La participación masiva en las últimas marchas estudiantiles ha sido un fenómeno explosivo e inesperado ¿Qué explica dicha participación masiva? ¿Qué particularidad tiene este conflicto estudiantil? Son las interrogantes de estos días. Muchos intentamos interpretar este fenómeno y creo que se converge hacia un relativo consenso que considera este conflicto como continuidad de un proceso […]
La participación masiva en las últimas marchas estudiantiles ha sido un fenómeno explosivo e inesperado ¿Qué explica dicha participación masiva? ¿Qué particularidad tiene este conflicto estudiantil?
Son las interrogantes de estos días. Muchos intentamos interpretar este fenómeno y creo que se converge hacia un relativo consenso que considera este conflicto como continuidad de un proceso que se ha venido desencadenado espasmódicamente desde hace algunos años; que hay un «hilo rojinegro» (broma) que lo entreteje, en particular en el caso de las movilizaciones de los estudiante de secundaria.
Hay dos momentos con características similares que anteceden al actual: el «mochilazo» de 2001 y la «revolución pingüina» de 2006. En primer lugar, ambos son procesos imprevistos por las organizaciones políticas y por el Estado; surgen de improviso y todas las instituciones, incluida la izquierda institucional, sea republicana o reformista, reaccionan ex post y a tientas tal y como le sucede ahora a un gobierno desorientado e inexperto. En segundo lugar, enarbolan prácticamente las mismas demandas aunque ahora profundizadas y en choque frontal con el modelo educacional y con el propio orden económico social. La demanda por el pase escolar del «mochilazo» se acopla a la exigencia del fin del lucro como ya lo habían puesto en el tapete los estudiantes de secundaria en 2006, y ambas se vuelven a significar hoy al elaborarse con una sencillez asombrosa, una profunda crítica a las bases mismas del modelo educacional y a la racionalidad con que se construyó y funciona el «Chile realmente existente»…. Por ello, de súbito, ya es casi sentido común y a nadie escandaliza, demandar la re-nacionalización del cobre, la reforma tributaria, la des-municipalización sin privatización. Y finalmente, como tercera característica de importancia central, el movimiento ha preservado, e incluso desarrollado, ciertas formas organizativas -vocerías, revocabilidad de los dirigentes, soberanía de las asambleas, etc.- que expresivas de un potencial de radicalidad democrática y autonomía poco conocidos en el campo de la acción social y política chilena.
Si uno trata de dar mayor sentido a estas líneas de continuidad, la pregunta más precisa es: ¿Cómo caracterizar esta movilización social que ocurre en un contexto de crecimiento económico, en ausencia de desempleo masivo, de bajas salariales o de una situación de pobreza masiva y creciente? Lo que hay es una explosión en otras condiciones: en condiciones de inclusión social; no se trata de las masas menesterosas clamando por pan; no se trata de «marchas del hambre» como en los años setenta y ochenta. La derecha neoliberal, apelando a su batería teórica fundada en el individualismo hedonista, ha caracterizado la situación asemejándola a una crisis de expectativas. En su versión más vulgar, se trataría de un malestar de los sectores «aspiracionales» que por pura envidia frente a los exitosos, reaccionan con la protesta. Más allá de su evidente superficialidad, este razonamiento, sin embargo, puede revelar una tensión social más estructural propia del neoliberalismo maduro: un malestar expresivo de las dificultades objetivas que ciertos sectores sociales recurrentemente enfrentan para sostener en el tiempo sus condiciones de vida, o bien, porque todos o parte de ellos, tal vez los más ilustrados, toman conciencia de los perversos resultados de largo plazo del modo de vida proclamado por el neoliberalismo. En efecto, es el propio funcionamiento del modelo -no su colapso- el que muestra que los logros se vuelven ficticios, vacios y tóxicos, pues el presente se ha vuelto precario y el futuro una hipoteca.
