Formado en una escuela católica y habiendo estudiado Teología, puedo medir el daño que hacen el fanatismo, la represión sexual, la intimidación metafísica y el adoctrinamiento oscuro y fantasioso, pero también apreciar sutilezas de pensamiento que valdría la pena conservar. La Iglesia enseña, por ejemplo, que puede pecarse de «pensamiento, palabra, obra y omisión». Cuando […]
Formado en una escuela católica y habiendo estudiado Teología, puedo medir el daño que hacen el fanatismo, la represión sexual, la intimidación metafísica y el adoctrinamiento oscuro y fantasioso, pero también apreciar sutilezas de pensamiento que valdría la pena conservar. La Iglesia enseña, por ejemplo, que puede pecarse de «pensamiento, palabra, obra y omisión». Cuando era niño esta escala me abrumaba. Yo no percibía ahí la voluntad de «hacer distinciones» entre distintos planos de la realidad y entre distintas maneras de intervenir en ella, sino la de perseguirme con un palo hasta el rincón más íntimo de mi alma: la de criminalizar, en definitiva, mis introspecciones, mis ensoñaciones y hasta mis delirios. Ni siquiera inmóvil y en silencio dejaba de ser un pecador. Ahora bien, el hecho de que la religión identifique la realidad con el pecado, así como el control histórico de la Iglesia sobre las conciencias, no debería impedirnos reconocer en esta sutileza curil el embrión mismo del Derecho moderno y democrático.
Esa distinción católica -entre pensamiento, palabra, obra y omisión- implica al menos tres cosas. La primera, es la de considerar reales y horma de la realidad el conjunto de las facultades humanas. Si la teología habla de «pecado» es para señalar que no sólo lo que hacemos: también lo que no hacemos, lo que decimos, lo que sólo pensamos importa, deja rastros, transforma el mundo; que nuestros pensamientos, palabras y omisiones son tan acciones como nuestras obras. El problema no estriba en extender la maldición del pecado al ámbito mental; también los ateos admitimos la existencia y la importancia de los «malos pensamientos»; y el valor, por tanto, de la educación. La cuestión es dónde colocamos el mal. Para la doctrina de la Iglesia, por ejemplo, el pensamiento de los pechos de mi vecina es «un mal pensamiento», mientras que para mí un mal pensamiento es la idea de la inferioridad de las mujeres, los negros o los musulmanes. Lo mismo con las palabras: la terrible libertad de mentir, inscrita en el corazón mismo de nuestra capacidad lingüística, nos hace responsables de lo que decimos, pero no creo que haya nada malo en la declaración de amor de un hombre a otro hombre y sí en la declaración homofóbica de un obispo. Y otrosí para las omisiones: no considero «pecado» saltarme la misa del domingo y sí denegar el auxilio a un judío perseguido por el nazismo o a los náufragos de una patera.
La segunda cuestión relevante en la sutileza católica es que, si considera reales todas las facultades humanas, no las considera reales en la misma medida. Pensar bien o mal no es indiferente, ni para uno mismo ni para el mundo, pero hay una diferencia «pecaminosa» entre pensar en los pechos de la vecina sin consultarle y tocárselos sin su permiso; o entre mentir a un amigo y dejar de ir a misa. Nos podemos burlar de la «casuística» jesuítica, como con razón hacía Pascal, pero considerar cada caso como una confirmación específica de la generalidad es una buena manera de evitar el nihilismo. La Iglesia católica, es verdad, identifica la «realidad» y el «pecado» y además coloca muchas veces fuera de sitio los pecados de este mundo; al mismo tiempo, sin embargo, distingue entre distintos rangos de «realidad» y de «pecado». El «detalle», refugio del legalismo dictatorial, nos protege de las tautologías potencialmente totalitarias: todo es igualmente pecado, todo es todo, todo es -en definitiva- nada. Hay algo extraordinariamente garantista en la idea de la «casuística», que nos impide sumir cada pensamiento, palabra, obra u omisión en una gelatina pecaminosa e irredimible.
Pues la tercera cuestión en juego en la mencionada distinción católica tiene que ver precisamente con la redención. Hay algo tenebroso en la tentativa, una vez se los ha declarado potencialmente pecaminosos, de penetrar y juzgar los pensamientos. La Iglesia inventó para ello un instrumento paradójico: la confesión, cuyo reverso luminoso, casi mecánico, es la absolución. ¿Qué quiere decir esto? Que el Dios de los católicos, que considera reales los pensamientos, las palabras, las obras y las omisiones, no identifica a la persona con ninguna de sus acciones: haga lo que haga -y piense lo que piense-, si hay contrición, arrepentimiento y propósito de la enmienda, es aún posible la salvación. Lutero se indignaba con razón del poder corrupto y chantajista que la Iglesia había acumulado gracias a esta competencia salvífica, pero la solución protestante fue la de abolir el derecho de Dios a separar las almas de los actos, la de identificar las personas y sus acciones y la de confundir este mundo con el otro. Es decir, la de renunciar a la idea de redención de los pecados y de perfectibilidad mundana.
