«¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable «idée fixe» (idea fija) de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!…» (Friedrich W. Nietzsche: El crepúsculo de los ídolos) Entre los lugares comunes que conforman el […]
(Friedrich W. Nietzsche: El crepúsculo de los ídolos)
Entre los lugares comunes que conforman el paisaje de la historia de la filosofía se halla aquel que atribuye a Nietzsche el empleo del método genealógico como procedimiento de indagación filosófica. Procedimiento luego adoptado con carácter terapéutico por Sigmund Freud para la cura de la neurosis. Tiene su motivación en la sospecha que el filósofo alemán expresa en su «Genealogía de la moral» con estas palabras: «permanecemos necesariamente ajenos a nosotros mismos, no nos comprendemos, tenemos que confundirnos, para nosotros reza la frase eternamente: «De nadie estamos más lejos que de nosotros mismos», no somos «conocedores» de nosotros mismos». En el susodicho libro emplea el método en cuestión para revelar el origen de nuestros prejuicios morales. Sacarlos a la superficie de nuestra consciencia al modo como el psicoanálisis pone bajo el foco de la misma lo que se ocultaba en el inframundo psíquico del subconsciente. Al fin y al cabo la cultura es el precipitado histórico de nuestras experiencias no siempre precisamente racionales, que con el tiempo, sin embargo, y por mor de su institucionalización y reificación, acaban confundiéndose con la naturaleza objetiva.
En este método se halla implícito el reconocimiento de que el devenir -y su humana forma, la historia- constituye la clave para comprender cómo se dibuja el mapa por el que nos orientamos los humanos en la búsqueda del sentido de las cosas. Devenir con su inercia al margen de la voluntad de los hombres, y que éstos padecen la más de las veces sin ser sabedores de ello; lo que les arroja ineluctablemente en brazos de ilusiones cognitivas que ponen velo a la luz que la realidad emite. Toda una rebelión contra la dominante concepción metafísica que tiene en la esencia su canon para la comprensión de lo que es, y que halla en el lenguaje -a decir del propio Nietzsche- su principal refuerzo.
Inspirado en la propuesta del pensador errante quiero aquí dedicar unas líneas a reflexionar en torno a la carga moral que impregna desde tiempo inmemorial al cuerpo humano y sus pulsiones (y pasiones) sexuales. (Así completo la visión naturalista que sobre este particular ofrecí en un anterior texto.) No pretendo ni mucho menos un exhaustivo y profundo análisis antropológico, sino más bien considerar algunos elementos históricos que pueden contribuir a la toma de consciencia de nuestros prejuicios sobre esa potente dimensión de nuestro mundo, poniendo en evidencia de este modo la condición de ilusiones cognitivas de lo que -insisto, y sobre todo para los moralistas del sexo- pasa por naturaleza objetiva. Para expresarlo con contundencia y que nadie se lleve a engaño, me serviré de las palabras del propio Nietzsche escogidas de El crepúsculo de los ídolos: «La moral es una interpretación de ciertos fenómenos; dicho de manera más precisa, una interpretación equivocada. El juicio moral, lo mismo que el religioso, corresponde a un nivel de ignorancia en que todavía falta el concepto de lo real, la distinción entre lo real y lo imaginario: de tal manera que, en este nivel, la palabra «verdad» designa simplemente cosas que hoy nosotros llamamos «imaginaciones»».
Si hay un elemento de lo real que ha sido históricamente campo de batalla en nuestra cultura entre esos polos dialécticos (lo real y lo moral), cuya tensión ha generado una parte principal del discurso moral de nuestra cultura, ese ha sido sin duda el cuerpo humano (¿y quién podría negar que no lo sigue siendo en la actualidad?). Aquí nuestro compromiso con la indagación genealógica nos lleva necesariamente a los orígenes de la moralidad cristiana, cuyo influjo sobre el sistema de valores que marca nuestra percepción axiológica de los hechos es ciertamente notable.
Wayne A. Meeks, profesor emérito de la universidad de Yale, es un reconocido erudito en lo que a los orígenes del cristianismo se refiere. Gran parte de su conocimiento al respecto queda recogido en su libro titulado Los orígenes de la moralidad cristiana. En él recorre los dos primeros siglos de constitución del cristianismo como religión con entidad propia. Reparemos en un capítulo, el ocho, que lleva por título El cuerpo como signo y como problema. Ya este título es suficiente muestra de lo que hemos adelantado líneas atrás: desde la perspectiva de la moral religiosa (y no sólo la cristiana) el cuerpo no es un mero organismo, sino un elemento portador de sentido, el cual no siempre resulta fácil armonizar con su natural inmanencia.
