El pasado 28 de julio del 2004 en otro hecho vergonzoso de la historia colombiana, tres de los máximos jefes de los grupos narcoparamilitares (Autodefensas Unidas de Colombia -AUC-) y de los peores criminales que esta tierra ha dado en malnacer, hablaron ante el Congreso de la república gracias a la sospechosa complacencia de la […]
El pasado 28 de julio del 2004 en otro hecho vergonzoso de la historia colombiana, tres de los máximos jefes de los grupos narcoparamilitares (Autodefensas Unidas de Colombia -AUC-) y de los peores criminales que esta tierra ha dado en malnacer, hablaron ante el Congreso de la república gracias a la sospechosa complacencia de la dirigencia nacional.
La excusa que permitió dicho exabrupto fueron las actuales «conversaciones de paz» entre las AUC y el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Un gobierno encabezado por uno de los personajes más oscuros de los tiempos recientes y cuya idoneidad moral deja mucho que desear, a pesar de la soberbia campaña encubridora que en su favor ha erigido la poderosa maquinaria mediática local.
La visita que hicieran a Bogotá los líderes paramilitares no se limitó únicamente a su comparecencia en el Capitolio. Amparados y protegidos por las fuerzas armadas, gozaron también de la esmerada atención (para «chequeos generales») del cuerpo médico de la Fundación Santa Fe, que es una institución hospitalaria concebida para el bienestar de las familias colombianas más pudientes y muy cercana a los intereses del reputado industrial Carlos Ardila Lulle.
No obstante y a pesar de este y otros sucesos aún secretos, fueron los discursos de sus líderes lo que más escandalizó a la opinión pública nacional e internacional.
En efecto, su contenido revela los intereses agazapados tras los diálogos de paz con esta organización y que, en resumidas cuentas, pretenden la legitimación política de un complejo aparato criminal amparado desde hace décadas por el Estado; así como la ampliación y profundización del margen de impunidad sobre el que se han movido desde siempre.
En tal sentido la alocución del Sr. Mancuso fue más que explícita y, en términos políticos y filosóficos, la vacuidad que la caracterizó (compartida en los sermones de «Ernesto Báez» e Isaza) desnuda, precisamente, la falta de legitimidad política de las fuerzas que comanda.
Apelando a la reconciliación nacional y los vivos esfuerzos de su organización en aras de hacer de Colombia un «paraíso entre los Andes y el mar», Mancuso dejó suficientemente claro que el sometimiento paramilitar sólo podía darse si el país tomaba respecto a ellos una política de total perdón y olvido.
Según él, es lo menos que su organización puede esperar del Estado y la nación colombiana pues, ambos, son deudores del paramilitarismo en la medida que éste salvó al país de que en su suelo se «consolidara (…) otra Cuba, o la Nicaragua de otrora». De ahí que Mancuso exija que todos los integrantes de las AUC sean incorporados a la vida civil sin pasar un solo día de cárcel, y que aquellos pocos que se encuentran detenidos sean liberados una vez se firme la paz.
Para ello, los paramilitares propusieron honrar jurídicamente la impunidad a través de las modificaciones de ley necesarias a tales efectos.
Como «victoriosos» y quizá creyendo que las pútridas aguas del río Bogotá son el Rubicón de sus sueños, la prédica paramilitar ahonda las terribles heridas que la sociedad colombiana ha padecido gracias a su barbarie.
Y no es para menos, ufanándose de ser creyentes «en Dios, en el Dios de la Esperanza, del Amor y del Perdón», y de tener «el corazón henchido de amor por Colombia, por sus hombres y mujeres, por sus niños y niñas (…), por sus ancianos y ancianas», el jefe paramilitar justificó la violencia ejercida contra millones de colombianos. Perverso ése Dios del Sr. Mancuso que ciego de odio, no de amor, amparó que sus sangrientos sacerdotes cercenaran las esperanzas de los niños con la misma precisión y celeridad con la que los machetes paramilitares los decapitaban; que nunca consideró el perdón para los cientos de miles de hombres y mujeres que fueron arrojados de sus tierras, perseguidos hasta el cansancio, torturados, descuartizados y desaparecidos por él y sus hombres. Un Dios ante el que, sin duda, también se postraron en su tiempo Cortés y Torquemada, Franco y Videla, Reagan y los Bush.
Al igual que los Himmler y los Hitler de no hace mucho, las fuerzas de Mancuso se envanecen de sus crímenes y, como aquellos, acuden a un discurso mesiánico en el propósito de hallar en la sociedad colombiana (fácilmente manipulada por los medios de comunicación del establecimiento) eco a sus peticiones y cómplices silenciosos a su gesta genocida. Hazaña que según los paramilitares ha sido «dura, heroica y hasta mítica… [una] verdadera epopeya».