Desde este punto de vista, las casi cuatro décadas de neoliberalismo en Chile ya muestran crecientemente y en muchos planos las limitaciones propias del modelo; las tensiones se perciben como resultados de reformas realizadas y maduras y no como reformas pendientes. Así con la educación, la salud, la previsión, la vivienda, la cuestión urbana, el transporte… Las fisuras de un modelo que no puede resolver los problemas que «la gente» empieza a sufrir y frente a los cuales, tarde o temprano, ella misma deberá obligadamente pronunciarse.
Por otra parte y en conexión con la composición del activo social, una característica sobre la cual hay que poner atención, es que las franjas participantes o de apoyo han sido «educadas» bajo el neoliberalismo y por tanto permeadas por una cultura individualista. El mismo movimiento contiene en su interior contrafuerzas gravitantes que eventualmente pueden limitar su constitución y desarrollo. Dichas contrafuerzas comparten el malestar masivo pero sin compartir necesariamente la disposición y voluntad requeridas para la conformación de un sujeto social colectivo. ¿Qué efectos prácticos puede implicar esto? Que si a los estudiantes de los CFT, los IP o de Universidades Privadas que, salvo excepciones, no se han movilizados, se les condonan deudas u ofrecen otros beneficios, su posición puede pasar de un apoyo pasivo a una franca oposición manipulable por el poder. Hasta hoy el movimiento no ha avanzado sobre temas más complejos de la educación como el rol de un sistema nacional educacional en un país no desarrollado o sobre el carácter político-cultural de los contenidos educativos propiamente tales. Las demandas apuntan hasta ahora solo al entramado institucional buscando reformarlo para garantizar una «educación pública, gratuita y de calidad». En ese contexto, la ausencia de un proyecto educacional en Chile, fortalece la capacidad de maniobra del gobierno y las clases dominantes por la vía del manejo distributivo de los recursos financieros -que los hay- y hace más vulnerable al movimiento estudiantil, sobre todo si la conjunción coyuntural de malestares que se expresa en la calle carece de una identidad como fuerza social y programática. El movimiento tiene una cáscara colectiva, pero no es aún un movimiento orgánicamente colectivo. Y ese es un problema crítico, por lo cual el desarrollo de la fuerza social y programática, incluidas las tareas de formación política, son centrales.
Por último, creo que lo que no puede llamar a confusión, por lo menos a las franjas de la izquierda «desconfiada», es suponer que éste es un movimiento que clama por representación en la esfera de lo político. Toda la izquierda tradicional, republicana o reformista, así como la Concertación y sus derivados, así lo creen y afinan sus artes elaborando ardides para capturar el movimiento, para vehiculizarlo a la esfera de lo político-institucional, hasta domesticarlo o extinguirlo. Por el contrario, la izquierda desconfiada, cuyo objetivo estratégico es constituir un sujeto soberano y politizar lo social, más que preguntarse por las posibilidades de representación del movimiento, debe indagar sobre las potencialidades y posibilidades de auto-representación del mismo y su constitución como sujeto social y político. Y ahí es donde encontramos debilidades, como ya las hubo cuando estallaron las movilizaciones de los estudiantes de secundaria en 2006 y las luchas de los subcontratistas al año siguiente, 2007.
Así pues, a pesar de lo sorpresivo del estallido hay elementos de continuidad que hay que escudriñar para obtener una caracterización más precisa de este movimiento y de la propia sociedad chilena. Ello es imprescindible para la adopción de una táctica adecuada y no exagerar la nota respecto a las posibilidades tanto de la coyuntura como de la situación política en el marco del nuevo período que se abrió con el Gobierno de Piñera. Entendemos el estallido como síntoma de «algo», un síntoma de este proceso de maduración del modelo que, entre otros, hace muy ostensible el problema de la desigualdad. Las contradicciones del modelo maduro no reclaman tácticas de resistencia sino tácticas de propuestas, de alternativas de acción social y política; la maduración de las contradicciones propias del modelo exige nuevas opciones. Si no captamos el sentido histórico de esta nueva fase en ciernes, toda la política y todas las orgánicas, se verán sorprendidas ya que precisamente por tratarse de un momento nuevo no existen aún los recursos discursivos ni interpretativos adecuados, ni las capacidades sociales para integrarse naturalmente en esos movimientos y constituirse como fuerza política a la par que ellos mismos lo hacen.
