En noviembre de 2016, Bogotá y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmaron un acuerdo de paz. Las medidas de acompañamiento a los ex guerrilleros imaginadas en aquel entonces se acabarán el 15 de agosto de 2019, la reforma agraria que el gobierno se había comprometido a realizar no avanza y el proceso de […]
En noviembre de 2016, Bogotá y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmaron un acuerdo de paz. Las medidas de acompañamiento a los ex guerrilleros imaginadas en aquel entonces se acabarán el 15 de agosto de 2019, la reforma agraria que el gobierno se había comprometido a realizar no avanza y el proceso de paz tampoco. En los últimos tres años, más de 500 militantes de movimientos sociales et alrededor de 150 excombatientes han sido asesinados. El 20 de mayo de 2019, quien fuera negociador por las FARC de los acuerdos, Iván Márquez, declaraba: «Dejar las armas fue un gran error». Y volvió a la clandestinidad.
Poste
Tibú, en el norte de Colombia. La explosión despertó el barrio. Tercera vez en pocas semanas. Como en las explosiones anteriores, el blanco era un cámara de vigilancia de la policía. Al caer, el poste sobre el que estaba ubicada la cámara, hundió el techo de una casa. «Espero que no les dio miedo, nos dice Edwin. Las hacen caer porque son cámaras blindadas: no se las puede romper a tiros». ¿Quiénes las hacen caer? Edwin no lo dice. A la mañana siguiente, en las calles, se dice «La guerrilla hizo caer otra cámara anoche».
Zona roja
En el departamento de Norte de Santander, en la frontera con Venezuela, Tibú está en lo que se llama una » zona roja «, donde la paz negociada entre el gobierno y las FARC no ha llegado todavía/1. En cada una de las entradas al pueblo, los soldados vigilan el ir y venir incesante de buses y de motos. La gente pasa sin mirarlos. Dos, tres, a veces cuatro en la misma moto. El rugir de los motores se mezcla con las canciones tradicionales que gritan los altoparlantes distorsionados des comercios y restaurantes. Durante el día, los agentes de la policía patrullan en camionetas, con chalecos antibalas y exhibiendo sus armas. Por la noche, la luz roja intermitente de un dron recuerda a todos que los poderes públicos vigilan la zona. Pero de lejos. A esa hora, las milicias urbanas de la guerrilla dictan la ley. Invisibles, se confunden entre la fauna nocturna que va de bares a salas de billar. Prostitutas venezolanas, campesinos desplazados por la guerra, vendedores ambulantes… Es imposible saber quién trabaja para la vasta red de informantes de los rebeldes. «El tipo que está allá, tirado en el piso, puede llegar a ser uno de ellos, bromea nuestro contacto. De todas maneras, te observan desde que bajas del bus».
Presencia
Hace unos días, dos jóvenes sospechosos de haber robado unas motocicletas fueron asesinados. «En Tibú, es imposible robar. Lo que no quiere decir que algunos no lo intenten, nos explica M Fabián Contreras, un sicólogo que vive ahí. La guerrilla afirma su presencia a través el control social que ejerce sobre la población. La ausencia del Estado lo facilita: el Catatumbo es una zona rica en recursos naturales, pero pobre en inversiones económicas. Las infraestructuras públicas casi no existen.» Nuestro interlocutor mira hacia atrás por encima del hombro antes de seguir hablando: «La gente puede decir lo que quiera, aquí manda la guerrilla.»
