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Aportaciones al debate religioso

Fuentes: Rebelión

La Biblia, que según afirman judíos y cristianos fue inspirada por Yahvé/Dios, considera a la tierra centro del universo, y al sol, la luna, los planetas y las estrellas, astros de rango inferior. Hoy sabemos que la tierra gira en torno al sol, que la luna es su satélite, que el sistema planetario solar, junto […]

La Biblia, que según afirman judíos y cristianos fue inspirada por Yahvé/Dios, considera a la tierra centro del universo, y al sol, la luna, los planetas y las estrellas, astros de rango inferior. Hoy sabemos que la tierra gira en torno al sol, que la luna es su satélite, que el sistema planetario solar, junto a otros 100.000 millones de soles, conforma la galaxia Vía Láctea. Con modernos telescopios se han descubierto miles de millones de galaxias parecidas a la nuestra, algunas a más de 12.000 millones de años luz de la Tierra, y en alejamiento acelerado… Por éstas y otras razones he rechazado recurrir a la fe, a los dogmas, a las verdades reveladas y a los textos sagrados, convencido de que las cosas sucedieron más o menos así:

Fueron necesarios más de 3.000 millones de años, de un proceso evolutivo por selección natural, para que la primera célula se convirtiese en un mamífero tan complejo como el homo sapiens. Cuando éste adquirió consciencia de sí mismo, de su existencia; escudriñó los horizontes con curiosidad, sobrecogimiento y asombro; reflexionó sobre su indefensión ante los cataclismos naturales; sobre la dificultad para entenderse con otros grupos, con los que disputaba el territorio; sobre el instinto sexual, placentero y procreador; sobre qué habría tras las estrellas, o bajo la tierra, que a menudo temblaba y vomitaba fuego y brasas por las cumbres; sobre la ferocidad y acoso de las fieras, a las que mataba para no ser devorado o para alimentarse… Cuando barruntó una incipiente cosmogonía, torpe y brumosa; intuyó su situación temporal y espacial; meditó sobre su origen y destino, y sobre la muerte; pintó en las paredes de las cuevas, hábitat obligado de épocas glaciales, siluetas de manos, signos y símbolos, y osos, bisontes y caballos, y escenas de caza y lucha, de danzas y akelarres, a la luz oscilante de un fuego que se esforzaba en mantener encendido; fabricó con sílex, hachas, cuchillos, hoces, flechas, lanzas y abalorios; comenzó a balbucear breves sonidos guturales, más reflexivos que los gritos; puso nombre a los seres vivos, a las cosas inertes, a sus estados de ánimo; esbozó una sonrisa que se transformó en carcajada; obsequió a un ser querido una piedra de cuarzo que había redondeado, agujereado y pulido; esculpió falos y estatuillas femeninas como talismanes de fertilidad; descubrió los ciclos solares y lunares, solsticios y equinoccios, bajamares y pleamares; confeccionó un calendario que le guió en siembras, recolecciones y cosechas, en caza y pesca; enseñó a sus hijos los biorritmos de la naturaleza; intentó aliviar el dolor a niños y ancianos, a los que enterró cuando murieron; acopió semillas, alimentos y pieles; domesticó animales salvajes para alimento y ayuda; experimentó sobre las propiedades nutritivas, curativas, alucinógenas y mortíferas de hongos, vegetales, animales y minerales… Cuando la especie humana alcanzó esa fase, favorecida por una configuración física evolucionada: dentición y aparato digestivo adecuados a una dieta omnívora, ampliación de la capacidad craneal, deambulación bípeda, habilidades manuales perfeccionadas, variaciones del paladar que posibilitaron el habla… Cuando todo eso sucedía estaba naciendo la Historia, grandioso y trascendental acontecimiento que convirtió la larga Prehistoria en pasado.

Al cruzar ese umbral el Hombre/Mujer descubrió que a medida que progresaba intelectualmente su ignorancia aumentaba, y que entre las cuestiones que desconocía se encontraban algunas de las más elementales. Se interrogó sin descanso sobre sus percepciones, intuiciones y desconocimientos, contrastándolos con los de sus semejantes, en un idioma rudimentario, de sustantivos, sin verbos ni declinaciones, ayudado por gestos… Este intercambio de ideas, deseos y preocupaciones, fomentó y enriqueció el acervo cultural colectivo… El río de la Historia fluía incontenible.