¿Qué proyección política puede tener en el movimiento estudiantil?
Mirado desde una perspectiva autoemancipadora, es decir, teniendo en mente los esfuerzos por construir de un sujeto soberano, una fuerza capaz de superar la idea de la política como un espacio institucional ad hoc, separado de la sociedad y ejercido por «profesionales» en los cuales las masas deben depositar su representación, las luchas actuales son mucho más ricas que las de los años noventa y las de inicios del siglo XXI. No sólo son nueva escuela para grandes contingentes de jóvenes, sino que además inauguran un período que obliga a sintetizar demandas, a elaborar propuestas, a imaginar proyectos; su constitución como fuerza social corre en paralelo con la constitución de fuerza teórico/programática, y por tanto, a su emergencia como una de las franjas de la futura fuerza política. El sujeto político colectivo se constituye en su vivir político propiamente tal y politiza lo social desplazando la política del espacio institucional al espacio de la sociedad; arrebata la política a los burócratas y la asume como su espacio de constitución vital. En un momento en que la política en su tradición liberal representativa, y los partidos que han vivido de ella, incluida por cierto la izquierda confiada, ostentan debilidades estructurales, se evidencian las potencialidades del momento histórico presente, potencialidades que pueden abrir paso a esa alternativa auto emancipadora.
La incomodidad del sistema político y sus funcionarios no deja manifestarse frente al «desorden» que caracteriza al actual movimiento, por ejemplo, cuando el nuevo ministro de educación, Felipe Bulnes, reclama a los estudiantes de secundaria su falta de organización (convencional y burocratizada) y justifica así la imposibilidad del diálogo. Una lectura más atenta de la renuencia al diálogo por parte de los estudiantes no hace sino revelar, especialmente en el movimiento de secundaria, que se ha procesado el nefasto impacto que provocó la burocratización del conflicto tal y como ocurrió con la mega Comisión de Bachelet, subterfugio que logró disipar la energía politizadora del huracán pingüino y ganar un poco más de tiempo: casi cuatro años. Pero más allá de la experiencia y el aprendizaje de las franjas más inteligentes del movimiento -y la pausada constitución de una pequeña pero creciente masa crítica- emergen nuevas prácticas y concepciones de la política; éstas prácticas están sumergidas en dichas formas de acción social y emergen casi instintivamente. Desde esa perspectiva, no es solo que el diálogo no funcione por la «crisis de representación» sino también porque el movimiento es renuente a las prácticas formales de la política e incluso a la representación misma como concepto de lo político. Entre líneas y en potencia se lee que la esterilidad de la política formal no solo deriva del desprestigio debido a la corrupción y el oportunismo de los «profesionales de la política», sino de un sistema político representativo que -como concepto e institución e independientemente del «binominalismo» o de los procedimientos de inscripción y voto- ha sido hasta ahora impotente para procesar la vitalidad del movimiento. En el fondo la incomodidad de Bulnes, así como la manifestada episódicamente por la Concertación y por la propia izquierda confiada, deriva de las significativas tendencias autónomas que -aún latentes, es decir, no convertidas en fuerza colectiva propia y principal- ostenta el movimiento estudiantil, especialmente el activo de secundaria y el universitario regional.
