El terrible destino de Ariel Mancilla, de Carlos Lorca Tobar y los miembros del Comité Central de la Juventud Socialista sigue siendo una incógnita.
Mi abuelo materno, Practicante de su oficio, después de una vida llena de hijos y de vicisitudes, ancló en Achao (Chiloé), donde fue elegido Alcalde. Ir a Achao en esos años era una aventura. En el verano de 1958 mi abuelo convocó a los habitantes en la playa. A lo lejos vimos venir un velero de pescador, con tres personas a bordo. Una de ellas era Salvador Allende. Fue la primera vez que le vi, en el curso de su segunda postulación a la presidencia de Chile. Tenía yo apenas 10 años de edad.
Seis años más tarde, al entrar en la Universidad Técnica del Estado, mi abuelo me aconsejó hablar con Francisco Padín, secretario de Allende en el Senado.
Un abuelo de Allende, Ramón Allende Padín, conocido como “el rojo”, había marcado la historia de Chile, y este descendiente suyo – periodista que había sido Alcalde de Punta Arenas – era uno de los pilares de la actividad del otro descendiente llamado Salvador.
Francisco Padín fue muy fraternal y preciso: en la UTE, me dijo, ponte en contacto con Danilo Aravena, en el Instituto Pedagógico. Sesenta años más tarde Danilo sigue siendo mi compañero, mi amigo, mi hermano.
A la UTE –Escuela Universitaria de Construcción Civil– llegó el mismo año un joven de pequeña estatura, muy a la moda, de bella sonrisa. Era hijo de un suboficial de la Armada. Venía de Viña del Mar, donde frecuentaba discotecas y otros bailongos. Una señal distintiva en su atuendo eran sus calcetines rojos… Me llamo Adolfo, me dijo, lo que motivó nuestra primera conversa. Si vamos a ser amigos, respondí, no puedes llamarte como Hitler. De ahí en adelante se llamó Ariel. Ariel Mancilla Ramírez para más señas, en una Juventud Socialista llena hasta el tope de futuros perseguidos, torturados, asesinados, desaparecidos, ignorados, traicionados.
Ariel dejó de llevar calcetines rojos, pero el color le inundó el corazón y el pensamiento con una rapidez y una lealtad que aún hoy me maravilla. La realidad social él la conocía. Encontrarse con lo que él mismo llamó un proyecto era lo que siempre había estado esperando para realizar su vida.
Miles de jóvenes acudían en todo Chile a la FJS, atraídos por la palabra y el programa de Salvador Allende, que contaba con el apoyo de los partidos políticos reunidos en la Unidad Popular. Del campo, de fábricas y minas, del mar, de toda la actividad productiva y educacional afluían jóvenes que conocían su entorno y soñaban con transformar el país en provecho de su población.
Una sana y alegre emulación se produjo con la juventud que reconoció filas en otros partidos. Los debates cotidianos y la proliferación de estructuras orgánicas –centros de alumnos, federaciones, sindicatos, asociaciones, clubes deportivos y aún otras– produjeron prodigios de movilización popular.
Ariel asumió su vida de estudiante y de militante, luego de trabajador en Ejecución CORVI, en donde iniciamos la construcción de decenas de miles de viviendas para aliviar el déficit crónico que había dejado el sector privado.
¿Cómo resumir en unas líneas toda esa intensa actividad? Estudiante universitario, dirigente político, profesional comprometido, muy pronto jefe de familia, activista a través del país, padre e hijo al mismo tiempo.
Ariel, como muchos de sus contemporáneos era consciente de estar viviendo un momento histórico. Y fue cada día, cada hora y cada minuto, tremendamente responsable, sin contar las horas de su variada actividad. Quiero dejarlo claro: Ariel, como todos los jóvenes socialistas de esa época, formó parte de los constructores, de quienes sembraron la semilla de la consciencia social a través de todo el país.
En esos días, una frase del compañero Alfonso Guerra, resumió esa forma de ver la actividad militante de los jóvenes socialistas:
“Los primeros en el sacrificio, y los últimos en el beneficio”
Eso fue Ariel Mancilla, y con él miles de compañeros en todo el país, comenzando por los miembros del Comité Central elegido en Concepción, con Carlos Lorca Tobar a su cabeza.
El homenaje que le rendimos hoy a él, y a todos y cada uno de nuestros mártires, tiene lugar en un entorno ingrato.
El país vive bajo el yugo de una Constitución ilegítima impuesta en dictadura. Los diferentes regímenes que se han sucedido desde el fin de la dictadura formal han prolongado, e incluso empeorado, las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población. La impunidad de los principales responsables del golpe de Estado que asesinó a nuestro Presidente Salvador Allende y a miles y miles de chilenos ha sido consagrada por políticos pusilánimes. El terrible destino de Ariel Mancilla, de Carlos Lorca Tobar y los miembros del Comité Central de la Juventud Socialista sigue siendo una incógnita.
Pretendidos militantes del PS se prestaron incluso para servir de yanaconas en la OEA, el ministerio de colonias del imperialismo yanqui. La política se transformó en modo de ganarse la vida sin trabajar, accediendo a los directorios de las multinacionales que siguen explotando el país y a sus habitantes.
Por esas razones, este homenaje cobra una importancia cardinal: el destino de Chile no tiene por qué ser pergeñado en Washington. Cuando los países africanos, ¡por fin!, le ponen término a la odiosa y más que centenaria dominación de sus colonizadores, no es el caso de aceptar ese destino para Chile y América Latina en el siglo XXI. Ariel Mancilla ofrendó su vida por la libertad, la independencia y la dignidad del país y los chilenos. Eso creó lazos eternos, y no los olvidaremos jamás.
…
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(Miguel Hernández. Elegía.)