Faltó incluir este ángulo histórico en las notas de prensa internacionales
Mucho antes de que la identidad de los sospechosos de la matanza fuera revelada por la policía francesa -incluso antes de escuchar los nombres de Chérif y Said Kouachi-, murmuré la palabra Argelia para mis adentros. Tan pronto como oí los nombres y vi los rostros, volví a decir Argelia. Y luego la policía francesa dijo que los dos hombres eran de origen argelino.
Argelia sigue siendo la herida más dolorosa en el cuerpo político de la república -salvo tal vez por su continuo autoexamen de la ocupación nazi- y aporta un temible contexto a cada acto de violencia árabe contra Francia. La guerra de independencia argelina, que duró seis años y costó la muerte a un millón y medio de musulmanes árabes y a muchos miles de hombres y mujeres franceses, sigue siendo una agonía interminable y no resuelta para ambos pueblos. Hace apenas poco más de medio siglo, estuvo a punto de desatar una guerra civil en Francia.
Tal vez todos los reportes de periódico y televisión deberían llevar un ángulo histórico, un pequeño recordatorio de que nada -nada en absoluto- ocurre sin un pasado. Las masacres, los baños de sangre, la furia, el dolor, las cacerías policiacas (que se extienden o se estrechan al gusto de los editores) se llevan los titulares. Siempre el quién y el cómo, pero rara vez el por qué.
Tomemos por caso el crimen de lesa humanidad en París esta semana -las palabras atrocidad y barbarie disminuyen de algún modo el salvajismo del acto- y su secuela inmediata. Conocemos a las víctimas: periodistas, cartonistas, policías, y la forma en que fueron asesinados. Hombres enmascarados, rifles automáticos Kalashnikov, una indiferencia despiadada, casi profesional. Y la respuesta a por qué fue solícitamente proporcionada por los propios asesinos. Querían vengar al profeta por los irreverentes y (para los musulmanes) sumamente ofensivos cartones de Charlie Hebdo.
El pleito fundamental
Y, por supuesto, todos debemos repetir la rúbrica: nada, nada en absoluto, puede justificar esos crueles actos de asesinato en masa. Y no, los perpetradores no pueden recurrir a la historia para justificar sus crímenes.
Pero existe un contexto importante que de algún modo fue dejado fuera de la nota esta semana, el ángulo histórico que muchos franceses, al igual que muchos argelinos, prefieren pasar por alto: la sangrienta lucha de un pueblo entero por la libertad contra un brutal régimen imperial en 1954-62, una guerra prolongada que sigue siendo el pleito fundamental entre árabes y franceses hasta nuestros días.
La crisis permanente y desesperada en las relaciones franco-argelinas, a semejanza de la negativa de una pareja divorciada a aceptar un relato de su pena acordado por ambas partes, envenena la cohabitación de estos dos pueblos en Francia. Al margen de la forma en que Chérif y Said Kouachi buscaran excusar su acto, nacieron en un tiempo en que Argelia había sufrido una mutilación invisible tras 132 años de ocupación. Tal vez 5 millones de los 6.5 millones de musulmanes de Francia son argelinos. La mayoría son pobres; muchos se consideran ciudadanos de segunda clase en la tierra de la igualdad.
Como todas las tragedias, la de Argelia elude la explicación de un solo párrafo de los despachos de las agencias de noticias, incluso las notas más cortas escritas por ambos bandos luego que los franceses abandonaron Argelia, en 1962.
Porque, a diferencia de otras importantes dependencias o colonias francesas, Argelia se consideraba parte integrante de la Francia metropolitana, que enviaba representantes al parlamento en París e incluso proporcionó a Charles de Gaulle y los aliados una capital francesa desde la cual invadir el norte de África y Sicilia, ocupados por los nazis. Más de 100 años antes, Francia había invadido Argelia, subyugando a su población musulmana nativa, construyendo ciudades y chateaux en la campiña e incluso -en un renacimiento católico de principios del siglo XIX, destinado supuestamente a recristianizar el norte de África- convirtiendo mezquitas en iglesias.
La respuesta argelina a lo que hoy parece un monstruoso anacronismo histórico varió en el curso de las décadas entre la lasitud, la colaboración y la insurrección. Una manifestación por la independencia en la población nacionalista y de mayoría musulmana de Sétif, el Día de la Victoria -cuando los aliados habían liberado las naciones europeas cautivas-, desembocó en la muerte de 103 civiles europeos.
La venganza del gobierno francés fue despiadada: hasta 700 civiles musulmanes -tal vez muchos más- fueron muertos por enfurecidos colonos franceses y en un bombardeo de las aldeas circundantes por la aviación y un crucero naval de Francia. El mundo prestó poca atención.
Pero cuando una insurrección en gran escala surgió en 1954 -al principio, claro, emboscadas con poca pérdida de vidas francesas y luego ataques al ejército galo-, la sombría guerra de liberación argelina fue casi predeterminada.
Vencido en esa clásica batalla de posguerra y anticolonial en Dien Bien Phu, el ejército francés, luego de su debacle en 1940, parecía vulnerable a los más románticos nacionalistas argelinos, que notaron la nueva humillación de Francia en Suez en 1956.
