Durante mucho tiempo he admirado a determinados artistas y poetas. A esos poetas y artistas que renunciaban a lo bello, que salían de su torre de marfil y empujados por el hombre que es un lobo para el hombre, se sumergían en la lucha del día a día, del año a año, de generación en […]
Durante mucho tiempo he admirado a determinados artistas y poetas. A esos poetas y artistas que renunciaban a lo bello, que salían de su torre de marfil y empujados por el hombre que es un lobo para el hombre, se sumergían en la lucha del día a día, del año a año, de generación en generación. No quedaba más remedio que remangarse y poner sus versos sus pinceles-cinceles o partituras al servicio de la lucha por la libertad, por el hombre que sigue siendo solidario. Sus tiempos, eran tiempos difíciles que aún recuerdan nuestros abuelos, en los que aún no eran tan obvios determinados derechos. No todos siguieron ese camino, algunos prefirieron continuar en su torre, arropados por propios cantos de sirena, eligieron lo cómodo y lo cobarde, lo más humano al fin y al cabo. Por eso admiraba yo a esos artistas que volvían a ser hombres, que supieron bajarse del pedestal a tiempo, que empezaron a luchar, a cavar con palabras y canciones sus propias trincheras, trincheras que resultaron ser más grandes que las cavadas con las manos y la sangre, pues en ellas cabían siempre más de un hombre.
Admiraba y admiro a Miguel Hernández, a Vallejo, a Dámaso Alonso, a León Felipe, a Maiakovski, Ana Ajmátova y Pasternak, a Emilio Prados, Antonio Machado y Altolaguirre, a Benedetti y Ferreira Gullar, a Blas de Otero y Gabriel Celaya. Como siempre, en una lista, se que me dejo a algunos, en realidad a muchos, pero ya sabéis, es la fragilidad de la memoria, que no soporta el peso de algunos recuerdos. Admiraba a todos ellos. Los admiraba y también los envidiaba. Y no sabría decir en qué medida me dominaban ambos sentimientos. A ellos, sus tiempos tan difíciles, les habían dado un motivo inevitable sobre el que escribir. Sus enemigos habían surgido de las tinieblas y luchaban con la cara descubierta, los brazos en alto y los uniformes bien abrochados. ¡Estaban obligados enfrentarse a ellos!. En sus tiempos era muy sencillo saber qué era el fascismo, quiénes los ricos o cómo aborregaba la iglesia. Todo estaba polarizado, los bandos muy bien definidos.
Así, durante mucho tiempo, la envidia por carecer de motivos para escribir, me sirvió a mí para tapar mi rabia y mi impotencia. Justificaba mi silencio, mi falta de creatividad, pensando que ya esa lucha había terminado, que no tenía en realidad motivos para escribir, ni mis palabras hacían ya falta. Tampoco sabía cantar a las rosas o a las mujeres, por lo cuál elegía una vida menos artística, aunque sin alejarme de los libros: me hice bibliotecario.
En la época que me ha tocado vivir, tengo móvil, portátil, hasta hace poco tenía trabajo (de bibliotecario), y equipo de fútbol que me abochorna cada domingo, una buena colección de libros y cómics, viajo de vez en cuando, incluso tengo coche, no uno grande ni muy moderno, pero me sobra y mucho que me cuesta su seguro. No tengo piso, que le vamos a hacer, en esto al menos debía ser diferente, ni novia, aunque de esto no tiene la culpa la sociedad, es más por falta de talento a la hora de acodarme en las barras de los bares. Y como yo, todos mis amigos y la gente que me rodeaba. Hablarles a ellos del Che Guevara o de Trovski, en una última resaca de conciencia, era sólo un arrebato de la nostalgia universitaria. Recuerdo una breve charla que tuve con Anguita, que vino una vez a mi pueblo y le dije: Maestro, que difícil es ahora mantener la guardia despierta, pelear contra el aborregamiento, cuando el enemigo está diluido, es mil enemigos pequeños o un gran enemigo invisible. (¡Jo, macho, que bien me quedó eso! Y qué orgulloso estaba de mis pensamientos timoratos). Los tiempos habían cambiado y por fin, nosotros éramos justos y neutrales y nuestra sociedad, aunque no perfecta, estaba lo suficientemente parcheada como para ser agradable, inocua y perdurar en el tiempo. Aunque bastaba, con mirar más allá de nuestras fronteras, más allá del estrecho, por ejemplo, para saber que estábamos equivocados, que no todo era tan sencillo. Agazapados, siempre acechan los mismos enemigos. Y nuestro móvil, nuestro coche, nuestro equipo de fútbol no son los frutos de nuestra lucha, sino otra fachada, son sólo un sutil engaño de una realidad que aún merece ser luchada y ganada.