Me permito este largo y extraño preámbulo para expresar mi preocupación ante el desprecio que la derecha católica y la izquierda atea parece mostrar por las distinciones. Quiero decir que la solución laica al problema de la realidad y sus rangos -chapucera y en revisión permanente- es el Derecho, cuyos principios recogen y superan y quiebran algunas de las «sutilezas» mal usadas por el catolicismo. ¿En qué consiste el Derecho moderno y democrático? Primero en romper la confusión entre delito y pecado, típica de las religiones y las sociedades antiguas, y esto con la doble y feliz consecuencia de que (1) se renuncia a regular y penalizar los pensamientos y (2) se abandona el terreno de las prescripciones morales para centrarse en las proscripciones legales: «Todo lo que no está prohibido está permitido». El contenido de los códigos penales, siempre en discusión, con sus avances y retrocesos sociales, debe respetar, en todo caso, esta separación, la cual impone desde su propia entraña la consideración no delictiva de todos los pensamientos y de todas aquellas acciones no mensurablemente lesivas para otra persona: no ir a misa no puede ser un delito, pero tampoco la sexualidad libremente consentida entre dos personas adultas. Todos tenemos derecho a reprocharnos cosas que la ley no penaliza («eso que en tierra llaman conciencia», decía el capitán Achab) pero lo que hay que reprocharle a la ley es que «coloque mal» los delitos: que, por ejemplo, prohíba contar un chiste sobre Carrero Blanco y no prohíba abandonar en el mar a los que tratan de entrar en nuestro país huyendo de una guerra.
A partir de esta primera separación entre delito y pecado el Derecho configura un campo en el que el caso y la generalidad deben reconocerse y apoyarse mutuamente, de manera que se evite la elaboración de leyes privadas («privilegios» positivos o negativos) y al mismo tiempo se tengan en cuenta las diferencias. Dejando a un lado los pensamientos, que ningún poder democrático puede pretender regular, es fundamental distinguir entre las palabras, las obras y las omisiones: entre la difamación, el asesinato y la denegación de auxilio. Y, por lo tanto, atenerse al principio, ya formulado por Beccaria, de la proporcionalidad entre los delitos y las penas. La «seguridad jurídica», sostén del garantismo democrático, se juega en este equilibrio dificilísimo, pero irrenunciable, entre casuística y universalidad.
Por último, el Derecho Penal democrático, que prohíbe la confusión entre delito y pecado y entre formas distintas de delito y rangos de realidad, debe impedir también la confusión entre la persona y el delito. En este sentido, como ya lo reconocía Montesquieu, la idea de una Justicia concebida para rehabilitar al delincuente y no para erradicar el Mal (como en el Juicio Final) es mucho más «católica» que «protestante». Los códigos penales democráticos deben juzgar acciones individuales, y ello quiere decir que cada individuo es un caso y, al mismo tiempo, que ese caso no expresa ni agota la vida del individuo juzgado. En definitiva, si soy un hombre que «ha cometido un asesinato» no soy por ello un asesino y mi destino no es volver a matar; y ello del mismo modo que, si he sido víctima de una tentativa de asesinato, no soy una víctima para siempre ni esa circunstancia me puede exculpar en el caso de que mañana, a mi vez, cometa un asesinato. En el marco de esta obsesión jurídica saludable por los «detalles», la reincidencia se convierte, como mucho, en un agravante y el dolor en un atenuante. Y es por eso -dicho sea de paso- que no conviene que las leyes las redacten las víctimas: porque tienden comprensiblemente a borrar las fronteras entre las personas y sus acciones (o sus «pasiones»).