Guerra flotante
Ni uniforme, ni arma, ni bandera. «¿Sabe usted que la CIA cuenta con aparatos de reconocimiento facial?, nos pregunta Jairo. Las nuevas tecnologías nos obligan a tomar medidas de seguridad reforzadas.» Treinta años, apenas. El joven forma parte de la red urbana del Ejército de Liberación Nacional (ELN). No podemos mencionar su verdadero nombre ni el lugar en el que lo encontramos. Nos lo presentó un grupo de revolucionarios con los que milita. Un pie en la legalidad y el otro en la lucha armada. «El ELN tomó distancias con la táctica de guerra abierta de las FARC. Su objetivo no es el de crecer en tanto que ejército regular, nos dice Carlos Medina Gallego, profesor investigador en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. Los guerrilleros del ELN han desarrollado una táctica llamada de ‘guerra flotante’. No hay frente, ninguna zona de operaciones ni territorio administrado. Pero la guerrilla ejerce un control sobre la población en las zonas en las que es activa: cobra impuestos, designa a los candidatos a las elecciones, infiltra las organizaciones sociales. Es cierto que el ELN cuenta con campamentos en los que se encuentran los comandantes, pero lo esencial de sus fuerzas son las unidades especiales encargadas de llevar a cabo acciones contra blancos militares, políticos y económicos. Esas unidades, compuestas por milicianos (milicianos, combatientes urbanos), se confunden con la población. Son invisibles.»
Y Jairo no nos dirá lo contrario. Jairo es un profesional independiente, siempre con pastalones cortos y zapatillas deportivas que no denotan en nada su compromiso. Por otra parte, nunca menciona el nombre ELN: habla simplemente de «la organización». Fundado en 1964, bajo el impulso de la revolución castrista y de un grupo de estudiantes colombianos que viajaron a Cuba para entrenarse militarmente, el ELN empezó rápidamente a ser un actor importante del conflicto colombiano, aun si se vio eclipsado por guerrillas más importantes, como las FARC, o por las acciones más espectaculares del M-19. Desde la firma de los acuerdos de paz entre Bogotá y las FARC, en 2016 y al cabo de 4 años de negociaciones, el ELN se ha convertido en la más antigua organización insurgente del país. Las conversaciones con el gobierno que el ELN había comenzado fueron interrumpidas después de la explosión de un coche bomba en la escuela de policía, el 17 de enero último. El grupo armado reivindicó el atentado que, en plena capital, provocó la muerte de 22 estudiantes oficiales. Más allá de esta demostración de fuerzas, la organización sólo está presente en algunas zonas del territorio colombiano. El ELN es menos mediático que las FARC (debido a su menor importancia en el plano militar) y su aura política en la población es también más débil fuera de sus zonas de influencia. Algunos, como Medina Gallegos, piensan que puede jugar el papel del enemigo soñado por el poder: «El ELN es un enemigo aceptado por el Estado. Puede utilizarlo para justificar su política de represión. El ELN no representa una amenaza para el gobierno: le es útil.»
Carretera
Una simple cadena tendida sobre la carretera hace de peaje a la salida de Tibú. Por 1 peso, el joven que vigila el paso la deja caer al suelo arenoso. «Es un peaje de los combatientes», nos dice alguien, pero sin precisar cuáles. La vía está libre. La moto avanza por un camino que se pierde en la exuberante vegetación de la selva. Después de una eternidad, el camino de tierra llega al bitumen de la carretera en construcción que llevará de Tibú a Cúcuta, la capital departamental.
«¿Y siempre se desplazan por tierra? ¿En pleno Catatumbo?, dice preocupado el oficial militar que nos detiene para verificar los documentos de identidad. ¿Ustedes saben que ésta es una zona de guerra? Los pueden secuestrar.» Preocupado por imponer su presencia, hasta aquí inexistente en esta región aislada, el Estado espera que la nueva carretera va a facilitar la lucha contra los grupos armados. El ejército colombiano, responsable de la obra, es objeto de ataques recurrentes del ELN, implantado y activo en la región. Unos días antes de nuestro paso por el lugar, dos aparatos explosivos dirigidos a los soldados explotaron en un tramo de la carretera.
Brújula
Aquí, las rivalidades políticas se resuelven aún con la violencia. «Hemos sido amenazados, nos explica Mario, responsable de un pequeño grupo de militantes comunistas, políticamente cerca de las FARC, que preparan las elecciones regionales del otoño que viene en un departamento que ayudó a la elección como presidente de una hombre de la derecha dura, Iván Duque. Sabemos de fuentes seguras que trataron de mandar gente para que nos cortara el pelo.» ¿Cortar el pelo? «Matarnos», aclara Mario, y luego dice: «Pero nosotros también tenemos amigos que pueden responder a esas amenazas. Eso permite que haya un status quo.»
