¿Vivimos en una arcadia democrática donde gobierna el pueblo o en una dictadura del capital financiero donde las políticas que adoptan los gobiernos electos están determinadas por la presión de corporaciones privadas? Dictadura real ya, no hay que buscar en el pasado, está aquí y habita entre nosotros.
Las visiones legitimistas de la democracia expresan a menudo su crítica política en clave de «democracia fallida», donde la corrupción aparece como la apropiación indebida de lo público -incluida la representación de los intereses públicos o generales- por parte de personas, facciones o corporaciones políticas. Esta es una visión legitimista porque juzga inadecuado el estado actual de cosas en relación con el modelo ideal o ideológico, lo que la democracia debería ser pero no es -por la acción inapropiada y voluntarista de algunos. En esta visión no hay rastro de una interpretación estructural, por ejemplo, no existe la posibilidad de que «corrupción» sea concebida como una expresión común para referir la unión íntima de la política con la economía, y concretamente del poder con el capital. Además, es una visión legitimista de la cosmovisión democrática porque las posibles soluciones a ese estado mejorable de cosas siempre pasan por los mismos procedimientos que dice criticar, por los formalismos y ritualizaciones que sacralizan el poder de su sociedad, presentando la estrategia electoral como la vía de «cambio» predecible, y hasta cierto punto deseable. Lo primero, entonces, sería desencantar el punto de vista políticamente encantado y considerar las cosas tal y como son y en el sentido en el que son, algo muy spinozista. Abreviando: la democracia no es lo que debiera ser, el gobierno del pueblo representado en las Cortes -eventualmente corrompido-, sino el eufemismo político que permite hacer pasar el gobierno y los intereses de las élites como el ejercicio legítimo de la voluntad popular. Preñado de populismo, el discurso democrático cala en todas las mentalidades -cultas y populares- dado que es la ideología dominante, y viceversa. La democracia es lo que es: la instrumentalización por parte de élites corporativas de minorías sociales cautivas electoralmente, a partir de las cuales se constituyen artificiosamente mayorías parlamentarias que forman gobierno sobre la totalidad -la lista más votada gobierna al total de la población, en una proporción de 1 a 5. Todo ello se desarrolla en el escenario de una amenaza larvada y difusa que se expresa, por abajo, como la posibilidad de una anarquía y, por arriba, como la sombra de una dictadura. Los antagonismos fantasmagóricos que funcionan como coerción ideológica, como la anarquía (en el sentido peyorativo de caos, no de auto-gobierno) y la dictadura (como la amenaza de un totalitarismo reversible, de un pasado horribilis que siempre está aquí como potencialidad), hacen creer que lo que se vive no es al fin y al cabo un gobierno tan autoritario ni caótico, tan despilfarrador ni arbitrario o ineficiente; en definitiva, hacen creer aquello tan churchilliano de que la democracia es la peor forma de gobierno exceptuando todas las demás. Así se cumple la funcionalidad del tótem político y de todo el lenguaje político que lo nombra mediante eufemismos: la imposibilidad de pensar más allá del tótem, más allá de la democracia.
El discurso democrático es una versión de la biopolítica orientada a producir las subjetividades gobernables y funcionales para el (mejor) desarrollo del capitalismo neoliberal; en este sentido es un proceso cultural, por tanto social e histórico, es decir, heterogéneo y contradictorio, no una cosa o un estado de cosas. Su capacidad para capilarizar el tejido social es asombrosa: incluso la disidencia lo es gracias al lenguaje de su dominación (democracia real ya). Mucho discurso anti-capitalista, sí, pero por efecto de la magia eufemística del tótem político, poca disidencia frente a su forma de gobierno y su fuente de legitimación: la democracia. La democracia no como algo separado -y virtualmente antagónico- de la economía capitalista, no. La democracia como la forma de dominación política, de producción de cuerpos dóciles y subjetividades gobernables, de agregación de poblaciones a la conducta política normalizada que es solidaria de los modos de explotación de la economía capitalista, particularmente en la órbita del capitalismo regional euro-americano -aunque por efecto de su difusión cultural enraíce en otras culturas políticas hibridizándose promiscuamente en sistemas más localizados. En pocas palabras, la democracia es esa tecnología de gobierno, de conducción de la conducta política parafraseando a Foucault, que actúa como un discurso mistificador del expolio social y natural al que son sometidas sistemáticamente porciones crecientes de las poblaciones, de los bienes comunes y naturales del planeta. Esta operación ocupó, en nuestro contexto nacional, lo que el establishment del momento llamó la Transición, pero que quizá los historiadores del futuro designarán más apropiadamente, siguiendo las inveteradas tradiciones historiográficas, como la II Restauración Borbónica.