Es verdad que la problematicidad del cuerpo estaba ya en Platón, y moralistas de la antigüedad como Filón de Alejandría del siglo I, judío pero con simpatías platónicas, tenían claro que el logro de la virtud pasaba por el enfrentamiento entre alma y cuerpo. Ahora bien, es Pablo de Tarso, coetáneo del anterior, el ideólogo decisivo del cristianismo en sus orígenes. No es que sus cartas sean precisamente sencillas, claras o coherentes -nos advierte el profesor Meeks-, pero es el escritor cristiano más antiguo cuyas obras sobreviven. En su epístola a los corintios (1 Cor.) advierte a los cristianos de esa comunidad de un mal entendimiento de la libertad que puede llevar a su aniquilación. El santo viajero «quiere que su público comprenda que Dios, al resucitar a Jesús corporalmente de entre los muertos y prometer con ello la resurrección final de todos nuestros cuerpos, aunque en un estado «espiritual» transformado, tiene derechos sobre el cuerpo». Es más, Pablo equipara la vida cristiana a la esclavitud; en sus propias palabras: «habéis sido comprados a un precio; así que glorificad a Dios en [o con] vuestros cuerpos». Y en la carta a los romanos: «os exhorto, pues, hermanos, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima, viva, santa, agradable a Dios, tal será vuestro culto espiritual». Lo que se hace «en el cuerpo» es moralmente significativo. De esta manera, con legitimación teológica, le es enajenado su propio cuerpo a cada cristiano.
Con el paso de los siglos, en la Edad Media, la teología, ya como supremo discurso teórico-moral, establece la norma de comportamiento sexual en nombre de la naturaleza. Es la conclusión a la que llegan los medievalistas Danielle Jacquart y Claude Thomasset al final del libro que dedican al asunto bajo el título de Sexualidad y saber médico en la Edad Media. Esa norma tiene su legitimidad en la ley divina que, de acuerdo con el sistema de ideas de Tomás de Aquino hecho suyo por la Iglesia, se expresa por medio de la ley natural y se concreta social y jurídicamente en la ley positiva. Ateniéndonos a estas premisas, la conducta humana tiene un «telos» inmanente que necesariamente ha de ser congruente con el «telos» trascendente o divino, y que determina de forma eterna e inmutable el orden moral. Toda manifestación de la sexualidad humana que no cabe dentro de esa definición normativa, simplemente es negada o tachada como aberrante por ir «contra natura», contando con el apoyo «científico» de la medicina de la época, muy constreñida por las exigencias morales de la teología. Dicho por la pareja de autores arriba mencionados: «La medicina ignorará los comportamientos que se salen de la norma o bien los clasificará entre los casos patológicos. La estrategia consiste en hurtar a ciertos tipos de comportamiento toda posibilidad de existir en el mundo presente, sano y normal.»
El caso de Sor Benedetta Carlini estudiado por la historiadora Judith C. Brown es prueba de lo que acabamos de exponer. En su ensayo titulado Sexualidad lesbiana en la Italia del Renacimiento: el caso de Sor Benedetta Carlini refiere la historia de una monja -nada menos- cuya conducta sexual es sencillamente inconcebible para quienes han de juzgarla. Sabemos de ella por un documento hallado por la mencionada investigadora en el Archivo del Estado de Florencia, identificado bajo el título «Caso de una monja de Pescia que afirmaba ser objeto de acontecimientos milagrosos, pero que después de la investigación resultó ser mujer de mala reputación». Esa «mala reputación» no era rara en los conventos de la época renacentista, dada la relajación moral existente en ellos, puesto que eran -en expresión de la profesora Brown- «almacenes para mujeres de las clases medias y superiores», cuyos padres las depositaban allí por no poder casarlas convenientemente. Benedetta Carlini era una de aquellas jóvenes, llevada al convento a la edad de nueve años para cumplir un voto que sus padres hicieron en el momento de su nacimiento, según consta en el documento donde se recoge la investigación eclesiástica de su caso fechada entre 1619 y 1623. Como era inteligente y persuasiva, y sabía leer y escribir, no es de extrañar que llegase a abadesa antes de los treinta.
