lo malvado que recorre Chile, han sido reelegidos con una frecuencia de espanto.
Aun cuando muchas voces se hayan alzado reiterando las denuncias de abuso y colusión, aun cuando sindicatos y organizaciones hayan gritado a voz en cuello la traición de las reformas prometidas, a los políticos, premunidos de un exoesqueleto que los hace vivir a salvo del castigo y del honor, no les pasó nada.
Surge la pregunta si el sistema seguirá permitiendo anomalías que ponen en riesgo lo alcanzado. El movimiento social ha hecho esfuerzos para instalar discusiones que apuntan al corazón del modelo. ¿Serán posibles ahora que se han activado todas las alarmas? ¿Soportará el sistema aumentar sus grados de incertidumbre permitiendo anomalías incluso mayores y por lo tanto más peligrosas para su propia supervivencia? ¿O en un rapto de angustiosa y genuina autodefensa cerrará la puerta a todas las reformas que traigan en su naturaleza el gen de la anomalía?
La composición del nuevo gabinete ministerial -y el alborozo con que fue recibido por El Mercurio y el empresariado nacional y extranjero- está dando respuesta a esas interrogantes. El gobierno ha iniciado con esta comparsa ministerial un viaje de retorno a los orígenes de la Concertación. Su tarea es tranquilizar al empresariado y continuar deshaciéndose del lastre programático que lo arrastraba al reino de las anomalías y las incertidumbres. El equipo ministerial, asimismo, levantará los cortafuegos que permitan poner límite a la investigación de la corrupción. Se plantean nuevos desafíos en extremo difíciles a las luchas del pueblo por abrir paso a otra institucionalidad. Sin embargo, hay que estar optimistas porque también del lado de las masas se ha recorrido un camino de aprendizaje. La crisis política ha abierto los ojos a muchos que no querían ver que Chile está atrapado en una camisa de fuerza institucional que impide surgir a una alternativa social y política inspirada en profundos principios de honestidad, valor y justicia.
Editorial de «Punto Final», edición Nº 828, 15 de mayo, 2015
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