En este sentido, la potencialidad del movimiento también se expresa en sus formas de organización que ponen el acento en la auto-representación y en diversas prácticas de radicalidad democrática. En muchos casos se trata de la eventual emergencia de una cierta «ética» que privilegia la existencia de lo colectivo, de la comunidad de voluntades, por sobre el impulso de individualidad. Es la vieja escuela de la práctica que, bajo ciertas condiciones históricas, acuna sujetos y proyectos emancipadores. La larga épica obrera y popular, inspirada en el marxismo, en las ideas socialistas, libertarias, cristianas y otros idearios emancipadores, expresaron esta nueva ética de la humanidad como emplazamiento directo a la inhumanidad del capital. Las luchas de los desposeídos y explotados avanzaron desde las reivindicaciones salariales y de mejores condiciones de trabajo hacia la demanda por la abolición del propio modo de vida capitalista. Este proyecto, provisto de un profundo contenido ético, se propuso también la emergencia de una humanidad nueva, artífice de su propia historia, dónde la realización colectiva fuera condición para la realización individual. Este aspiración a una relación virtuosa entre individuo y colectivo, negada recurrentemente por el capitalismo y las experiencias «estatalistas» de inspiración socialista, se nos aparece como necesidad urgente frente a la dinámica del capital que nos arrastra al barranco, y está latente también en las prácticas emancipadoras de los movimientos actuales.
Las formas de organización con base en instancias de deliberación colectivas -aunque muchas veces parezcan ineficientes-, la idea del vocero como mero exponente de la voz común, la idea de un cuerpo colectivo que toma decisiones colectivas y por lo tanto «si erramos, erramos todos y si triunfamos, triunfamos todos», son pequeños ejemplos de esa relación virtuosa. Cuando la realidad, los hechos sociales y políticos, son resultado de voluntades comunes, una creación común y consciente, se generan una fuente de identidad y una praxis de construcción muy robustas: «soy obra de esta historia tanto como esa historia es mi propia obra». El intento bien o malintencionado de administrar esas tendencias y energías colectivas, generalmente termina disipando -a veces ahogando trágicamente- las energías colectivas. Más de una vez, las decisiones de autonomía han sido la respuesta espontánea frente a la manipulación, la cooptación y al acuerdo a espaldas de los actores. Y de eso hay mucho en este país. Las tendencias a la independencia de lo social, las prácticas de autonomía, presentes en las movilizaciones de los últimos años, deben ser entendidas como potencias emancipadoras y estimularse, desarrollarse, más que adocenarlas intentando acumular fuerza propia a costa de ellas; hay que abrir paso a una politización de lo social. El proyecto emancipador -no sobra recordarlo- tiene que responder no sólo a la debacle del capitalismo sino también a la debacle del proyecto de construcción socialista donde las relaciones partido-masa y estado-sociedad, fueron maltratadas al punto de que ahogaron la vitalidad de las propias fuerzas que lo originaron. Si hay una discusión de primer orden en el marxismo y en las corrientes emancipadoras hoy día, es en torno a este punto crucial.
Por ello, vocerías, deliberación colectiva, asamblea, construcción de colectivos, horizontalidad, auto-representación, formas organizativas que arrancan con las prácticas de los años noventa y que los estudiantes de secundaria han mantenido desde 2001 hasta hoy, deben cuidarse y estimularse. Hay que cuidarlas no solo de la reacción de las clases dominantes y su necesidad de imponer el «orden», sino también de las tentaciones de la izquierda tradicional que debe demostrar al poder su capacidad de maniobra para fortalecer su lugar en las instituciones de la República y su sistema político representativo. Ya Tellier nos adelantó algo en su entrevista en La Tercera del domingo 7 de agosto pasado.
Para caracterizar un movimiento y sus luchas usualmente se recurre a su composición de clase y/o a los contenidos programáticos que éste levanta. Sin embargo, en la actualidad, hay que agregar otra dimensión, una variable anteriormente secundaria: me refiero a las formas organizativas. En las condiciones actuales de desarrollo del capitalismo, las formas son contenido y por tanto son cruciales en la configuración del carácter de un movimiento. Por decirlo de un modo aproximado: un mismo programa levantado por una misma constelación de fuerzas sociales puede adquirir un carácter radicalmente distinto con una táctica restringida al campo de la política representativa y del Estado, o si, alternativamente, se realiza como ejercicio de sujetos colectivos auto-representados que ejercen soberanía en y más allá del Estado. Mientras esas formas no sean convertidas conscientemente en proyecto, las tendencias que permiten caracterizar las potencialidades emancipadoras de un movimiento, incluso a espalda de los propios sujetos implicados, se relacionan muy estrechamente con esas formas de organización y métodos de trabajo colectivos. Lo que aparece como desorden a ojos de las clases dominantes y de los burócratas de la política, expresa la latencia de prácticas emancipadoras que tarde o temprano romperán la camisa de fuerza liberal-burguesa con que se concibió y ejerció hasta hoy «la política».