Los dedos de ambas manos no bastan para contar los diferentes actores armados presentes en el departamento: militares, paramilitares, guerrillas, narcotraficantes y quienes le hacen la competencia, provenientes a veces de grupos armados. Socios potenciales que se disputan los movimientos políticos locales. Un juego de alianzas a menudo contra natura: «El EPL (Ejército Popular de Liberación), una vieja guerrilla maoísta, trabaja con ciertos grupos paramilitares que, por su parte, ubican a su personal político en las elecciones», nos explica Mario. El resultado, según Mario, de «una pérdida de la brújula ideológica.» «Antes, cada guerrilla seguía la línea ideológica del partido revolucionario al que estaban vinculadas. Las FARC tenían al Partido comunista, el EPL, al Partido Comunista marxista leninista, el ELN se apoyaba en varias organizaciones, como ¡A Luchar! Todo eso se perdió. Ya no hay trabajo político. Basta con ver los resultados electorales que obtuvo el partido FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común).» La nueva plataforma política consiguió menos de 1% de votos en las elecciones legislativas de 2018. «El problema de las FARC es que están descubriendo que hay una diferencia entre hacer política con un fusil y hacerla desarmada. Tu capacidad de convicción no es la misma…»
Humildad
Pasó hace unos meses. Una de las figuras nacionales del nuevo partido de las FARC, Gloria Martínez, una vieja combatiente, circulaba en la región en su cuatro por cuatro cuando la interceptaron… sus viejos compañeros: miembros de la «disidencia» que desarmaron a los guardaespaldas de la dirigente política y que después los dejaron irse. «Quisieron darle una lección de humildad, nos explica una de las personas que nos cuenta la anécdota. ¡Se había vuelto demasiado arrogante, según ellos, con su coche blindado, su escolta y su nuevo estatuto de política, todo a cargo del Estado, que era considerado como el adversario!»
Treinta y tres
Huérfano desde chico, criado por sus padres, William Ferrer Ortiz se unió a las FARC a los 17 años. «Me hice guerrillero viendo lo que era la derecha», nos cuenta. Es originario de Catatumbo, fue testigo de la incursión de los grupos paramilitares en el departamento a fines de los años 1990. Masacres a ciegas, desplazados a la fuerza, todo fue montado para facilitar a las grandes familias de terratenientes que se hicieran con miles de hectáreas. Y fueron apoyados por los sucesivos gobiernos. William y su familia se vieron obligados a abandonar la granja en la que vivían, cayendo así en la miseria. Al adolescente le quedaba sólo una salida: el monte. Se unió al Frente 33 de las FARC, en el que combatió durante diecinueve años.
Como muchos de sus viejos camaradas, William abandonó las armas. Las armas fueron recogidas por los enviados de la ONU una vez que los ex combatientes fueron instalados en las veinticuatro zonas de reagrupamiento (oficialmente, Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, ETCR) previstos en los acuerdos de paz. Construidos por los guerrilleros gracias al material que el Estado y los países observadores del proceso de paz les entregaron (Noruega, por ejemplo), esos espacios de transición hacia la vida civil presentan varios problemas: carencias de agua potable y de electricidad y aislamiento geográfico. Eso acentúa la desmoralización de los ocupantes. «Nosotros llegamos a la ETCR en febrero de 2017. Una vez que entregamos las armas a la ONU, las cosas se deterioraron rápidamente. El reglamento militar de la organización ya no se aplicaba más.
Sin correr riesgos de sanciones, algunos no querían participar en las tareas colectivas, como la cocina. Incluidos oficiales veteranos. Y luego, poco a poco, mucha gente se fue a la ciudad o a la casa de su familia.» Sobre todo William, que vive ahora en Cúcuta, en la casa de los padres de una mujer que encontró, una profesora de la que se enamoró. Hasta consiguió trabajo. «La guerrilla me enseñó el sentido del esfuerzo, soy capaz de hacer de todo. Lo que aprendí en el monte me sirve para sobrevivir en la ciudad.»