Se dirá que todo esto es sólo la «teoría» y que en la realidad los ricos, los hombres, los blancos, los fachas hacen las leyes o las burlan según sus intereses. Pero si las palabras forman parte de la realidad, y más las palabras escritas públicamente y cristalizadas en instituciones, es importante pelear por ellas y saber qué queremos, qué nos falta, qué nos quitan, cuándo nos engañan; y cuáles son las consecuencias, allí donde se produce, de este timo legal y penal. Queremos mantener, sí, la distinción entre pecado y delito, entre distintos tipos de delito, entre los delitos y las personas que los cometen; queremos movernos entre la casuística y la universalidad; queremos movernos, en fin, entre el legalismo autoritario que afila los detalles y la tautología totalitaria que los disuelve en una papilla sin fronteras. Esa es una batalla, mucho me temo, que en Europa y en España estamos perdiendo. Pensemos en la naturalidad con que aceptamos leyes concebidas ad hoc que, en nombre de la lucha contra el terrorismo, configuran «grupos de riesgo» o criminalizan comunidades étnicas o políticas; o pensemos, al hilo de la crisis en Catalunya, en el uso torticero del Código Penal y en esa interpretación discrecional (del delito de «rebelión») destinada a reducir la distinción entre pensamiento, palabra, obra y omisión a una expresión uniforme de violencia. Entre la casuística selectiva (ese «privilegio» negativo que llamamos «derecho penal del enemigo») y la tautología circular (la indistinción entre delito y pecado) el Estado de Derecho, tan reciente y tan precario, está sufriendo un menoscabo inquietante y quizás irreversible. La izquierda no debería, por despecho o irreflexión, empujar pendiente abajo.
Decía que ningún poder democrático puede pretender regular lo que ocurre bajo el casco craneal. Ahora bien, por primera vez -permítaseme que me detenga aquí un momento- se acepta la idea de que la democracia es compatible con la persecución del pensamiento, una tendencia facilitada por las nuevas tecnologías, que han deshecho materialmente la frontera entre pensar y decir. La iglesia penetraba en los pensamientos a través de la confesión, que al menos garantizaba la absolución; hoy el Estado democrático penetra a través de Internet, donde todos confesamos de manera espontánea y en medio de una creciente inseguridad jurídica. Se dirá que entre nuestra cabeza y un tuit hay una decisión, pero es una decisión muy corta, casi enteramente nada, y ello como resultado de la propia facilidad tecnológica. Nuestra cabeza es ya la red misma; pensamos directamente en Twitter, sin pasar por nuestro propio cerebro, sin rodeos ni mediaciones ni distancias. Por primera vez el pensamiento de la humanidad es inmediatamente visible para el poder, lo que obliga sin duda a revisar las leyes, pero también a extremar las precauciones. Perseguir lo que «pensamos» en la red -con nuestra cabeza digital- es volver a una lógica primitiva, prejurídica y eclesiástica. La izquierda debería estar muy atenta. No debería reclamar la intervención del Estado contra un «pensamiento» racista u homófobo o machista mientras se escandaliza, con razón, porque meten en la cárcel al que ha contado un chiste antifranquista o ha hecho un comentario colérico interpretado, de manera laxa, como exaltación del terrorismo. El peligro de no distinguir entre violencia y no violencia, entre un asesinato y una celebración de mal gusto, entre una bomba y un chiste constituye ya una amenaza real a la que deberíamos oponernos. El «pecado» está contaminando de nuevo el concepto de «delito» y borrando asimismo la distinción entre la «persona» y la «acción criminal». Así ha ocurrido estos días, por ejemplo, con la reacción frente a la revelación de acosos sexuales en Hollywood y la justa reprobación del actor Kevin Spacey, al que no debería negarse, sin embargo, como ha explicado muy bien Clara Serra, su condición de gran artista (ni a nosotros la libertad de ver y disfrutar sus películas). La izquierda no debería hacer la más mínima concesión, por mucha razón que tenga, por mucha rabia que sienta, por muy justa que sea su causa, al populismo penal y sus violaciones fronterizas.
La izquierda imagina -y trabaja por establecer- un mundo espontáneamente justo en el que no habrá ninguna diferencia entre pensar, hablar, hacer y omitir, porque la realidad, de arriba abajo, de dentro afuera, de la cabeza a los pies, será transparente, homogénea y buena. Tal cosa no ocurrirá mientras los humanos sigamos siendo chapuzas opacas -mitad carne, mitad lenguaje- atravesadas por malos pensamientos, palabras hipócritas, acciones reprimidas y omisiones culpables. Tal cosa no ocurrirá nunca. Es peligroso incluso intentarlo. Dejemos a un lado las utopías tautológicas (Todo es Todo), pues sabemos de sobra que tienden a materializarse como distopías autoritarias o totalitarias en manos de poderes siempre ajenos que acaban encontrando los medios para imponer -al pensamiento, la palabra, la obra y la omisión- una misma dirección y una misma explicación. Eso es lo que está ocurriendo en España y en Europa. Frente a este reblandecimiento de todas las diferencias, que no lleva a más libertad y bondad, sino a más tiranía, sólo tenemos el Derecho y sus trabajosas distinciones no-católicas.
Y, claro, la Educación Pública.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo). @SantiagoAlbaR
Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2017/11/27/santiago-alba-rico-apologia-de-las-fronteras/
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