¿Y los trabajadores? ¿Qué se puede decir de su ausencia y de la idea del «ciudadanismo» que se ha ido instalando en los movimientos sociales? ¿Cuáles son las implicancias de este nuevo paradigma social?
Por más de tres décadas la teoría social, la historia y la política han dejado de considerar al trabajo humano como concepto clave y determinante en la configuración y dinámica de la sociedad, desplazándolo del lugar central que antes tenía en ellas. Paralelamente, la clase trabajadora, y en especial la clase obrera, ha desaparecido de la escena política e incluso de la propia producción -tema sobre el cual volveremos. La derecha ha sustituido esta clase por categorías como el «emprendedor» y el «consumidor»; la izquierda «progresista», en distintos momentos, por las categorías de «el ciudadano», «las mujeres», «las minorías sexuales»; y los tecnócratas de toda estirpe, como objeto de las políticas públicas, por «los sectores vulnerables», «los pueblos originarios» y «los pobres»: ciudadanos pobres, mujeres pobres, minorías sexuales empobrecidas, niños pobres, ancianos pobres, etc., claramente todos pobres, pero en cuanto tales, sin el glamour que exige la moda intelectual del momento.
Ese desplazamiento del trabajo y los trabajadores, ha dado paso a la emergencia de multiplicidad de sujetos sociales. Para las corrientes postmodernas más reaccionarias, tales sujetos finalmente se diluyen en una masa de subjetividades particulares (individuales) no susceptibles de aglutinar o responder a «lógica de equivalencia» alguna; tales subjetividades son inconmensurables y no dan siquiera para populismos; es el fin de la política y de todo valor universal. Otras, las menos conservadoras, reconocen la plausibilidad de la conjunción de intereses transindividuales y reponen la política pero solo como fenómeno episódico, contingente y transitorio, tanto como lo es una coyuntura particular. Para éstas, los conflictos pueden expresar una subjetividad colectiva pero por única e irrepetible vez; no hay lugar para la memoria colectiva ni para ningún presente histórico que contenga en potencia un futuro colectivo; todo es contingente, ningún horizonte histórico, ninguna verdad y ninguna utopía, siquiera como idea reguladora o recurso movilizador. En oposición a éstas corrientes y en defensa de las promesas de la modernidad, más esperanzador ha resultado el esfuerzo de las teorías que relevan el rol de la acción comunicativa y la construcción de consensos sociales como campo de acción privilegiado de la política. Sin embargo, de todos modos, en la época del «giro lingüístico», la centralidad del trabajo ha desaparecido de escena.
Estas corrientes teóricas han permeado fuertemente a las franjas ilustradas de la sociedad. Un segmento «progresista», haciéndose eco del monopolio ideológico que ostenta la concepción liberal de democracia, ha adoptado con toda naturalidad al «ciudadano» como el sujeto político por antonomasia; el citoyen criollo, que independiente de su lugar en la ciudad -y la producción-, es el soberano del poder político de la nación bicentenaria. Como sea, este ciudadano es el «hombre político», aquél que realiza su libertad ejerciendo soberanía en el espacio de la interacción lingüística en torno a materias de lo público.
Pero sabemos que libertad formal no es igual a libertad sustantiva; esta distinción devela el límite insalvable de toda sociedad de clases. Por ejemplo en este país, aún cuando se eliminaran las ostensibles limitaciones que impone al citoyen criollo la Constitución de Lagos-Pinochet, tales como el sistema binominal, el sesgo presidencialista del régimen político o la ley de financiamiento y funcionamiento de partidos políticos, tal distinción mantendría toda su validez.