El hombre es discreto sobre su pasado ante los desconocidos: el riesgo de represalias no es un mito. Ciento treinta y siete ex combatientes han sido asesinados. Muchos de ellos en esta región. «Nos había prometido muchas cosas, sobre todo que estaríamos protegidos, pero el gobierno no cumplió lo prometido», dice. El 15 de agosto de 2019, todos los ETCR van a perder su estatuto jurídico y la protección del ejército. Igualmente, el Estado va a dejar de entregar los 740.000 pesos (menos de 225 dólares) que les otorga por mes a los combatientes desmovilizados. ¿Volver a Catatumbo, a Tibú? Ni pensar, para William: «Si me ven, van a querer que vuelva con ellos.» ¿Ellos? Sus compañeros de armas que no abandonaron la lucha armada: los «disidentes», que tratan de aumentar sus filas reincorporando a los de antes, a los desmovilizados durante el proceso de paz.
¿Los desmovilizados tienen la posibilidad de elegir? William hace como si no hubiera oído nuestra pregunta.
La mayoría de los frentes aún activos operan en las zonas fronterizas del país. «No todos tienen una orientación política, advierte Kyle Johnson, miembro de la ONG International Crisis Group, basada en Bogotá. Pero en el caso de Catatumbo, la disidencia reúne los criterios necesarios.» Entre las exigencias para serlo: la cercanía de una comunidad local, así como el hecho de tomar en cuenta, en sus acciones y en sus reivindicaciones, de sus prioridades. En Tibú, los disidentes volvieron a adoptar el nombre original de su frente: «el 33», como lo llaman de nuevo los habitantes del lugar. Pero no son los únicos: después de haber expulsado a sus rivales del EPL y de haber llegado, según parece, a un acuerdo con el ELN, los guerrilleros rebeldes de las FARC volvieron a su viejo bastión en la región. Varios grafitis indican su presencia en los barrios pobres de la periferia de la ciudad. En la pared de una de las casas se puede leer, a manera de advertencia: «FARC-EP, Frente 33. No queremos ni perversos, ni ladrones, ni delatores.»
Chocolate
Una hora y media en moto, la espalda martirizada por el terreno lleno de piedras. Llegamos, al fin, al ETCR de Caño Indio, en el que viven los ex combatientes de las FARC de la zona. Un grupo de militares patrulla la entrada: como la mayoría de los Espacios de Reincorporación, la de «Caño» está bajo protección del ejército colombiano, el adversario de ayer, hoy encargado de proteger a los ex combatientes ante la amenaza de los paramilitares. Varios barracones alineados, unos al lado de los otros. El rostro del Che pintado sobre una fachada, al lado de una rosa, símbolo de la formación política creada por las FARC. Al medio, un invernadero en el que crece el cacao, cuya producción facilitaría el regreso a la vida civil de los ex combatientes. Algunos se han puesto a producir cerveza, otros, ropas. Aquí, es chocolate.
En su carpa, algo alejado del resto, no recibe el comandante Jimmy Guerrero. Bajo sus órdenes, el Frente 33 vino a Caño Indio. «Éramos 317 cuando llegamos, en febrero de 2017. Hoy, no somos más que ochenta», dice decepcionado este hombre viejo y canoso. Y agrega: «Yo respeto la opción de cada cual: los que quisieron irse a la ciudad para empezar una nueva vida y los que decidieron unirse a la disidencia. A esos, los conozco bien, por supuesto, porque yo los tuve bajo mis órdenes. El ejército me pidió que hiciera de mediador para convencerlos de dejar las armas. Rechacé. No es mi papel. Y además, aquí, con todos los diferentes actores armados que se disputan este territorio, tomar partido por uno de ellos implica enemistarse con todos los demás. Tenemos que conservar una cierta neutralidad para seguir viviendo.»