De repente, me he dado cuenta de que vivo en los mismos (malos) tiempos de los poetas y artistas que tanto he admirado y envidiado. Tiempos que exigen por mi parte y por quienes me rodean otra reacción. Tiempos a los que les sobran motivos para combatirlos, para escribir sobre ellos. Lo dicho, los enemigos que por fin pareció venció la razón (me refiero a La Razón en mayúsculas, no a ese panfleto que vomita Marhuenda) nunca se fueron. Han vuelto y vuelven a estar con la cara descubierta, los brazos en alto y orgullosos de sus uniformes recién planchados. Yo, como los poetas de antaño o las personas modestas, no entiendo muy bien de dónde surge esa cólera, de dónde ese empeño en quebrar el mundo para que sólo les de sombra a ellos, esa premura en dominar al prójimo por la fuerza. ¿Cuáles son sus miedos, cuáles sus debilidades que los hace tan rabiosos? ¿El por qué quieren ocultar su mediocridad con los gritos, los sermones y las balas? Ante ese ataque, nuestra respuesta primera, acunados por la mala costumbre a sobrevivir con un poquito de ocio, es la sorpresa y la incredulidad, seguida de un parpadeo de autoengaño. Después vienen las ostias (consagradas y con la mano abierta) y nuestras primeras derrotas. Luego sigue la rabia, el desconcierto y un primer amago de sumisión y repentino agotamiento. La música que surge de los móviles y el runrun de nuestros cochazos es narcótico. ¡Cuando todavía la lucha no ha comenzado! Pero poco a poco nos ponemos de pie, nos levantamos de nuestro aturdimiento, nos limpiamos las rodillas, escupimos polvo y miramos hacía arriba, a la cara del enemigo rabioso que vuelve a tener rostro. Tiene cara de Rajoy, de cura enmohecido, de político corrupto, de futbolista atontao, de Botín, de Wert, de Undargarín, de rey hinchado (que no pasmado). Aunque también tiene cara de tarifa plana, de tele de plasma, de fútbol las veinticuatro horas del día siete días a la semana, de móvil, de gastronomía reconstruida: el opio de hoy en día adopta mil caras. Contra quién peleamos más parece un hidra que una manada de lobos. Pero es contra ellos contra los que hay que volver a luchar, es contra ellos que debemos enfrentarnos, cada uno con sus armas, pero cogidos de las manos de otros que estén luchando. Cuando miremos a los lados, no debemos estar solos, que junto a nosotros haya cien peleando. Yo poco a poco, también he tardado, me estoy poniendo en pie, y estoy mirando a los lados. Tras el cabreo, he sacado de mi biblioteca los libros de poesía que tenía guardados. Los leo con premura, quiero aprender de ellos los versos con los que los poetas cavaban no hace mucho sus trincheras. Pues como dijo Celaya, «la poesía es (también) un arma cargada de futuro». Aunque no sé, quizás la poesía no sea sólo un arma, quizás sea también una pala. El caso es que hay que pelear, con lo que se tenga y como se sepa.
Así, tomando las palabras de Vallejo, grito ahora, «Cristo, aparta de mí este móvil, esta liga de fútbol, esta Belén Rueda». Yo no voy a bajarme de un pedestal, que nunca estuve en ninguno, ni tampoco voy a salir de mi torre de marfil, no pude hipotecarme comprando una. Simplemente grito, imploro y recurro a las voces, las canciones, las palabras de los grandes poetas, para bajarme de mi sofá y empezar a cavar mi propia trinchera. Que esos tiempos tan dramáticos que creíamos superados empezaron como estos que estamos viviendo: con unos tiempos más tranquilos, en los que no todo se había perdido.
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