Particularmente, la violencia simbólica del discurso democrático se expresa a través del manejo del voto, de toda su simbolización y de su sentido práctico: «somos los legítimos representantes elegidos en las urnas», dicen. Del otro lado, en las coordenadas de un campo político cuya divisoria establece un antagonismo artificial entre izquierda y derecha, la negación del voto (abstención) se interpreta en términos individualistas y sin texturas políticas: sujetos desconectados que actúan sin pretensiones políticas, expresando así el estatuto de idiotas funcionales al que son reducidas las mayorías sociales desde la óptica de gobierno -masas aborregadas que prefirieron ir a la playa o a los toros, quedarse en casa por el mal tiempo. Esa violencia simbólica tan particular que está en el origen de la legitimación del gobierno democrático, la de la representatividad delegada, aparece como una retórica en la que continuamente se encastillan las corporaciones políticas, los dirigentes y cargos públicos, y a la cual recurren sistemáticamente para criminalizar la crítica o la disidencia -presentándola como «antisistema» o «golpismo». Esto pone la estrategia electoral en el primer plano de la resistencia social frente al mal gobierno: la necesidad imperiosa de neutralizar su fuente de legitimidad, el voto. La simbolización del voto es el mayor reto (u escollo, según se mire) que afronta la resistencia civil, puesto que la estrategia electoral actúa como un principio articulador de la dominación política en la sociedad democrática neoliberal, ritualizando la consagración de la jefatura de la tribu. La centralidad del voto como domesticación política es tal que hace difícil concebir siquiera su negación: no votar, no delegar. ¿Interpretar el voto como un dispositivo de normalización política al servicio de la sacralización del poder, es decir, funcional a la reproducción del sistema político que legitima el capitalismo; o bien como una estrategia de transformación social, de acceso al poder con voluntad de emancipación? Las últimas décadas han sido taxativas: instrumentalizando por la vía del voto a los diferentes sectores del mercado electoral se logran justificar eficientemente, legitimándolos, los intereses que orientan las estrategias de acceso al poder de las élites directivas. Así, el voto se presta a producir una plusvalía de legitimidad necesaria para dar una vuelta de tuerca a la reproducción ampliada del capital. La imbricación creciente de los procedimientos electorales en esta reproducción ampliada del capital, aportando la necesaria cuota de legitimidad (y de normalización política), es el precio pagado por esa suerte de Pax Romana que las corrientes neoliberales euro-americanas establecieron en el convulso período entre 1973 y 1989.
Así las cosas la desobediencia electoral no es una opción. Cada vez más se presenta como un horizonte políticamente fértil. Tampoco es un destino trágico, sino una fuente de alegría política: la posibilidad muy bajtiana del carnaval. Habrá nostálgicos del voto que no puedan disimular su disenso; sí, aquello de que «en este país murió mucha gente para que podamos votar, y si no votamos gobernará la derecha… o vendrá la dictadura… o será un caos». Nostalgia de lo que nunca se ha perdido, lo cierto es que la dictadura está aquí, nunca se fue, siempre estuvo gobernándonos y seguimos gobernados por gobiernos autoritarios. La cuestión es si estamos dispuestos a seguir legitimándolos a través del uso irreflexivo de esa maquinaria electoral que se traga el sentido representativo y delegado de los votos. Huérfanas de los mecanismos de su representación, las mayorías sociales pueden confluir, no en el programa político de un partido minoritario que nunca se convertirá en política pública, sino en la desobediencia como espacio político a significar, a fortificar, a cultivar en todas sus dimensiones, en suma, como esa arena política a donde puedan afluir las mareas en una riada de desacato y de negación. Ocupar las calles y plazas, las portadas y editoriales, tejer las redes en el hogar, en el vecindario, en el lugar de trabajo o estudio. Y no dejar de echar esas redes, para ir sumando. La gente. Sí. Con la cabeza bien alta, los indecentes son los otros. Cargados con muchas ideas razonables y plausibles, no quimeras mercantilistas. La gente dispuesta en la dirección de exigir la transformación política del Sistema, no el solo cambio de Gobierno. ¿Qué hacer con la fuerza constitutiva del voto cuando ellos nos llamen a las urnas, nos convoquen a su fiesta de la democracia? No delegar, no hipotecar la fuerza constitutiva que entraña el voto. Al contrario: reservar colectivamente esa fuerza para hacerla rendir más prometedoramente, agregando la desobediencia en un bloque de resistencia civil, de nuevas prácticas y sentidos políticos. La desobediencia electoral es un capital político que pueden movilizar las mayorías sociales desposeídas de todo lo demás, cada vez más: es el juego estratégico con la norma, no la aceptación irreflexiva de su acatamiento.
Recientemente, las últimas elecciones en Grecia e Italia indican que la pluralidad social está reñida con la gobernabilidad democrática. La supuesta ingobernabilidad de parlamentos heterogéneos -en un gesto nostálgico del funcional bipartidismo- nos hace pensar con más fuerza en la necesidad de cambiar las reglas del juego y aspirar a otra forma de gobierno y, sobre todo, a otra manera de formar gobiernos. Las mayorías sociales están en las calles pidiendo a gritos un carnaval político, un período políticamente extraordinario en el que se inviertan las jerarquías y se genere anti-estructura, donde las mayorías establezcan un nuevo criterio de ordenación política, donde la fuerza constitutiva se transforme en un acontecimiento constituyente. Hasta ir minando esa legitimidad que hoy atesoran como un capital las corporaciones políticas, tendremos que pensar en la posibilidad de dar un sentido colectivo, unitario y confluyente, de bloque, a la fuerza política que reside en la denegación de la legitimidad por las urnas: el principio de no delegación. Secuestrar el voto para forzar el regateo, las transacciones con el poder. Secuestrarlo hasta que el campo político que ahora patrimonializan celosamente se abra a la decisión colectiva, de modo que el formalismo electoral del voto pueda ir más allá de un colaboracionismo a la francesa o de un quintacolumnismo, esa forma cínica de justificar o callar ante las fuerzas de ocupación enemigas. Entre tanto se nos reprochará que con ello sólo favorecemos la llegada de la dictadura o del caos. Pero tenemos una urgencia: el mal gobierno ya está aquí; y nos hemos impuesto una tarea: desbancarlo del poder.
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