Estrategia
Gerardo es un combatiente activo. Unos cuarenta años, bajo, con una gorra, forma parte de la red urbana del ELN en Tibú. Para él, la disidencia no es tal. Y los combatientes de las FARC nunca dejaron en realidad las armas. «¿Usted no se imagina que hayan sido tan estúpidos como para entregarlas todas? No era necesario ser adivino para saber que el Estado iba a traicionar los acuerdos de paz.» Asesinatos de excombatientes, amenaza de extradición hacia los EEUU de Jesús Santrich (integrante del grupo negociador de los acuerdos de paz por las FARC) (Ver aquí si poner una nota sobre el artículo publicado en Correspondencia), inexistencia de política de erradicación de cultivos ilegales, etc. Nuestro interlocutor menciona otros ejemplos para justificar su teoría. Una situación agravada por la llegada al poder de Iván Duque, en 2018. «Había que conservar una puerta de salida: la disidencia era el plan B.»
«Que vuelvan»
Durante el verano de 2018, cuatro excombatientes desmovilizados fueron asesinados en El Tarra (Catacumbo). Algunos hablan de paramilitares, que actuarían de manera concertada con el ejército, los enemigos de siempre que, pese a los acuerdos de paz, mantienen una estrategia de erradicación bien conocida pero que, un artículo reciente del New York Times acaba de dar a conocer públicamente: «El jefe del estado mayor colombiano (…) ordenó a sus tropas que duplicaran el número de criminales y de militantes muertos, capturados o forzados a rendirse en los combates, incluso si ello implica que haya más bajas de civiles /2.» (Ver aquí si poner una nota sobre el artículo publicado en Correspondencia) Otros mencionan al EPL, que sigue queriendo ajustar cuentas con los rivales de ayer. Otros, por fin, hablan de la disidencia, que atacaría en particular a los excombatientes que habrían tenido la mala idea de ponerse en pareja con militares o policías. «El Conflicto se ha vuelto borroso», admite Jacobo, un ex guerrillero de las FARC. Sobre todo porque algunos se ha volcado a la delincuencia y al narcotráfico, partiendo de la base de que una reinserción laboral sólo los condenaría a la miseria. En medio de ese caos, una constante: la consternación de los campesinos que hasta ayer aprovechaban el orden imperante que imponía la todopoderosa guerrilla de las FARC. Ellos piden una sola cosa: «¡Que vuelvan las FARC!»
Sabotaje
«Jimmy nunca lo va a admitir, pero s siente mal con respecto a su tropa, nos confía Clara, una funcionaria de la Agencia para la Reintegración y la Normalización (ARN), un organismo encargado de la reinserción de los combatientes en la vida civil. Se siente culpable porque todos ellos confiaron en él. Los trajo aquí, a Caño Indio y ahora, ante los incumplimientos del gobierno, sabe que no tiene nada que proponerles. Los espacios van a ser cerrados en agosto y ya no habrá más pago de asignaciones. No sabe a dónde irán ni quién los podrá proteger.» Una lágrima se resbala por la mejilla de la joven mujer. Nos pide que no citemos su nombre verdadero y denuncia el «sabotaje del gobierno». Como sobre el problema de la tierra. Muchos excombatientes pensaban poder quedarse en «Caño» después del verano, una vez terminado el período de transición previsto en los acuerdos de paz. Pero el poder bloqueó los trámites de los ex guerrilleros que querían comprar terrenos. ¿Bajo qué pretexto? «Garantizar la seguridad» de una región en la que el conflicto persiste. «Las autoridades propusieron que la gente se fuera a Los Patios, cerca de Cúcuta, en tierras controladas por narcotraficantes, nos explica Clara desengañada. Evidentemente, los excombatientes de las FARC no lo aceptaron: los habrían asesinado.»
Liberación
En lo alto de una colina, el edificio religioso se encuentra en un barrio pobre de una ciudad de Norte de Santander a las que nos llevó Jairo, nuestro contacto de los combatientes del ELN. «Aquí, con el cura, tenemos un trabajo comunitario con los habitantes, gracias a la creación de huertas colectivas», nos explica. El cura de la parroquia, un hombre bajo, nos recibe con una sonrisa tímida y nos lleva a unas cuadras de la iglesia. Allí están la huerta y el huerto con sus árboles frutales, iniciado por «la organización». «Antes, este sitio era un basurero. Ahora plantamos frutas, cilantro, albahaca. Tenemos incluso unas ovejas, nos cuenta el cura. Tratamos de estimular la agricultura local y la autosuficiencia para las personas en dificultad económica. Es un comunismo concreto.» «El padre es un ex cuadro del ELN», nos susurra Jairo en la oreja.
