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Reflexiones sobre "Panfleto para seguir viviendo" de Fernando Díaz

Arenga por la lectura (al menos) de un libro con una causa

Fuentes: Rebelión

Cuando digo existir no me refiero a la fama. Para ser famoso te haces la cola de Operación Triunfo. Existir es que no puedan atravesarte como si nada… Que tu sufrimiento no les salga gratis, creo que existir es eso. Que antes de hacerte daño se lo tengan que pensar. Fernando Díaz.

Escribo este artículo como la forma más veloz y barata de hacer propaganda literaria, para que llegue a más lectores un pequeño y magnífico libro que leí el pasado invierno y de cuyo argumento, dos estaciones después, no dejo de acordarme: Panfleto para seguir viviendo, de Fernando Díaz, editado por el sello Bruguera en el año 2007.

El texto, que no un best-seller, está sazonado de singularidad y misterio. Se ignora, en lo absoluto, quién es su autor. El hombre que se identifica con el nombre común y corriente de Fernando Díaz es, hasta donde sé, un perfecto desconocido. Ni siquiera los editores de Bruguera han tenido contacto directo con él. Ni le conocen.

No es ésta, pues, una reseña por encargo ni amiguismo ni orientación de un círculo activo de entusiastas lectores cercanos a equis cuerda geopolítica o editorial poderosa. No es el comentario adulón del libro de un superior que pudiera beneficiarme. Ni siquiera es una reseña en sí. Es, dada la contingencia, un trabajo voluntario y emergente. Algo que si no escribo va a explotar dentro de mí como un petardo y que nace de mi lectura ilusionada, antillana y dolida del texto, combinada con la necesidad de pensar y decir que dicha lectura dispara, razones por las que ha pervivido en mi cabeza un invierno, una primavera y un verano.

Pieza narrativa de difícil clasificación, plantada en los bordes de la novela corta que tiende lo mismo a cuento largo que a libro de memorias y que en todo caso elige la vehemencia con la desfachatez del artículo de autor en primera persona, Panfleto para seguir viviendo es, en primer lugar, la muda tragedia de «un hijo del proletariado que se declara comunista y «antiliterario» y que pretende, por encima de todo, llegar a los demás hijos del proletariado para instarlos a remediar las injusticias del sistema».

Si fueran otros tiempos, la suya podía ser la tapa posterior de un libro de emocionantes e intrépidas aventuras que se consumiera como oro molido. Pero tal y como van las cosas, a muchos bastará la nota de contraportada para tirar, inmediatamente, el ejemplar a la rinconera. Lo digo porque la mayoría de mis obstinados intentos de fomentar su lectura, han sido vanos. En las circunstancias actuales su descripción sinóptica no le hace demasiado favor. Lo político cansa, los argumentos patrióticos e ideológicos cansan. Lo panfletario aburre, deprime y un tipo que busca a toda costa una genuina orientación política es, hoy por hoy, lo más fuera de foco que existe, lo más pobre tipo que hay.

Si encima la búsqueda de esa orientación, la procura de la justificación honesta de una causa, parte de la militancia en la izquierda sojuzgada, menospreciada, ridiculizada por sus miles de adversarios externos e internos, la pelea por la lectura del libro que promociono está más que perdida, ya que resulta severamente perjudicada por el orden de cosas. No importa que lleve tres estaciones en mi cabeza, no cuenta lo aplicable de su historia a todas nuestras historias, ni lo valiente ni lo bien escrito que está: es un libro con tema maldito y debe pagar con ser menospreciado tanto por la sociedades donde, ni a jodidas, hubo comunismo, como por aquellas derrotadas sociedades donde, a jodidas, sí lo hubo.

Y es que para el imaginario civil al uso, no puede haber nada más patético que un tipo que transite a la inversa (nació en Madrid en 1979 y forma parte de una organización revolucionaria), que deje de ser escritor para convertirse en un anónimo militante. Un fenómeno demasiado inverosímil por poco frecuente e inconveniente para estos días, más dados al exceso de otro fenómeno, mucho más exitoso y capitalista: la crecida del ego.

Sin ir muy lejos y que yo conozca, en el pasado siglo alguien como Tina Modotti tiraba poéticamente su cámara de hacer fotos (excelentes) a la helada corriente del río Moskova, se enfundaba en un pseudónimo (María) y se iba a la guerra civil española, a luchar. Cualquier intelectual de hoy puede juzgar su acción de extremista y hasta de innecesaria (desde el arte también se lucha, etcétera), pero no cabe duda de que es todavía bonito (y lírico y civil) ser coherente. Fernando Díaz hace algo parecido con su obra y su zona particular de escritor. Es coherente, hasta el detalle, con lo que escribe, lo lleva a efecto consigo mismo y se me antoja un importante signo de buena salud y esperanza, tan similar a otro ejemplo, así de hermoso, cubano y también masculino que guardo con esmerado patriotismo: en la isla de los años 20 un hombre nombrado Rubén Martínez Villena firmaba una de las mejores páginas de la polémica intelectual cubana (la del compromiso social del artista), se daba el lujo de proclamar, a pulmón vivo: «Yo destrozo mis versos, los desprecio, los regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores interesa la justicia social».

Sin embargo, también para Cuba, llegaron otros tiempos y todavía después del último congreso de la UNEAC (tan bueno para la mejora, tan valiente), las polémicas de arte y literatura regresan a las rencillas casi personales del quién sabe más de esto o aquello, o quién de los dos agudos polemistas tiene más grueso el currículum. Así de fácil (y de rápido) nos sumergen las estancadas y turbias aguas de la egolatría. Fernando Díaz lo sabe. Por eso se asquea y escribe: «Los escritores se pasan el día en cócteles y en cenas y escribiendo artículos sobre la lluvia o sobre lo malos que son los seres humanos, haciendo lo que sea que sirva para seguir publicando libros y yendo a cócteles y a cenas y escribiendo artículos sobre la lluvia o cualquier otra cosa que no sea concreta, que no se parezca a reunirse un sábado por la tarde para ocuparse de los seiscientos despidos de OPEL en la factoría de Figueruelas».

Por eso el escritor pseudónimo se declara antiliterario. No para dejar de escribir. Eso no. No tira el lápiz al río ni al estanque. Escribe porque sabe que es bueno decir lo que ha dicho y publica porque no puede pagar las fotocopias. Eso, hasta ahí, es lo típico. Lo transgresor es su libro, su renuncia (que ojalá nos dure) al bombo y al platillo; que no quiera encontrarse influido por las mezquindades de una vida de escritor. Así de tremendo. Son sus palabras textuales, radicales, sacadas de la única entrevista que sobre su «no él» y su libro, encuentro en internet. Y eso me ilusiona, por lo menos. Y justifica la redacción de este artículo arengador de la lectura de su obra hoy. Mañana, podré leer que ha claudicado, que hace la cola de Operación Triunfo, pero su libro de ahora y la lectura inteligente del mismo, es el mejor acto de repudio a la ambivalencia y la flojera; alternativa que celebro por mí, por Villena, por Tina, por los escritores y lectores de mañana y por no dejar pasar, como si nada, el año del centenario de Miguel Hernández.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR