A mediados del siglo pasado, hablar de crisis significaba hacer referencia a una situación contingente, pasajera, no previsible y, desde luego, no insoluble. Hoy en día, el término ha perdido sentido. La “crisis” ha dejado de ser la excepción y se ha vuelto la norma. Unos meses atrás, la crisis era política, económica, ecológica pero también cultural. No era solo que extremistas, como Trump, paulatinamente ganaran terreno hasta posicionarse como claros referentes de una nueva forma de hacer política; la propia oposición entre democracia y mercado, entre solidaridad y egoísmo se ponía encima de la mesa, mientras organismos supraestatales como el FMI anunciaban una crisis económica sin precedente en décadas. Hoy la crisis es también y sobre todo, al menos de momento, sanitaria.
Aun así, no deja de ser curiosa la reticencia con la cual nos negamos a aceptar el hecho de que resulta imposible conservar el estilo de vida, tal como hasta ahora lo hemos desarrollado. No porque sea cómodo para la mayoría, sino más bien porque implicaría transitar hacia la incertidumbre, si bien, previsiblemente, hacia un destino difícilmente peor del que ahora mismo enfrentamos.
Antonio Gramsci llamó la atención, hace tiempo, sobre la importancia de la lucha cultural en la política. Resumiendo, la lucha cultural es una batalla por lo que él denominó como sentido común. Este constituye un terreno siempre en disputa, atravesado por viejos escombros de sistemas filosóficos anticuados, pero también por tendencias avanzadas. Se trata del espacio público desde el cual es posible reorganizar las energías de la ciudadanía en torno a actos de afirmación, resistencia y lucha. Una acción política transformadora debe potenciar las tendencias más avanzadas instaladas en el sentido común para, a partir de ahí, establecer una nueva hegemonía favorable al cambio social.
La crisis del coronavirus que afecta por hoy el mundo entero, ha desmantelado las más diversas tendencias ideológicas en el seno de la sociedad civil. Desde los extremismos de derecha que sostienen que, dado que muchas personas inevitablemente morirán, lo más conveniente es salvar la economía, hasta las posiciones más moderadas de aquellos que creen, en algunos casos con honestidad, que puede reestablecerse un equilibrio que aminore los efectos económicos de la pandemia, al tiempo que se salven tantas vidas como sea posible. Pero también ha logrado que muchas personas vean con claridad que la vida humana está por encima de todo, incluso de los beneficios de las grandes corporaciones. La necesidad de defender a los más vulnerables, de proteger la vida antes que a la economía, es una idea fecunda que se está revelando no como ideología, sino como simple sentido común.
La pandemia además ha mostrado, con total evidencia que quienes están cuidando nuestra vida, son precisamente los trabajadores públicos, muchos de ellos precarizados: los enfermeros, los médicos, el personal de los supermercados, los transportistas, las fuerzas de seguridad del Estado, etc. En resumen el relato liberal, según el cual la acción de agentes económicos que actúan con independencia y voluntad propia es capaz de resolver todos los problemas de nuestras vidas, ha sido fulminado.
No obstante, como en toda crisis, el peligro es enorme. Una vez que pase la tormenta, la derecha se apoyará en ella para desmontar las pocas esferas públicas democráticas que aún persisten, toda vez que haya que pagar las colosales cifras de dinero adquiridas para sortear la pandemia mediante la deuda.
Adicionalmente a ello se presenta otro riesgo. La negativa a cuestionar el carácter fortuito de la situación. Estamos tan acostumbrados a vivir las conmociones, políticas, económicas y, más recientemente ecológicas, que nos hemos habituado a buscarle a cada una de ellas una respuesta particular: la crisis ecológica se resuelve con energías renovables; la crisis económica suprimiendo la conducta irresponsable de banqueros ambiciosos y especuladores corrompidos; la crisi política con mayor democracia y acabando con el sistema de partidos, pero ¿y si todo ello no constituye un aspecto fortuito sino sustancial de todo el funcionamiento del modo de producción capitalista en el cual vivimos?
Tomemos como ejemplo la especulación financiera. Tras la crisis del año 2008, numerosos sectores de la izquierda no dudaron en señalar al sistema bancario, por haber llevado su ambición desmedida hasta el extremo, como el responsable de la debacle económica. La ilusión subyacente es la de un capitalismo sano, liberado de las fricciones que le impone el juego monetario. Tal perspectiva olvida el hecho de que el capital no es una sustancia, sino un movimiento, su propia circulación. Un círculo que solo puede existir expandiéndose, comprometiéndose con su propio futuro. Un futuro que es indefinido y que se amplía mediante la renegociación permanente de la deuda. El capital no solo presupone su propio exceso, sino que, justamente, se apoya en esta estabilidad, convirtiéndola en su propia fuerza. Lejos de representar una distorsión fortuita, la crisis es la condición de posibilidad para que el capital logre campar a sus anchas por el mundo. Quizá esto sea suficiente para explicar el profundo pánico que se apodera de la élite gobernante ante la perspectiva de que la actividad económica se detenga, aunque solo sea por unas semanas.
Dicho esto ¿cuál es la novedad de la crisis que enfrentamos? A decir verdad ninguna, como no sea el hecho de que el coronavirus ha penetrado hasta el corazón mismo del sistema. Desde las ciudades más importantes del planeta, hasta las más humildes, nadie se encuentra seguro frente a esta amenaza. Resulta sencillo ignorar una guerra en oriente medio o un crack económico que desmantele los servicios públicos, pero las cosas cambian cuando la amenaza se alza a tal punto que atenta contra los sectores medios y altos de los países privilegiados. Por eso, esta crisis cobra una importancia mayor, en la medida en la que no solamente permite abrir el debate sobre la urgente necesidad de reestructurar completamente nuestro estilo de vida, sino que más bien nos obliga a ello.
Volviendo a Gramsci, el momento debe aprovecharse para insistir en esta necesidad, una vez que se presenta con mayor evidencia que nunca. Si como he mencionado, es ilusorio siquiera pensar en la posibilidad de un “capitalismo sin fricciones” lo que hay que tener claro es que la nueva era será así: asediada por la emergencia de enemigos invisibles e incontrolables. No solo virus; la amenaza ecológica lleva años advirtiéndonos de lo que puede suceder.
Los partidos comunistas de la segunda internacional pensaban que el fin del capitalismo era algo inevitable que vendría impulsado por la propia dinámica interior del capital. En consecuencia, se limitaban a esperar el momento en el que el sistema saltara hecho añicos por los aires. No era, por tanto, la ciencia su mayor motivación, sino la fe. Más no una fe auténtica, ya que por definición fe es “creer en lo que no se ve” y ellos creían justamente en lo que veían: un capitalismo en crisis y auto lacerado. Su proyecto, no era ni científico ni utópico. A esta fe habría que oponerle, no la ciencia, que por definición es empírica y se respalda en lo dado, sino la “fe auténtica”, una fe por decirlo así, leninista. La gran lección de Lenin fue precisamente poner de manifiesto que no existe un momento adecuado para la revolución, como si hubiese una especie de gran otro simbólico que la legitimara. La revolución es el acto radical que viene legitimado por sí mismo.
Hoy más que nunca es preciso postular la necesidad de cambios radicales. Si en el siglo XIX la ilusión consistía en creer, de la mano de las perturbaciones económicas del capitalismo, en un socialismo que vendría por sí mismo, hoy la ilusión principal no es creer que las cosas puedan continuar de la misma manera, sino que puedan continuar, una vez que se lleven a cabo los “ajustes necesarios”. Esta es la tentación a la que hay que resistir.