Desafortunadamente la pretendida complicidad se barrunta en la apatía del ciudadano del común cuya independencia de criterio ha venido siendo sistemáticamente socavada, a favor de una corriente de opinión diseñada en los escritorios y estudios de todos aquellos que haciendo parte de la «gran sociedad» política y económica, han prohijado al paramilitarismo.
Así las cosas (y la historia colombiana está llena de ejemplos), no sería raro que emergiera de las sombras un remedo de Homero que relate, el bardo que cante, la «Iliada paramilitar».
Mientras la comedia continúa, Mancuso exigió del gobierno la ampliación numérica de las áreas de ubicación de sus hombres; es decir, incrementar las zonas de la geografía nacional en las que las tropas paramilitares puedan concentrarse bajo el amparo de las fuerzas armadas. El sostenimiento logístico y económico deberá, según él, correr a cuenta del erario público o, lo que es lo mismo, las víctimas socorrerán monetariamente a los victimarios.
Otra de las propuestas de las AUC es la creación de una «Universidad de la Paz» para que los hombres (suponemos que sus hombres) sean enriquecidos intelectualmente y arrancados de la guerra. Curiosa aspiración máxime cuando de todos es conocido que esa organización ha sido especialista en asesinar a estudiantes y profesores en las propias aulas universitarias y frente a los ojos de compañeros y discípulos.
Es de resaltar que los paramilitares se reconocen como un instrumento idóneo para implementar «las alternativas y recomendaciones, que, para aprovechar la productividad de las zonas, se contemplen en el TLC». Lo anterior significa la disposición a colaborar logística y humanamente en la imposición de un modelo de saqueo y avasallamiento económico concebido en los EUA.
Lo más notorio del discurso paramilitar es la ausencia completa de una voluntad de resarcir a los cientos de miles de sus víctimas. De hecho, y con la clara intención de desviar la responsabilidad económica de las reparaciones hacia el Estado, dichos criminales se autocatalogan mártires del conflicto que deberían también ser indemnizados.
Tal postura no podría comprenderse si se desconocieran los poderosos intereses económicos que ampararon la creación, expansión y fortalecimiento del paramilitarismo colombiano. En efecto, las fuerzas armadas de ultraderecha en su versión más reciente (desde mediados de los ochenta hasta hoy) surgen como reacción de las oligarquías rurales y urbanas ante el acoso de las guerrillas y la presión popular por alcanzar mínimas transformaciones sociales.
En consecuencia, el fenómeno paramilitar fue, a su vez, el medio por el cual se operacionalizó simultáneamente la contrarreforma agraria y la desarticulación violenta de los movimientos obreros, estudiantiles y sindicales.
Gracias a ese propósito de salvaguardar y acrecentar sus intereses económicos o, para decirlo de otro modo, fundamentar la lucha paramilitar en la defensa de la propiedad, es que dicha organización contó desde un principio con el apoyo articulado del Estado, el narcotráfico y las empresas transnacionales. Esfuerzo que no fue en vano ya que los narcotraficantes (de los cuales muchos integran la cúpula paramilitar) y los terratenientes tradicionales se han adueñado de gran parte de las mejores tierras del país (a costa del desplazamiento de millares de campesinos); los industriales han golpeado duramente al movimiento obrero; y las empresas transnacionales (especialmente las explotadoras de recursos naturales) han consolidado sus intereses y ampliado sus ganancias, precisamente en aquellos lugares donde el paramilitarismo y las fuerzas armadas estatales les han brindado protección.
Enriquecidos de este modo por la maquinaria de la guerra, el narcoparamilitarismo y sus patrocinadores no tolerarán que partes sustanciales de sus réditos económicos tengan que ser desviados a la reparación de los crímenes de lesa humanidad por ellos cometidos. De ahí, también, la prisa en construir sobre la carrera una legitimidad política.
No hay que llamarse a engaños, el alto mando paramilitar sólo concibe la paz, su paz, si esta comporta tener el privilegio de continuar contemplando sus bienes desde el plácido arrullo de sus haciendas ganaderas, a salvaguarda de cualquier convulsión social y, al tiempo, asegurando de que sus jefes no serán extraditados a EUA por narcotráfico o requeridos por la Corte Penal Internacional por el genocidio cometido contra el pueblo colombiano.
Pretensiones estas que tiene su oportunidad y posibilidad histórica justo ahora y aquí, gracias al cómplice concurso del que es y fuera hijo de narcotraficante, amigo de Pablo Escobar, patrocinador de grupos paramilitares y gran hacendado: Álvaro Uribe Vélez.
Y mientras la humanidad honesta y solidaria se empeña en que un mejor mundo sea posible, aquí, en Colombia, de nuevo se escenifica una deshonrosa charada que la convierte en aquella nación ante cuyo nombre las demás sienten vergüenza ajena.