Pero lo que llamó la atención de las autoridades eclesiásticas no fue su brillantez, sino sus declaraciones de que era visitada por Cristo y por ángeles varones, siendo receptora de favores divinos. Durante el interrogatorio al que se la sometió fueron revelados detalles de su vida sexual que dejaron atónitos a los inquisidores. Su conducta amatoria se encuadraba dentro de la homosexualidad, lo que el catálogo de los crímenes de la carne etiquetaba como sodomía, una conducta suficientemente conocida y abominada por los perseguidores del pecado por ser contra natura; pero nadie de entre los doctores de la Iglesia había concebido su posibilidad entre mujeres. La ausencia de casos en los documentos eclesiásticos del renacimiento y la época moderna así lo demuestran. En opinión de las autoridades -según refiere nuestra historiadora- «un caso tan horrible y contra natura es tan detestable y causa tanto horror que no puede mencionarse». No es de extrañar, pues, la práctica inexistencia de referencias a la sexualidad lesbiana en los archivos inquisitoriales y judiciales; pero lo razonable es explicarlo por la incapacidad para concebir la existencia de una práctica sexual ajena al cosmos ordenado de la moral sexual cristina, la natural y la normal; no porque no fuera posible, incluso probable, con un porcentaje de población femenina confinada en los conventos que rondaba el diez por ciento del total de las féminas. Ese cosmos, además, había sido diseñado teóricamente desde una mentalidad exclusivamente masculina, y en consecuencia era falocéntrico: «la consideración de que las mujeres podían provocarse entre sí el placer sexual sin la ayuda de un hombre, se le ocurría a muy pocos teólogos y médicos». En el siglo XVIII el clérigo italiano Lodovico Maria Sinistrari decidió escribir un tratado sobre la «sodomía femenina», en el que se planteaba su existencia. Tras arduo estudio, acabó por concluir su imposibilidad, «salvo en raras excepciones».
¿Se definió Sor Benedetta como lesbiana? No podía hacerlo; no existía la palabra para algo que no podía ser. Y por supuesto quienes la sometieron a interrogatorio, a ella y a su amante, no entendieron lo que les contaron. He aquí lo que ahora podemos comprender si asumimos la realidad de los hechos, y no los forzamos a someterse al lecho de Procusto de una moralidad -esta sí- contra natura, obsesionada con las definiciones y los estereotipos que delimitan un orden fijo, en verdad trasunto de unos prejuicios que nada tienen que ver con la compleja realidad de la sexualidad humana. En el caso de la homosexualidad femenina, no todas las mujeres que han mantenido relaciones sexuales y emocionales con otras mujeres se etiquetan a sí mismas como lesbianas. A la inversa, mujeres que nunca han practicado la relación homosexual sí se consideran a sí mismas como tales. Como advierte la profesora Brown: «la gama de experiencias y de autoidentificación es inmensamente variada y opera en gran medida dentro de categorías socialmente definidas que influyen en la identidad y en la conducta». Y la categoría cultural de lesbiana no aparece hasta finales del siglo XIX.
Es obvio que sexualidad y cultura están entrelazadas, y no es menor en el componente cultural la carga de la moral de origen judeocristiano. Claro que en el catálogo de los pecados hay cosas que implican daño para las personas, por lo que no pueden ser tenidas por buenas, pero también hay bastantes verdaderamente inocentes y hasta necesarias en mayor o menor medida. La genealogía de nuestra moral sexual explica por qué aún queda en nuestra civilización resistencias contra los placeres de la carne, y todavía hay quien los califica de «animales» e «inmundos» por mancillar un cuerpo que ha de ser santuario del espíritu, aquello que nos eleva por encima de las bestias a la humanidad. Pero la evidencia dice lo contrario: fuera de nosotros no hay prácticamente ningún animal que practique el sexo por placer. La evolución ha dotado a nuestra especie de mecanismos muy potentes que han convertido el sexo más en una diversión que en una obligación reproductora. Por tanto, lo verdaderamente humano, en un sentido rigurosamente estricto, es hacer del sexo un arte del deleite de vivir; lo animalesco es supeditarlo a la función procreadora. Ello ha supuesto una aportación natural que, junto con otras, nos ha convertido en lo que somos. Quiere decirse, pues, que el desarrollo de las características más sobresalientes de nuestra sexualidad ha contribuido también a conformar la esencia de eso que llaman espíritu humano.
José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual
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