Antonio Ruiz Vilaplana dejaba las fiestas de los santos Pedro y Pablo de 1937 a bordo de su Hispano Suiza al tiempo que los obispos españoles lanzan al mundo una bochornosa Carta ‘justificando’ desde luego no con razones su participación en la guerra civil, cuando en un principio reconocen en ella misma su labor evangélica […]
Antonio Ruiz Vilaplana dejaba las fiestas de los santos Pedro y Pablo de 1937 a bordo de su Hispano Suiza al tiempo que los obispos españoles lanzan al mundo una bochornosa Carta ‘justificando’ desde luego no con razones su participación en la guerra civil, cuando en un principio reconocen en ella misma su labor evangélica de reconciliación y de paz. (1)
¿Pretendía el fedatario público llegar a la zona republicana? En todo caso no fue así. En París se presenta en la embajada ante el agregado de prensa, Eugeni Xammar, antes citado:
-«Creo tener algo muy interesante para usted y para la República».
Xammar comenta en sus memorias: «Una mica sorprès…», es decir, un tanto sorprendido del interés de Ruiz Vilaplana – a quien conocía como compañero del diario Ahora– por la República, le preguntó de que se trataba.
-«Estoy dispuesto a escribir un libro, para el cual tengo ya el título: ‘Doy fe’, explicando los hechos de los cuales he sido testigo legal».
Y a fe que lo consiguió. Ese mismo verano fue entregando las cuartillas, día a día y para octubre salía en francés y 8 días más tarde en español. El libro fue uno de los mayores tantos editoriales de la propaganda republicana. Impreso y traducido en Europa, Rusia y América. El mayor daño lo produjo la versión inglesa: ‘Burgos Justice’ provocó un debate en la Cámara de los Comunes y por esos mismos días en Gibraltar los esfuerzos del Gobierno de Burgos eran ímprobos para contrarrestar sus efectos. Para ello querían publicar una obra similar de un juez escapado de la zona republicana. Existía en 1937 una redacción en castellano de un tal Juan de Castilla titulada ‘La Justicia revolucionaria en España’, pero aún se necesitaba traducirla al inglés y un editor para Gran Bretaña. ¿Habría llegado a conocer este opúsculo Vilaplana?
Mientras esto sucedía la prensa franquista lanzaba sus dardos contra la imagen del fugado secretario. El ABC de Sevilla se hacía eco de lo publicado en El Defensor de Córdoba respecto de las andanzas de la troupe de la cantante Amparito Miguel, a la que nuestro viajero personaje visitó. De creer la noticia, don Antonio no pagó la cuenta del hotel y «se quedó con el dinero de la compañía». Ya ven, además de amante, bandido: como en una famosa canción de nuestros días. Incluso Franco promovió su procesamiento en rebeldía con cargos jamás esclarecidos.
Nos dice Eugeni Xammar que Vilaplana a la pregunta de cómo andaba de dinero contestó:
-«No tengo ni un real…».
Nuevamente el testimonio de Xammar es clarividente por lo que respecta a la cuestión central planteada. La defensa -o más bien las acusaciones- de los franquistas ad hominem no cambiaban «ni poc ni molt els fets del quals donava fe l’ex-secretari del Jutjat…». Es más, entre esos motivos espurios, el diplomático catalán admite preferentemente los más estrictamente particulares…
La notoriedad alcanzada por Vilaplana es premiada por el embajador Ossorio y Gallardo con un puesto como redactor y lector en la misma embajada. Por cierto, don Ángel Ossorio es abogado colegiado en Burgos, y el más brillante de los abogados de Madrid, católico, fue ministro maurista en 1919. Democristiano, a la creación de su Partido Social Popular, copia del Partito Popolare de Don Sturzo, se apuntó Gil- Robles. Y aún sufrió más feroces campañas de prensa de la España de Franco por su paso y presuntos latrocinios y dispendios por esta Embajada. Debía dolerles, y no solo a los obispos, lo que entendían como traición de los suyos, o volviendo, al debate del Parlamento inglés, todo aquello que rompía el estereotipo de la República de Madrid y Barcelona, asociadas al dominio y caos de la chusma, -rabble, es la calificación inglesa- una vez desatada la guerra civil.
La aventura de Vilaplana en París sigue in crescendo, la capital de las luces y las vanguardias se resiste a perder su esplendor y nuestro exitoso escritor se codea sin salir de su sede con cuanto genio está dispuesto a colaborar con los fines propagandísticos de la República española. Tristan Tzara, Louis Aragon, César Vallejo, etc., pero sobre todo, César Vallejo.
Solía escribir con su dedo grande en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas», de Miranda de Ebro, padre y hombre, marido y hombre, ferroviario y hombre, padre y más hombre, Pedro y sus dos muertes.
(…)
Registrándole, muerto, sorprendiéronle en su cuerpo un gran cuerpo, para el alma del mundo, y en la chaqueta una cuchara muerta.
Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar la mesa y vivir dulcemente en representación de todo el mundo.
Y esta cuchara anduvo en su chaqueta, despierto o bien cuando dormía, siempre, cuchara muerta viva, ella y sus símbolos.
¡Abisa a todos compañeros pronto!
¡Viban los compañeros al pie de esta cuchara para siempre!
(…)
Pedro Rojas, así, después de muerto, se levantó, besó su catafalco ensangrentado, lloró por España.
Y volvió a escribir con el dedo en el aire: «¡Viban los compañeros! Pedro Rojas». Su cadáver estaba lleno de mundo.
