Al tiempo que ejército nacional, militares de EE. UU y huestes fascistas paramilitares toman sangrientamente el control de amplias zonas rurales del país, la élite corrupta y parapolítica copa casi en su totalidad las instituciones y los organismos de control del Estado.
Es falso que el actual despliegue paramilitar se presente en zonas donde el Estado no hace presencia; de hecho, el surgimiento del paramilitarismo en Colombia, no obedece a la ausencia del Estado en amplias zonas del país, sino que nació y creció donde había presencia de Estado y Fuerzas Militares e históricamente han sido apoyados por éstas. También es impreciso afirmar que el Estado no ha copado las regiones dejadas por las Farc tras el acuerdo de paz; realmente sí lo ha hecho, en gran medida precisamente a través de ese atroz instrumento del Estado colombiano; el paramilitarismo.
Al igual que en el pasado el M.A.S, la Triple A, o Los Magníficos; hoy Las Águilas Negras, las AGC, los Rastrojos y los carteles mexicanos hacen parte de la estrategia paramilitar y de operaciones encubiertas de los organismos de seguridad del Estado, para neutralizar un supuesto enemigo interno que desde la Doctrina de Seguridad Nacional son los partidos políticos de oposición, organizaciones campesinas, indígenas, reclamantes de tierras, estudiantes, jóvenes, firmantes de paz, líderes sindicales, organizaciones de víctimas, de DDHH, etc.
El fondo del escenario es espeluznante; casi 50 masacres documentadas contra el pueblo en lo que va del 2020, los lugares de ejecución coinciden con los mismos donde se asesina a los líderes sociales a diario- más de 1000, y 239 firmantes de la paz entre 2016 y 2020- hechos rodeados de una total impunidad. Por su parte decenas de periodistas amenazados por haber denunciado la financiación con dineros del narcotráfico de la campaña presidencial de Iván Duque. Como si esto fuera poco, las masacres se dispararon inmediatamente se ordenó la detención de Álvaro Uribe por soborno a testigos y fraude procesal, también las amenazas de muerte contra el senador Iván Cepeda, quien ha denunciado en varias ocasiones a Uribe Vélez por relaciones con el paramilitarismo; de esta manera se desgarra el velo de la “democracia” colombiana, y trasluce la siniestra fanfarria de un narco Estado fascista, haciendo y deshaciendo mientras cumple una agenda de gobierno dictada desde los EE.UU.
Y es que entre los intereses más visibles de los EE. UU en el continente está; mantener el control sobre la mayoría de Estados a partir de promover y proyectar gobiernos lumpenizados y débiles como el colombiano, ahogar en sangre cualquier movimiento popular, alterar posibles triunfos electorales de contenido democrático-popular, y blindar estados como el colombiano, asesorando la configuración de agendas internas de política autoritaria, donde se combinen el terrorismo de Estado y la voraz apropiación privada de los recursos públicos.
Los EE. UU, pugnan por garantizar una violenta embestida de sus multinacionales, y el aumento del despojo de los recursos en Colombia, propósito prioritario dada la necesidad de nuevos mercados en razón a la salida de algunas multinacionales estadounidenses de China en razón a la guerra comercial.
En lo militar, se busca adecuar a Colombia como el principal centro de operaciones del comando sur de los EE. UU, para amenazar, hostigar y atacar a países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, a partir de la obediencia total de las fuerzas armadas colombianas, a los designios de la agenda de los EE. UU, hoy en su condición de socio global de la OTAN en el hemisferio, asumiendo un rol de ejército mercenario.
El cumplimiento de dichos objetivos tanto de los EE. UU, como de la oligarquía colombiana liderada por el uribismo, les permitiría, la adecuación del Estado colombiano hacia una situación de guerra interna y externa, así como para consolidar el proyecto fascista – corporativo, útil a los EE. UU, a las multinacionales, a los sectores terratenientes y latifundistas, al narcotráfico, y a la cúspide del capital financiero colombiano.
Es de allí, que, con la comparsa de la llamada guerra contra las drogas, hoy denominada, Plan Colombia Crece, anunciada oficialmente por Duque, Claver, Robert O’Brien y otros funcionarios de los EE. UU en Bogotá la semana pasada; a las fumigaciones con plomo contra los campesinos le seguirán las de glifosato; el objetivo estratégico; expulsar a los habitantes de estas zonas- ricas en recursos naturales- para entregarle el control a las multinacionales. Ya desde diversas regiones del país, las comunidades denuncian que los militares arrasan con los cultivos de yuca, plátano y maíz, mientras Lockheed Martin Corporation y Bayer-Monsanto se frotan las manos.
Estamos hablando de un plan de guerra que se articulará progresivamente con otras fuerzas reaccionarias del continente y tomará su real fisonomía de guerra imperialista de cobertura continental, con epicentro en Colombia.
Y mientras se demuestra en los hechos cómo realmente se configura una dictadura en el país, la izquierda, en sus diversos matices sean de la derecha verde o del liberalismo progresista, se preguntan- qué hacer. Es obvio que la realidad concreta ha desbordado sus programas, limitados estos, no por un pretendido pragmatismo político sino por los límites estrechos de su propia cosmovisión programática; con la mirada perdida en el futuro cercano de unas difusas elecciones para el 2022, se encuentran impotentes ante el presente inmediato. Su histórico distanciamiento de las luchas sociales, en gran medida en razón a que las reivindicaciones populares aventajan las plataformas electorales, y también por el histórico oportunismo hacia el movimiento social, caracterizado por apoyar la iniciativa popular de manera tímida, o a veces enérgica, pero con el sólo propósito de ganar simpatías electorales, ha hecho que sean aparatos con reivindicaciones sociales importantes, pero sin movimiento social.
Un Estado mafioso, imponiendo una capa aún más densa de oscurantismo en un país históricamente crepuscular, una izquierda que se debate entre el populismo y el reformismo, entre lo tibio y lo tímido, y un movimiento social y popular de enorme vitalidad transformadora pero masacrado a diario, es el panorama actual de este país confinado y militarizado.
Es hora que el inmenso e inherente poder político de las organizaciones sociales, sumado a un vigoroso e histórico esfuerzo movilizador, avance ya, en la más amplia convergencia popular y ciudadana, y desate desde abajo, y con fuerza multitudinaria; las transformaciones que exigen las mayorías colombianas.