La distinción entre libertad formal y libertad substantiva es de la mayor significación en las nuevas condiciones de funcionamiento del capitalismo actual, y si bien nuestras herramientas teóricas apenas balbucean una interpretación del presente post crisis del estatalismo socialista, desarrollos recientes justifican reponer una idea crucial de Marx: la centralidad del trabajo, la centralidad de esa elemental actividad humana que es el trabajo entendido como praxis social productiva y reproductiva.
El capitalismo del nuevo siglo ha extendido su lógica a casi todas las esferas de la vida social transformando en mercancía todo objeto tangible, intangible o virtual susceptible de vender y comprar; ha extendido por doquier las relaciones sociales capitalistas y ha sometido al imperativo de la acumulación a los más diversos espacios personales y comunitarios. Pero así como el capital se extiende, también más actividades humanas se vuelven trabajo, trabajo para el capital. Este proceso ha implicado la emergencia de nuevos contingentes de trabajadores vinculados a la producción de esas mercancías. Sin embargo, en la medida en que tales contingentes y mercancías, especialmente las intangibles y virtuales, adoptan nuevas estéticas no han sido fácilmente reconocibles por la vieja clase obrera o por el sindicalismo clásico. Si entendemos que el capital no es una cosa ni una forma, sino una relación social, quien produce socialización, afectos o conocimientos, tanto como quien produce carbón o zapatos, si lo hace mediado por una relación de compra y venta de su fuerza de trabajo al capital, es un trabajador, produce plusvalía y sirve a la acumulación de capital, independientemente de que él mismo lo crea o no y sea o no reconocido por otros, por ejemplo por los «obreros manuales», en su calidad de tal. La izquierda tradicional y el sindicalismo clásico fetichizaron el trabajo así como el salario, en el primer caso, reduciéndolo a la forma material de la actividad o del producto, y en el segundo, a su forma dinero; su imaginario, su apreciación estética, ha impedido comprender que en el capitalismo actual la clase trabajadora se ha extendido bajo nuevas formas y aumentado su peso a pesar que los empleados en sectores extractivos, agrícolas e industriales, lo disminuyan, incluso en algunas ramas en términos absolutos. Y todo esto sin contar los cientos de millones de trabajadores asiáticos y del este de Europa recientemente incorporados a los circuitos de la acumulación de capital mundial.
Lo señalado ya es argumento suficiente para recuperar la centralidad del trabajo. Sin embargo, el capitalismo actual nos entrega otras razones que, más allá de la dimensión puramente cuantitativa, se relacionan con los aspectos cualitativos de la producción.
El capitalismo del nuevo siglo también ha debido avanzar en otras direcciones. Un área clave ha sido la extensión y profundización de los mecanismos de control socio-culturales requeridos para resolver las contradicciones que derivan de una expansión sistemática y duradera de la productividad del trabajo provocada tanto por el cambio técnico duro -nuevo capital fijo y circulante- como por las sucesivas reorganizaciones de los procesos de producción y trabajo. Mucho antes de la crisis del patrón fordista en los países centrales, el capital extendió su esfera de preocupación desde la producción y circulación de mercancías a la esfera del propio consumo. En efecto, sostener una dinámica de producción creciente de mercancías obligaba generar una capacidad de absorción proporcional por el lado del gasto pero -y esto es lo que queremos relevar- no sólo como mera capacidad de compra sino como disposición a la compra, como disposición subjetiva al consumo. Esto no es trivial, pues si me doy a entender bien, no refiero sólo de la expansión de la demanda -en parte garantizada por la regla fordista de aumentos reales del salario acordes con el aumento de la productividad- sino antes que eso, a la expansión de las necesidades como motor de la expansión de la demanda. Estoy hablando, por tanto, de la administración «racional» de las subjetividades con el fin de inducir un crecimiento incesante de las necesidades y naturalizar así el consumo compulsivo e irracional, el consumo basura y el despilfarro, fenómeno que más recientemente se ha llamado «consumismo». Esta manipulación de las necesidades, cuando se transforma en industria, en industria de la producción de subjetividad para el consumo, inaugura otro momento del capitalismo. De hecho, usando una categoría de Agnes Heller para caracterizar el estatalismo de los ex países socialistas europeos, el capitalismo se ha vuelto una «dictadura de las necesidades», solo que a diferencia de tales regímenes, dicha dictadura opera bajo la apariencia de la libertad, «la libertad de elegir», dirían los esposos Friedman.