En el entierro de Vallejo
El poeta peruano leyó el testimonio notarial de su amigo ARV y compuso uno de sus más conmovedores poemas, el tercero, de su póstumo España, aparta de mí este cáliz (del que forman parte los versos extractados). Víctima del hambre y de su honradez Vallejo falleció apenas unos meses más tarde. El 29 de abril de 1938 Ruiz Vilaplana asiste a su entierro en el cementerio de Mont-Rouge en representación de la República española y en su nombre pronuncia llegado el turno uno de los discursos mortuorios.
El novel y exitoso escritor Ruiz Vilaplana viaja a Barcelona colaborando con La Vanguardia y Mi Revista, ejerce de conferenciante y los meses de julio y agosto da un nuevo paso como orador en su gira por los EEUU para recabar su apoyo material. Con su libro en las librerías de Nueva York conoce el agasajo y reconocimiento de las personas y entidades locales amigas de la España democrática. En la foto, en esta misma página reproducida, le vemos en el Madison Square Garden junto al doctor Félix Martí Ibañez, consejero de Sanidad de la Generalitat catalana, con el que un año más tarde, partirá a esas mismas tierras en la nueva condición de exiliados.
Perdida la guerra, trabajará en la gran metrópolis para las agencias Associated Press y United Press. Como refería al principio en 1945 sale de EEUU rumbo a México donde publica su Destierro en Manhattan. No tardará en llegar a Ginebra con un nuevo oficio, intérprete de las Naciones Unidas, entre las cuales, conviene recordar, no se encontraba la España de Franco. Su ya viejo amigo Xammar le reconoce su gran profesionalidad, compañerismo y desenvoltura en esta carrera que también comparten. En Florencia, en el mes de junio del 50, en la conferencia general de la UNESCO, la pericia de ARV le librará a aquel de más de un sofoco en las cabinas de interpretación simultánea.
Por fin, Antonio Ruiz Vilaplana formará un hogar estable junto a Jeanette Jaberg, el hijo de ésta, José, y sus futuros hijos comunes Miguel y Juanita. De todas formas, nunca perderá su pasión viajera dejando atrás su vetusto Hispano Suiza. Su nuevo pasaporte coleccionará sellos de los nuevos estados, fruto de la descolonización. Jamás el del reino -¡sin rey !- de España: «Juanita, dile a tu maestra que España no es una monarquía». Cuantas veces degustará el mapamundi frente a una copa de Chianti, comprada en esa misma Toscana que acaba de visitar. Ese preciado vino italiano le acompañará en la mesa más a menudo en los sesenta, ya que trabajará para la FAO en Roma. Y sobre la mesa leerá el Messaggero capitalino, pero también el comunista Paese Sera o ¡L’ Observatore Romano! Cuantas veces revelará a su hijastro José sus torturados sentimientos y las heridas más profundas de los años vividos como español. Con los dedos sosteniendo un Calvados, su coñac preferido, saldrá de su ensimismamiento para gritar a su no-hijo transfigurado: «No me tienen nada que perdonar. No me gustan los reproches ni aguanto los moralismos».
Otras veladas, con su amigo vate, José Herrera Petere (que tenía un único hermano, Emilio, piloto caído en el frente de Teruel) disfrutará de su cóctel favorito desde sus años en Manhattan, el ‘Tom Collins’, a la par que su interlocutor, premio nacional de literatura de 1938, vaciará una botella de pastis. El Editor de Milicia Popular, el diario del 5º Regimiento, le ayudará a perpetrar un Romancero de la Guerra Civil, reflejo pálido del suyo. Soñará con el recuerdo efímero de la Residencia para emular a su hermano mayor, el gran Emilio Prados, exiliado en México, en su memorable ‘Cancionero menor para combatientes’. Algún proyecto más sin cumplir se llevó a su tumba, perdón, es un decir, ya que fue incinerado. Hasta habría preferido la hoguera por hereje como su paisano Servet, al martirio de ser enterrado vivo como en esa pesadilla recurrente al lado de una cuchara viva y muerta, la del campesino de Sasamón, la de Pedro Rojas, el ferroviario, ociosa cuchara ahíta de ayunos en el famélico rancho de la prisión de Burgos.
Murió un agosto como este, víspera del castizo San Cayetano del 73. No conoció la muerte del dictador pero tampoco la más próxima y trágica de Salvador Allende. Su libro de la guerra volvió a reeditarse en el 77 por una pequeña editorial catalana, como tantos otros enterrados en esa larga posguerra de 40 años. Hasta en su natal Barcelona una progresista asociación de secretarios lleva su nombre recordando que un decreto de Franco de 11 de diciembre cercenó la independencia del secretario respecto del juez en su función garantista y de control de la actividad judicial. Otra de las concretas medidas del victorioso Caudillo a raíz de la publicación de su ‘Doy fe’.
En este sentido, la nueva edición de Carlos Olivares vuelve a hacer justicia a un libro que como tantos otros no merecía el olvido pactado de las últimas décadas. Antonio Ruiz Vilaplana también se merecía al menos un lugar en el diccionario biográfico’ del exilio español. Estos apuntes tienen como fin recuperarlo.
(1) «…Decimos que el juicio que rectificamos no responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme, infranqueable, entre los principios de justicia, de su administración y de la forma de aplicarla en una y otra parte. (…) Matar por matar, destruir por destruir; expoliar al adversario no beligerante, como principio de actuación cívica y militar: he aquí lo que se puede afirmar de unos con corazón y no se puede imputar a los otros sin injusticia«.