Una guerra civil, una dictadura de 40 años y la voluntad del dictador proyectada después de muerto sobre otros 43 años han barrido de la faz de la tierra española la idea republicana. Pero la culpa de esa ignominia no acaba con esos dos datos históricos. El periodismo posterior ha contribuido poderosamente a acabar de sepultarla. Un Grupo Editorial cuyo epicentro está en ese periódico monárquico y ultraconservador fundado en 1903, apoya y refuerza con uñas y dientes desde entonces a la monarquía. Sin embargo, tras la muerte del dictador y hasta hoy, no ha aparecido periódico ni medio audiovisual alguno que defienda la opción republicana. Los únicos vestigios republicanos palpitan entre los bastidores de las Redes Sociales. No sorprende demasiado este hecho si se tienen presentes todos los antecedentes. El principal es la perplejidad, más bien bloqueo mental, de por lo menos la mitad de la población española que soñaba con la República tras la muerte del dictador, ante la jugada maestra de los franquistas que cocinaron la Transición e incluía la restauración inducida de la monarquía.
A la población se le obligó técnicamente a través de la treta a olvidar la tentación de la República como la forma de estado más adecuada para los tiempos que se vivían en el último tercio del siglo XX. No hubo oportunidad alguna de recordar la malograda, por una guerra civil, Segunda República que, en el corto espacio de 8 años puso en marcha una serie de proyectos e iniciativas de toda clase, principalmente educativos, culturales y de ingeniería, que, de haber continuado, hubiera situado en todos los sentidos ahora a España, a niveles de otro planeta.
La historia de la España de los últimos 86 años es la historia de una sucesión de disparates sólo tolerados en los últimos 43 por ciudadanos “tocados”. Al final, por una población muy desigual en la que, como en las tribus africanas hasta no hace mucho, un clan o un grupo de clanes se adueñaron del poder. No hay nada capaz de justificar ahora la monarquía. No obstante, quizá hubiera sido, aunque manipulada, una solución. Sólo hubiera podido tolerarse la monarquía después de la dictadura si el monarca hubiese sido impecable. Pero es que después de haber incrustado en España la monarquía de mala manera, la conducta del monarca anterior elegido por el dictador para ocupar tan alta responsabilidad y en línea con los de su dinastía, durante los años que permaneció en ese puesto hasta que abdicó fue tan indeseable que se hace incomprensible que el pueblo español haya consentido en pleno siglo XXI tanto tejemaneje de laboratorio social y político. Pues los comportamientos deleznables y villanos propios de auténtico bellaco de esa persona comienzan con una conducta deplorable hacia su consorte. A la que siguen, la tremendamente abusiva de sus privilegios y la delictiva fiscal combinada con un sinnúmero de trapisondas y chanchullos. Todo lo que, a los ojos del presente y de la Historia, le presenta como el mayor miserable e indigno de la a priori digna misión que le asignó el tirano, su mentor…
Ocho años dura la Segunda República. En 1939 estalla una guerra civil. La gana el bando anti republicano. A ella sigue una dictadura de 40 años. Y en el tránsito de ésta al nebuloso régimen actual que quiere parecerse a una democracia cualquiera, reaparece la monarquía incrustada en una Constitución redactada virtualmente por los descendientes y albaceas políticos testamentarios del dictador muerto, inmediatamente aprobada por el pueblo español bajo una enorme presión. Amenazado por el clima que se respiraba entonces de un más que probable nuevo golpe de estado, el pueblo acude frenético de impaciencia a las urnas a firmar cualquier cosa que le hubieran puesto delante. Y esa cosa fue la Constitución vigente que ni siquiera aprobó el partido que ahora con tanto denuedo defiende. De los 16 diputados de Alianza Popular, el espíritu puro del franquismo, ocho votaron a favor, cinco en contra y tres se abstuvieron. Pero eso fue quizá la primera artimaña después del ambiente psicológico citado de la amenaza de un golpe; una añagaza más, muy calculada para no dar la impresión los autores del texto que estaban de acuerdo con lo que ellos mismos habían precocinado. Después, con un cuerpo judicial de procedencia virtualmente franquista, esta democracia ha ido tirando malamente hasta ayer. A lo largo de los 43 años posteriores a la dictadura, la vida en España ordinariamente ha estado sumamente agitada o convulsa. Siempre al borde de un estallido. Han sido numerosos los sucesos sociales, políticos, territoriales, económicos, judiciales y policiales graves y muy graves en buena medida a consecuencia de las muchas distorsiones que a que da lugar la interpretación y aplicación del texto constitucional. Pero también ha contribuido a ello poderosamente tanto la hostilidad de los descendientes de los vencedores hacia una verdadera reconciliación como la excesiva benevolencia rayana en pusilanimidad de quienes en el arranque de la nueva era en 1978, se postularon como campeones de la progresía republicana.