Pero un peligro amenazaba el futuro desarrollo del Hombre/Mujer… La vulnerabilidad de su mente ante el temor a lo desconocido, al infinito, a la muerte, a su indefensión ante los espantosos cataclismos naturales; a la necesidad de encontrar una explicación para el universo y los fenómenos que en él sucedían, y para los infortunios y fatalidades que le acosaban… le encaminaron a la superstición, a imaginar unos seres sobrenaturales, increados, inmortales, omniscientes y omnipotentes, magnánimos unas veces y perversos otras, que le proporcionaban vida, salud, hijos, alimentos… pero también enfermedades, hambrunas, plagas y epidemias, volcanes y terremotos, heladas, inundaciones y sequías… además de la incomprensible y odiosa muerte. Ante la acuciante necesidad de consuelo y alivio para soportar la tragedia que era vivir, en los profundos repliegues de su mente, aparecieron los primeros impulsos religiosos… Influido por ellos, pensó en calmar la cólera de aquellos seres superiores, a los que temía porque les había otorgado poder sobre la vida y la muerte, y les dedicó plegarias, ofrendas, promesas y sacrificios, a costa de renuncias y esfuerzos. Entonces, unos congéneres, avispados y codiciosos, conocedores de las debilidades humanas y decididos a aprovecharse de ellas, se presentaron como intermediarios de los dioses, jactándose de tener interlocución e información directas, y de haber recibido poderes para practicar conjuros, liturgias, transubstanciaciones y consagraciones mágicas, capaces de librar a los humanos de sus aflicciones y sufrimientos. Otros, sin embargo, afirmaban que tales seres sobrenaturales y todopoderosos no existían, que eran ficticios, legendarios, falsos, fruto de una imaginación acomplejada. En la controversia interna que el Hombre/Mujer mantuvo entre ambas opciones, y siendo tan intensa la necesidad de paliar su miedo a la muerte, al regreso a la nada de la que surgió, a hundirse en la oscuridad eterna… algunos, muchos quizás, aceptaron la teoría de que esas calamidades eran consecuencia de la maldad de sus pensamientos, deseos y actos, y que podían atenuarse, incluso desaparecer, con la intervención de los mensajeros divinos, capaces de condicionar la voluntad de los dioses. Para conseguirlo exigían resignación ante las dificultades y angustias de la vida, arrepentimiento y cumplir con los preceptos «sagrados». Si así lo hacían, serían recompensados con la bienaventuranza eterna, a disfrutar en el cielo, ante la santísima trinidad y la inmaculada virgen María, madre de Jesús/dios, en un escenario animado por coros de ángeles, arcángeles, querubines y serafines, de mártires y vírgenes, de santos y santas, que interpretaban incansables un repertorio infinito de glorias, salves, tedeums, villancicos, aleluyas… A los necios que se atrevían a rechazar tan atractivo futuro, por incredulidad, soberbia, temor al aburrimiento, o malignidad, les esperaban horribles tormentos eternos, en el infierno de fuego y azufre que mantenían ardiendo Satanás y sus diabólicos fogoneros, per saecula saeculorum. Los vicarios divinos exhibían una nutrida panoplia de dogmas, revelaciones, profecías, sagradas escrituras, mandamientos y sacramentos, para los que reclamaban fe inquebrantable y cumplimiento ciego… además del pago de diezmos y primicias. Su codicia era tan inmensa que para mejorar los resultados económicos crearon el purgatorio, ingenioso infierno temporal, a medio camino entre el infierno eterno y el cielo, al que convirtieron en excelente fuente de ingresos vendiendo a diestro y siniestro misas, indulgencias, bulas, y percibiendo herencias y donativos, con los que los astutos ricos reducían su permanencia en el horrendo lugar, y llegar cuanto antes a la bendita gloria. El limbo, que era un espacio mucho más amable y apetecible, fue suprimido hace poco, porque al ser su acceso gratuito carecía de rentabilidad económica.

