La situación de los últimos días nos ofrece un ejemplo de una perversidad pocas veces vista: en medio de una pandemia global la mayor superpotencia del planeta persiste en la aplicación de una política de bloqueo y sanciones económicas contra terceros países que impiden, o dificultan enormemente, acceder a los medicamentos necesarios para defenderse de la mortal amenaza del coronavirus.
La historia de la
humanidad está signada por infinidad de episodios que desnudan la omnipresencia
del mal. Caín ultimando a su hermano Abel da comienzo a esta historia desde los
albores míticos de la especie humana. A lo largo de siglos y milenios los ejemplos
abundan, en todas las latitudes. Ninguna sociedad se libró del mal y los
sufrimientos que ocasiona. Pero la situación de los últimos días nos ofrece un
ejemplo de una perversidad pocas veces vista: en medio de una pandemia global
la mayor superpotencia del planeta persiste en la aplicación de una política de
bloqueo y sanciones económicas contra terceros países que impiden, o
dificultan enormemente, acceder a los medicamentos necesarios para defenderse
de la mortal amenaza del coronavirus.
Entre nosotros,
Cuba y Venezuela han sido víctimas principales de esa política criminal. Cuba
viene soportando con dignidad y estoicismo ejemplares el bloqueo integral más
largo de la historia: ningún imperio, ningún déspota, ningún tirano por cruel o
bárbaro que haya sido hizo lo que sucesivos gobiernos de Estados Unidos
hicieron en contra de la isla rebelde. A lo largo de seis décadas perpetraron
en su contra, sin pausa alguna, crímenes de lesa humanidad. Bajo Donald Trump
éstos se agravaron hasta llegar a extremos desconocidos por la amplitud y
variedad de sus intervenciones y su sistemática vocación de hacer el mal al
pueblo cubano. Políticas genocidas encaminadas a exterminar o infligir graves
daños a un colectivo, en este caso la nación cubana, que los autoproclamados
líderes del mundo pretenden justificar aduciendo que con ellas la democracia,
los derechos humanos y la justicia florecerán en Cuba. Detrás de tan
altisonantes declaraciones se oculta un propósito inconfesable, perseguido por
Estados Unidos desde 1783 según lo dejara sentado por escrito John Adams desde
Londres. En efecto, en una célebre carta dijo que la isla era una “extensión
natural” del territorio continental de Estados Unidos y que su anexión era
necesaria para su seguridad nacional que podía ser nuevamente amenazada por el
Reino Unido y que, por lo tanto, su independencia jamás debería ser tolerada. O
sea, hay una obsesión de casi dos siglos y medio para apoderarse de la isla,
misma que se exacerbó de modo extraordinario en fechas recientes.
Venezuela ha
sufrido también la brutal agresión del imperio. Las “sanciones” económicas
aplicadas el estado bolivariano y a sus principales dirigentes no tuvieron otro
efecto que provocar crueles sufrimientos a la población y causar muertes por la
imposibilidad de importar medicamentos y alimentos que o bien ya habían sido
pagados o estaba el dinero depositado en bancos europeos para financiar su
compra pero que la Casa Blanca ordenó inmovilizar. Otro genocidio de manual,
unido al robo descarado de los patrimonios de la República Bolivariana de
Venezuela en el exterior –caso CITGO, por ejemplo- y los continuos sabotajes y
hostilidades vehiculizados a través de algunos asesinos seriales como Iván
Duque y de bufones corruptos como el “autoproclamado” Juan Guaidó,
estúpido de marca mayor que cree que los drones y los misiles de una invasión
estadounidense, en caso de producirse, afectarían tan sólo a los chavistas
dejando indemnes a sus escasos y cada vez más desmoralizados partidarios.
Washington, que ya
inició ya su inexorable declinación como centro imperial, actúa como un
hampón desenfrenado que impone su ley gracias a la mortífera eficacia de sus
armas y, también, a la cobardía de gobiernos como los de Europa y Japón que
consienten sus tropelías y admiten ovejunamente la “extraterritorialidad” de
las leyes de Estados Unidos. Creen que el Calígula neoyorquino en ningún
momento se volverá también contra ellos. La pandemia está demostrando lo
contrario y también ratifica que la maldad que encarna Donald Trump y la
dirigencia política y corporativa de Estados Unidos es incomparable.
Nadie,
absolutamente nadie, arrojó bombas atómicas sobre dos ciudades indefensas en
Japón. Nadie sometió a otro pueblo a un bloqueo de sesenta años o a sanciones
económicas destinadas a infligir el mal a una comunidad. En el marco de una
pandemia como la actual un mínimo resto de sentimientos humanitarios debería
haber impulsado a la dirigencia de Estados Unidos –y no sólo a Trump- a
declarar la temporaria suspensión del bloqueo y las sanciones en contra de Cuba
y Venezuela. No lo han hecho, ni lo harán. Tenía razón Oscar Wilde cuando, hace
poco más de un siglo, dijera que “Estados Unidos es el único país que pasó de
la barbarie a la decadencia sin pasar por la civilización”.