Lo que el historiador Alistair Horne describió con justeza en su magnífica historia de la lucha argelina como una salvaje guerra de paz, costó la vida a cientos de miles. Bombas, minas, masacres por fuerzas gubernamentales y guerrilleros del Frente de Liberación Nacional (FLN) en el bled -la campiña al sur del Mediterráneo- condujeron a la brutal supresión de sectores musulmanes en Argel, y al asesinato, tortura y ejecución de líderes guerrilleros por paracaidistas franceses, soldados, operativos de la Legión Extranjera -entre ellos ex nazis alemanes- y policías paramilitares. Incluso franceses blancos simpatizantes de los argelinos fueron desaparecidos. Albert Camus se pronunció contra la tortura y empleados civiles franceses quedaron asqueados por la brutalidad empleada para mantener a Argelia como territorio galo.
De Gaulle parecía apoyar a la población blanca y así lo dijo en Argel:
– Je vous ai compris, les aseguró-, y luego procedió a negociar con representantes del FLN en Francia. Los argelinos habían aportado la mayoría de los pobladores musulmanes franceses y en octubre de 1961 hasta 30 mil de ellos llevaron a cabo una marcha prohibida por la independencia en París -de hecho, a escaso kilómetro y medio del escenario de la reciente matanza-, la cual fue atacada por unidades de la policía francesa que asesinaron, como ahora se ha reconocido, hasta a 600 manifestantes.
Argelinos fueron muertos a golpes en cuarteles de la policía o arrojados al Sena. El jefe de la policía que supervisó las operaciones de seguridad y que al parecer dirigió la masacre de 1961 no fue otro que Maurice Papon, quien, casi 40 años después, fue condenado por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el régimen de Petain en Vichy durante la ocupación nazi.
El conflicto argelino terminó en un baño de sangre. Colonos franceses pied noir se negaron a aceptar la retirada, apoyaron los ataques de la Organización del Ejército Secreto (OAS, por sus siglas en francés) a musulmanes argelinos y alentaron a unidades militares francesas a amotinarse. Hubo un momento en que De Gaulle temió que paracaidistas franceses intentaran tomar París.
Cuando el fin llegó, pese a las promesas del FLN de proteger a ciudadanos franceses que eligieran permanecer en Argelia, hubo asesinatos en masa en Orán. Hasta un millón y medio de hombres, mujeres y niños franceses -enfrentados con la opción de maleta o ataúd- se marcharon a Francia, junto con miles de leales combatientes harki argelinos que lucharon con el ejército, pero que en su mayoría fueron después abandonados a su terrible destino por De Gaulle. Algunos fueron obligados a tragarse sus medallas francesas y arrojados a fosas comunes.
Pero los antiguos colonos franceses, que aún consideraban a Argelia parte del territorio galo -junto con una exhausta dictadura del FLN que se adueñó de la nación independiente- instituyeron una fría paz en la que la rabia residual de los argelinos, en Francia al igual que en su patria, se asentó en un resentimiento de muchos años. En Argelia, la nueva élite nacionalista se embarcó en una inviable industrialización de estilo soviético de su país. Ex ciudadanos franceses demandaron cuantiosas reparaciones; de hecho, durante décadas los franceses retuvieron todos los mapas del desagüe de las ciudades argelinas, de modo que los nuevos dueños del país tenían que escarbar kilómetros cuadrados de calles cada vez que reventaba una tubería.
Y cuando comenzó la guerra civil argelina de la década de 1980 -luego de que el ejército argelino canceló una segunda ronda de elecciones en la que era segura la victoria de los islamitas-, el corrupto pouvoir del FLN y los rebeldes musulmanes se enredaron en un conflicto tan espantoso como la guerra con Francia de las décadas de 1950 y 1960. Las torturas, desapariciones y matanzas en aldeas se reanudaron. Francia apoyó discretamente a una dictadura cuyos líderes militares acumularon millones de dólares en bancos suizos.
Una nueva causa
Musulmanes argelinos que volvían de la guerra contra los soviéticos en Afganistán se unieron a los islamitas en las montañas y dieron muerte a algunos de los pocos ciudadanos franceses que quedaban en el país. Y muchos partieron después a combatir en guerras islamitas, en Irak y más tarde en Siria.
Entran en escena los hermanos Kouachi, en especial Chérif, quien estuvo en prisión por reclutar franceses para combatir a los estadunidenses en Irak. Y Estados Unidos, con apoyo francés, ahora respalda al régimen del FLN en su continua batalla contra los islamitas en los desiertos y los bosques de las montañas de Argelia, armando a un ejército que torturó y asesinó a miles de hombres en la década de 1990.
Como dijo un diplomático estadunidense poco antes de la invasión de 2003 a Irak, Estados Unidos tiene mucho que aprender de las autoridades argelinas. Se puede ver por qué algunos argelinos fueron a pelear por la resistencia iraquí. Y encontraron una nueva causa…
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2015/01/10/opinion/017a1mun