Desde que la iglesia se incorporó al poder, los tribunales de la Inquisición dictaron, dentro de la «legalidad vigente», sentencias execrables: confiscación de bienes, destierro, prisión, trabajos forzados, tortura, tormento… o la muerte en patíbulo, abrasado, ahorcado, decapitado, agarrotado o descuartizado… y la excomunión, terrible pena que surtía efectos en esta vida y en la otra. Los «Autos de Fe» eran públicos y solemnes. Valiéndose de la fuerza bruta a la que denominaban «derecho», (canónico, civil, penal…), perseguían a insumisos, laicos, ateos, apóstatas, homosexuales, brujas, alquimistas… y a los pobres que luchaban por librarse de la esclavitud o para no morirse de hambre, funesta alternativa al patíbulo. Trono y altar, dictadores y papas, jauntxos y clero, se aliaron para explotar y conservar el productivo sistema económico. Para honrar a divinidades y advocaciones marianas, se construyeron miles de templos, desde humildes ermitas rurales hasta grandiosas catedrales urbanas, lo que obligó a fuertes inversiones y, en consecuencia, a incrementar y endurecer los métodos recaudatorios. A menudo surgían conflictos por el control de los ingresos, disfrazados de discrepancias teológicas, que degeneraban en largas guerras fratricidas con miles de inocentes muertos.

El infierno es un instrumento eficaz para aterrorizar y dominar a la gran masa de creyentes. ¡Qué perverso fue el que concibió esa monstruosidad! Fuego y azufre para ¡»toda» la eternidad!… Pasarán cien años, cien siglos, cien milenios y la eternidad ni siquiera habrá comenzado. La eternidad no tiene medida, es infinita. No es posible que exista un ser tan malvado, que siendo omnipotente, creara a Adán y Eva, a los que pudiendo hacer felices gozando con plenitud de su inteligencia, imaginación, ingenio, amor, sexualidad, libertad, alegría, solidaridad, y de la exhuberante naturaleza que florecía y bullía a su alrededor, los castigara con terribles condenas eternas, por tropezar en una trampa preparada para su perdición… ¡El pecado original!, extendido con rabia cósmica a toda la especie humana… ¿Cómo un ser paternal, sabio y bondadoso, puede aplicar a sus amados hijos, Adán y Eva, y a su inmensa prole, creados finitos, un castigo infinito…? ¿Cómo un ser todopoderoso puede consentir que mueran millones de personas, la mayoría pobres, en cataclismos naturales si puede evitarlos con sólo desearlo? ¿Y los millones de inocentes, pobres la mayoría, muertos en guerras de conquista y religión? ¿Y el millón que murió en la «Santa Cruzada» de 1936, protagonizada por Franco, «Caudillo de España por la gracia de Dios»? ¿Y los más de cien millones que murieron en las dos contiendas mundiales, además de decenas de millones en otras guerras regionales, todas en el siglo XX? ¿Y los muertos por los tsunamis, terremotos e inundaciones ocurridos en el siglo XXI? ¿Y en las luchas que mantienen el imperio y sus comparsas por el control de zonas y recursos naturales de interés estratégico? ¿Y los causados por la codicia de las multinacionales, algunas de origen vasco, en los países del Tercer Mundo…? ¿Y los millones de minas antipersona sembradas en campos de cultivo y en caminos rurales, algunas fabricadas en Euskal Herria, con permiso -y a veces hasta con subvención- institucional?… Cuando un niño pierde los miembros o la propia vida por la explosión de una de esas minas, ¿es porque dios lo ha querido?… ¿Y también cuando un niño palestino se enfrenta a pedradas a un blindado israelí de sesenta toneladas, que acaba de matar a su familia y destruir su hogar de un pepinazo, y es acribillado por una ráfaga de uranio empobrecido? Las decisiones divinas son incomprensibles…