¿Acaso por todo esto hemos de deducir que la población española es monárquica? Ni mucho menos. En la historia de los dos últimos siglos España ha pasado por dos periodos republicanos, desgraciadamente breves, que acabaron en una guerra civil cuya onda expansiva llega hasta hoy. En Europa, las naciones en las que se mantiene la monarquía después de la Segunda Gran Guerra no han sufrido significativamente a cuenta de ella. No se conocen crisis propiamente “monárquicas”, aunque los componentes de la Corona dejen a veces mucho que desear en asuntos estrictamente personales, generalmente amatorios. Pero en España la monarquía puede decirse sin temor a equivocarnos, que ha fracasado aunque a demasiados no les importe que se arrastre. Y a las naciones donde la República es la forma de Estado ni se les ocurre volver a la monarquía. El último país europeo que, en 1973 y por decisión popular dio una patada al monarca es Grecia. Sin embargo España, a pesar del paso de los siglos, no se cansa de cambiar, aunque siempre a peor. España, siempre diferente, es el único país europeo donde, en virtud de tres piruetas históricas se restaura la monarquía en pleno siglo XX: una guerra, una dictadura que dura cuarenta años, y la voluntad del dictador después de muerto hacen el “milagro”. Estos tres factores surten efecto entre sus partidarios y albaceas políticos testamentarios en quienes se había apoyado y redactan la Constitución vigente a la medida de aquella voluntad, reapareciendo otro monarca preparado al efecto por el tirano. Con esas tres piruetas y miles de jueces provenientes de la dictadura, España se encuentra de pronto sumida de nuevo en esa forma de Estado que creía superada… No importa que las distinciones artificiales y la discriminación que por sí misma generan la monarquía, sobre todo en sociedades poco evolucionadas, como la española, son repulsivas para una ciudadanía que aspira a la plenitud de derechos y a la mayor igualdad posible como punto de partida. La monarquía en España, confundiéndola deliberadamente con la excelencia automática, blinda los privilegios de los privilegiados por su estatuto social, económico y de clase que vegetan desde tiempo inmemorial.
Empezamos por que quienes en absoluto somos idólatras, sólo en una República nos sentimos verdaderamente libres e iguales. No hay nadie digno de adorar ni nadie a priori digno de respeto. La dignidad emana de la persona, no del cargo. La responsabilidad inherente al cargo no otorga necesariamente a la persona que lo ostenta más derechos ni honores que los justos recogidos en el estatuto del cargo. Por acercarse a este paradigma y como gesto simbólico de que lo tienen en cuenta, a los familiares de los monarcas en otros países se les ve con frecuencia en bicicleta. Por otro lado, ¿qué puede explicar en estos tiempos el gusto por la reverencia y por la inclinación ante otro ser humano sino la debilidad de su carácter? La República, por sí sola, enaltece al ciudadano el concepto de ciudadanía.
Por ello, la monarquía no puede ni debe prevalecer. Sin embargo, y esto es lo sorprendente, ningún asomo de propósito de derogación, ni siquiera reformador de la Constitución. Ninguna respuesta, en medio de una vida pública manifiestamente confusa y turbulenta, a quienes piden a gritos un referéndum Monarquía-República que dilucide para siempre el verdadero sentir mayoritario del pueblo español sobre la forma del Estado español. Ningún atisbo siquiera, mientras todo gira con un vértigo que parece indudablemente inoculado y deliberado, de que republicanos acaudalados se decidan a efectuar el lanzamiento de un periódico o de otro medio audiovisual de alcance nacional que hagan apostolado en favor de la república. Sin embargo, tengámoslo por seguro, tarde o temprano la República caerá como fruta madura del árbol de la vida, en España…
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