Dicho esto, surge entonces una interrogante crucial: ¿Cual es el verdadero carácter de esa escasez con la que se nos aterroriza cotidianamente? ¿Es ésta un límite malthusiano, es decir, un estado natural de desbalance entre población y recursos? ¿O por el contrario, se trata un desbalance artificialmente originado y sostenido sobre la base del modo de vida vigente?
No podemos a desbrozar todas las implicancias que tiene una pregunta de este tipo, pero hay un aspecto que interesa resaltar aquí. Pensemos al revés. ¿Qué pasaría si la sociedad organizada arrebatase al capital el poder que éste ejerce sobre las necesidades y las autoadministrara -definiera, jerarquizara, etc.- en concordancia con el desarrollo de las facultades humanas y de acuerdo a criterios de sustentabilidad social y ecológicas? Sin duda que la escasez impuesta por el capital se volvería superflua. En efecto, esta escasez es resultado de la expansión incesante de las necesidades inducida por el capital y su imperativo de la acumulación. Es fácil darse cuenta de que si el trabajo se hace cada vez más productivo con el apoyo de la ciencia y la técnica, es absurdo que la gente trabaje más y/o más intensivamente. ¿Por qué aumenta el tiempo de trabajo y su intensidad y no el tiempo de no trabajo, el tiempo libre, si es evidente que el trabajo se ha hecho mucho más productivo en una trayectoria de innovación y cambio técnico acelerados y de largo plazo de la que nunca antes se tuvo razón? En efecto: si las necesidades no se desbocaran como sucede bajo el régimen del capital, la jornada de trabajo podría haberse reducido en proporción al aumento de la productividad. Por cierto, factores demográficos -crecimiento poblacional, transición etaria- y la pobreza estructural de décadas, absorben el efecto de una productividad acrecentada pero no completamente como para justificar una intensificación del trabajo y la mantención de un estado de escasez que nos amenaza diariamente. No, no; la clave está en la tiranía del capital que no solo reina en las esferas de la producción y la circulación de mercancías, si no, como ya se ha dicho, también en la esfera del consumo ocupándose de la multiplicación de las necesidades con arreglo a sus fines, que no son, precisamente, los fines de una humanidad emancipada.
Llegado a este punto, podemos entonces relacionar las luchas sociales que toman forma en los movimientos sociales cuya estética evoca actores como los ciudadanos, consumidores, mujeres, jóvenes, etc., cuyos contenidos giran en torno a la democracia, los derechos individuales, el medio ambiente, los derechos reproductivos, etc., con la idea de la centralidad del trabajo.
En efecto, al caracterizar el capitalismo actual como «una dictadura de las necesidades», caemos de bruces nuevamente en la dimensión de la producción y del trabajo, pues: ¿Qué si no significa emanciparse de tal dictadura? Simplemente reclamar soberanía respecto a las necesidades, es decir, de los fines de la producción y por tanto de la distribución de las capacidades productivas humanas, las capacidades colectivas de trabajo, del trabajo social. En simple: arrebatarle esas dimensiones de decisión al capital, significaría construir un orden social en que los propios productores -los trabajadores- fueran capaces de responder a las interrogantes económicas que nos enseñaron en la escuela cuando niños: qué, para quién y cómo producir. Claramente lo anterior significa cruzar el umbral de la libertad formal y entrar directamente al terreno de la libertad sustantiva; no se trata del citoyen que reclama derechos políticos civiles en la esfera de lo político, sino del sujeto colectivo radical, que quiere extender tales derechos a las profundidades de la vida misma, que politiza la existencia social al hacer del propio modo de vida un campo de batalla por el ejercicio de la soberanía.