¿Cuántos dioses hay? Quizás uno sea el de la Biblia, infinitamente poderoso, justiciero, celoso y vengativo, creador de la tierra, del sol, la luna, las estrellas, de Adán y de Eva, el dios de reyes y ejércitos, al que adoran y rinden pleitesía las instituciones… también las vascas. Otro puede ser el de los evangelios, el judío Jesús, descendiente de David, hijo sobrenatural de la casta unión entre la virgen María y José, que trabajó durante treinta años en la carpintería familiar; analfabeto, sanador de ciegos, cojos y leprosos; que perdonó adulterios, resucitó amigos y alimentó multitudes; el de los pobres y desvalidos a los que prometió la bienaventuranza eterna; el de los curas rurales, el Nazareno, el Cristo, el Mesías; el defensor de su pueblo, al que los colaboracionistas del Sanedrín entregaron al ocupante para que lo castigara… y que escarnecido y juzgado ¡legalmente!, fue condenado, crucificado y enterrado, resucitó al tercer día, y ascendió a los cielos donde se sentó a la diestra de su padre.

La Historia está llena de disparates religiosos: «Reinaré en España con más veneración que en otras partes», aseguran que prometió el Sagrado Corazón de Jesús al reino español, opresor de pobres y pueblos. La «apacible» dictadura del generalísimo Franco, que entre asfixiantes nubes de incienso y bajo el palio del nacionalcatolicismo, cometió horribles genocidios, asesinatos y saqueos, aún impunes, y restauró una monarquía pancista en el marco de una transición que algunos oportunistas consideran paradigma de «democracia». El diabólico «Eje del Mal», o el Maligno, impreciso adversario al que el Gran Imperio yanki y sus secuaces han declarado una guerra preventiva, humanitaria, total, «barra libre» contra el rebelde. Benedicto XVI, panzerpapa que insiste en que la iglesia católica de Roma es la única verdadera y la que nos salvará del infierno eterno. La Conferencia Episcopal nacionalcatólica española, heredera de Cisneros y Gomá, ahora con Blázquez, Cañizares, Rouco, Martínez, Uriarte… que tilda de inmoral y condena al independentismo vasco por arriesgar la sacrosanta unidad del reino de España; la misma que participó en la salvaje masacre de millones de nativos en las colonias que el imperio tuvo en Europa, África, América y Asia, conquistadas y cristianizadas a sangre y fuego; la misma que siempre ha perseguido a los que luchan por liberarse de las cadenas. La llamada iglesia de los pobres, la de los fastos vaticanos, con el sumo pontífice-faraón entronizado y ataviado con ropajes y complementos de seda, perlas, oro y plata; los jerarcas de la curia disfrazados de príncipes; la guardia suiza con uniforme de ceremonia; el palacio engalanado con colgaduras; dictadores y diplomáticos de todo el mundo de etiqueta, luciendo condecoraciones y medallas… y mantilla las señoras; y todo para que los pobres que sufren hambre, miseria y esclavitud no se alcen en armas y se consuelen contemplando la grandeza y poderío del dios que les ama, el que cuando mueran les trasladará a la gloria eterna, mientras que a los ricos que les explotan los arrojará al infierno, donde se achicharrarán eternamente… La lista de hipocresías es interminable. El dominico Giordano Bruno, quemado en la hoguera por la Inquisición en 1600, dijo: «Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes». Siglo y medio después, el filósofo francés Voltaire escribía: «La religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil»… ¿Exageraban?

Oligarcas, iglesias y gobiernos, valiéndose de eficaces medios de adoctrinamiento y propaganda, han logrado controlar la voluntad de millones de personas. La especie humana corre peligro de retroceder a las tinieblas de la Prehistoria, porque las ideologías totalitarias perviven en las hediondas entrañas del poder. Algunos resisten y luchan en defensa de la Libertad, contra el dogmatismo, el integrismo, la injusticia, la imposición, el neoliberalismo… La violencia institucional es la partera de un derecho pérfido y envilecido, que los pueblos sojuzgados rechazan por ilegítimo. Los partidarios de mantener el sistema presumen de demócratas; sin embargo, por su culpa, la Democracia es desconocida.