El vínculo entre la Iglesia católica y el grupo armado no es nada sorprendente. Desde sus orígenes, el ELN se apoyó en una corriente de pensamiento en pleno auge en los años 1960 en el continente: la teología de la liberación, que busca la participación activa de la institución eclesiástica en la lucha contra la pobreza y el análisis de las condiciones sociales y políticas que la engendran. Cercana al marxismo, opera la alianza entre hombres de la Iglesia y movimientos revolucionarios. El ELN cuenta en sus filas las figuras nacionales más emblemáticas de esta doctrina: el padre Camilo Torres Restrepo (muerto en combate en 1966) y el cura Manuel Pérez Martínez (muerto en 1998), que fue comandante en jefe del ELN durante varios años. Aunque su influencia política haya disminuido en esto últimos años, el ELN matiné todavía vínculos estrechos con los adeptos de esa corriente dentro de la Iglesia. Eso le permite, en un país profundamente católico como lo es Colombia, tener una tribuna importante hacia los colombianos.
En la pequeéna cocina del local de un partido de izquierda al que va habitualmente, Jairo reunió a unos diez jóvenes militantes, chicos y chicas, entre 14 y 25 años. Frente a una computadora portátil, el grupo escucha un discurso de Hugo Chávez, el ex presidente venezolano (1999-2019). Luego, un debate sobre el tratamiento del proceso bolivariano en los medios de prensa. «¿Conocen el mito de la caverna de Platón?, pregunta de pronto Jairo. Encadenados en una caverna, un grupo de hombres ven el mundo solamente a través de las sombras que proyecta la luz de sol desde el exterior. Uno de ellos sale, obligado, de la caverna y luego vuelve para invitarlos a seguirlo y a tomar conciencia de su ceguera.» Jairo establece entonces un paralelo entre el mito y la «deformación de la realidad» que hacen los grandes medias. «Nuestra misión, como en la alegoría, es la de ‘llevar el mensaje’ a nuestros semejantes.» Y termina diciendo: «Ya lo ven, acabamos de terminar nuestro primer curso de teología de la liberación. ¿Acaso les hablé de Jesús o de dios? No.»
Katerine
«Hace apenas dos emanas, comíamos todos juntos, suspira Violeta, en el campamento de las FARC de Caño Indio. Hoy, cada uno como por su lado.» La joven mujer deplora una forma de individualismo que ha ganado la comunidad de excombatientes. El pasaje de una vida centrada en lo colectivo a la «cada cual para sí» parece haber sido ineluctable. La televisión remplazó a la lectura en grupo de los diarios, ya no se levantan al amanecer, los ejercicios físicos han desaparecido, la disciplina militar se perdió. Katerine se unió a la guerrilla en 1987. Pasó treinta años de su vida en la selva, al aire libre. Aún hoy, cierra la puerta de la casilla que ocupa sin pensar en cerrar la puerta con llave. Con su cuaderno, se va al taller de escritura de una pareja de periodistas que vinieron al campamento por unos días. Invitan a los excombatientes a escribir «su» historia. Katerine lee lo que acaba de escribir en el papel: «De ahora en más, debo aprender lo que desaprendí, volver a ser la que era. Pero no quiero que me llamen por mi nombre verdadero. Durante treinta años, utilicé el nombre de guerra de Katerine, es el nombre que quiero seguir utilizando.»
Loïc Ramirez, nacido en Murcia, España, es titular de un master de historia contemporánea de la Université Paris X Nanterre. Fue columnista de L’Humanité y Le Monde Diplomatique. Actualmente es periodista independiente.
Notas
(1) Leer Gregory Wilpert, » Pourquoi la Colombie peut croire à la paix «, Le Monde diplomatique, septembre 2012.
Traducción de Ruben Navarro – Correspondencia de Prensa