Con todo no queremos decir que la problemática social y cultural que han reivindicado los movimientos sociales, sea reducible a la centralidad del trabajo. Ello no es posible ni tiene sentido político plantearlo. Pero sí decir que la izquierda tradicional y el sindicalismo clásico, impedidos de superar los límites de una visión fetichizada del trabajo y el salario, no han podido establecer un diálogo estratégico con tales movimientos que permita potenciar sus luchas y unificar fuerzas en pos de una alternativa emancipadora. La izquierda y sindicalismo tradicionales han quedado atrapados en un imaginario que se resiste a ahondar en la complejidad del capitalismo actual. La primera, reduce las luchas de los ciudadanos a los límites de la democracia representativa sin siquiera recoger el legado teórico de una crítica radical al Estado, o peor aún, de las experiencias estatalistas de inspiración socialista que ella defendió; el segundo, limitando sus luchas a mejoras salariales y beneficios monetarios sin atreverse a criticar el contenido social del salario que, a fin de cuentas, es definido por el capital -alimento basura, vivienda basura (cuando la hay), ambiente basura, educación basura, salud basura, transporte basura, cultura basura, etc.- al manipular las necesidades y sus satisfacciones. No estaría de más que nos preguntásemos si tiene algún sentido seguir endosando nuestra soberanía a los profesionales de la política que, es archisabido, terminan subordinando los fines colectivos a sus intereses propios, o también, si lo que queremos es más salario y más ingreso para seguir consumiendo basura y horadando las bases naturales de nuestra propia vida.
Una fuerza más abierta puede entonces relacionar directamente gran parte de las reivindicaciones de los movimientos sociales y ciudadanos con las de los trabajadores; y no para subordinarlas o postergarlas para un incierto futuro posterior a la construcción de la nueva sociedad. No, no. Si, como hemos mostrado, se trata en el fondo de una misma reivindicación, lo correcto es contribuir a radicalizarlas, llevarlas al campo de la emancipación, al campo de la lucha por la libertad sustantiva que implica luchar por hacernos con el control de nuestras necesidades y construir los arreglos sociales que permiten definirlas, jerarquizarlas y satisfacerlas de acuerdo con los fines de los propios productores, o lo que es lo mismo, distribuir y asignar el trabajo social y el tiempo libre, de acuerdo con los fines de los propios trabajadores. Y también a la inversa, aprovechar y potenciar las formas democráticas de acción de tales movimientos; prácticas y métodos organizativos que -en apariencia pre políticas- anuncian la política del futuro.
Así, la centralidad del trabajo, al partir del elemental hecho de la existencia de seres vivientes cuyo imperativo es su reproducción y por ello compelidos a producir las condiciones materiales y simbólicas de su existencia, lo que se releva es un acto eminentemente práctico: el trabajo; una praxis constitutiva que, por más que sus formas hayan cambiado en la época del capitalismo actual, sigue siendo un campo de batalla entre el modo de vida del capital y un modo de vida emancipado de su tutela.
Este artículo se redactó sobre la base de una entrevista solicitada a inicios del mes de agosto por la revista «La chispa» (www.lachispa.cl), experiencia de trabajo autogestionada y común de diversos colectivos estudiantiles de la Universidad de Chile. Se ha cambiado ligeramente la redacción de las preguntas y reordenado el orden original de los temas.
Investigador de Plataforma Nexos, www.plataforma-nexos.cl. Se agradecen los comentarios de Roberto Merino de Actual Marx/Intervenciones y Manuel Ossa y Sara Kries, investigadores de Plataforma Nexos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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