En resonancia con la última columna dedicada a un inédito debate a cielo abierto realizado en Plaza de Mayo, parto por aclarar que el deseo que expresaba entonces en términos de «qué bueno sería si se pudiera convocar una nueva asamblea», en Chile, en 2013, no era una manera imprecisa o velada de abogar por […]
En resonancia con la última columna dedicada a un inédito debate a cielo abierto realizado en Plaza de Mayo, parto por aclarar que el deseo que expresaba entonces en términos de «qué bueno sería si se pudiera convocar una nueva asamblea», en Chile, en 2013, no era una manera imprecisa o velada de abogar por una asamblea constituyente. Era algo a la vez más humilde y más soberbio. Paso a explicarme.
Más humilde porque no cualquiera está en condiciones de hacer un llamado de ese tipo. ¿Quién puede en Chile convocar una asamblea constituyente? ¿Quién tiene la legitimidad para hacerlo? Son preguntas diferentes. La capacidad por un lado. La legitimidad por otro. Pero son también, desde otra perspectiva, cualidades inseparables cuando se trata de determinar quienes están preparados para tomar decisiones que nos incumben a todos.
Respecto a estos temas la experiencia ecuatoriana puede resultar interesante. Interesante para alimentar una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de una nueva vía democrática hacia la transformación. En primer lugar, transformación del rayado de la cancha, es decir de las instituciones, normas, reglas del juego. En segundo lugar, transformación o redefinición de lo que está en juego: presentación de los objetivos y búsqueda de los medios adecuados para lograrlos. No se trata de copiar. Se trata de tener en cuenta lo que hacen los otros para visualizar lo propio.
Por experiencia ecuatoriana me refiero al conjunto del proceso que desembocó en la adopción de una nueva Constitución tras la primera elección de Rafael Correa. La manera en que se convocó a la población para aprobar la formación de una Asamblea Constituyente. Tras el resultado positivo, la manera en que se organizaron elecciones para determinar quienes serían los asambleístas, es decir los redactores. Tema crucial: ¿quién los elige? ¿Cómo? En Ecuador, esa elección contó con la participación del 84,85% de los ciudadanos inscritos. Como es sabido, una vez conformada la Asamblea y elaborado el texto de la Constitución, éste fue sometido a la aprobación popular mediante el Referéndum Constitucional del año 2008. La nueva Constitución se aprobó con el 63,93% de los votos. Todo esto no se hizo sin conflictos, sin grandes dificultades. Y es probable que tiempo atrás pareciera imposible. Sin embargo, se hizo.
Obviamente, Chile no es Ecuador. Entre otras cosas porque «no tenemos a Correa» como escuché hace poco. Es cierto. No lo tenemos. Pero, ¿quién es Correa? Su biografía se puede consultar con facilidad. Sin embargo, se trata de otra cosa. Se trata de lo que Sergio Rodríguez Gelfenstein señaló en este diario hace unos días: «El triunfo de Correa, triunfo del Ecuador». Rafael Correa es un hombre en sintonía con su pueblo. Y es más: es, hoy, un hombre que tiene la capacidad y la legitimidad necesarias para emprender las transformaciones que su pueblo le ha encomendado. Entiendo que, en Ecuador, al conjunto de este proceso se le llama «Revolución ciudadana».
Desde esta perspectiva, diría que el gran problema que tenemos los que nos sentimos involucrados por lo que pasa -o no pasa- en Chile, no es tanto la ausencia de un Correa sino la ausencia de un pueblo organizado que pida transformaciones. Sin embargo, la demanda de transformación existe. Se expresa todos los días y quienes dicen lo contrario mienten. Y es a esa nueva mentira que tenemos que apuntar. (Es acá donde interviene la soberbia de la que hablaba al principio).
¿Existe en Chile una verdadera, una profunda voluntad de cambio? Por supuesto que existe. En los últimos años, con todas sus eventuales contradicciones, la han expresado los estudiantes. Pero por importante que resulte esta juventud en marcha hay que tener presente que desde hace mucho -por no decir desde siempre- tenemos a unos cuantos viejos en Chile que nunca bajaron los brazos. (No pongo las comillas porque me es grato referirme a ellos así, informalmente, con respeto y cariño). Algunos lo han hecho desde su trinchera: en sus respectivos puestos de trabajo, muchas veces en soledad. Otros lograron mantenerse en sus agrupaciones, organizaciones o se apartaron y fomentaron nuevas formas de encuentro. Me inclino a pensar que el diálogo intergeneracional es una de las bases de cualquier transformación de envergadura en Chile. Pero, sobre todo, me inclino a pensar que la palabra vale por sí misma: no se construye nada desde el silencio absoluto.
Ahora bien, respecto a este tema de la voluntad de cambio, me nace una pregunta. ¿Somos mayoría o somos minoría? O sea, los que queremos cambios fundamentales en Chile, ¿somos mayoría o minoría? Estaría bueno saberlo. Porque no se puede diseñar la misma estrategia política si somos mayoría o si somos minoría.
Teniendo esto en mente, resultan sumamente relevantes diversas iniciativas ciudadanas tales como Plebiscitos para Chile (en este caso dentro de una perspectiva no rupturista que aboga por una ocupación de las grietas institucionales y el uso creativo y responsable de la instancia comunal), Democracia para Chile (siendo uno de los ejes de trabajo la instauración de una herramienta plebiscitaria amplia como prerrogativa ciudadana) y los diversos llamados a la Cuarta Urna en función de aprovechar los comicios de noviembre 2013 para pronunciarse a favor o en contra de una Asamblea Constituyente en Chile.
Este gran despliegue de esfuerzos -que cuenta con muchas otras iniciativas que no nombro- apunta a fomentar una ciudadanía activa, a fortalecer la capacidad de acción, sea cual sea el terreno, sin olvidar el espacio limitado (pero qué tan limitado finalmente) de la comuna, de lo barrial. ¿Sería descabellado, por ejemplo, que desde los municipios se sometiera la siguiente pregunta: «está usted de acuerdo con que el municipio promueva y realice un sondeo de opinión para determinar cuántos son los habitantes de esta comuna que aprueban o desaprueban la realización de una Asamblea Constituyente?» O, una variante, «¿está usted de acuerdo con que se designe tal recinto de la comuna para promover la discusión en torno a la realización de una Asamblea Constituyente?». Si no se ha hecho es sin duda que no se puede pero quizás haya alguna brecha todavía por descubrir.
Más generalmente estas iniciativas nos están diciendo que algo está naciendo desde las cenizas de nuestro pueblo. Y no es posible desatender ese llamado. No el mío. No el tuyo. No el del vecino. El de todos y cada uno pero, muy especialmente, el de las personas que han logrado reconstruir vínculos suficientes para expresar colectivamente, con la mayor sencillez y la mayor resolución, el cambio que quieren.
Esos rostros, algunos todavía no los visualizamos bien, quizás por no haber estado mirando para el lugar que corresponde. Así, el movimiento por una Asamblea Constituyente anunció ayer la postulación presidencial de Gustavo Ruz Zañartu. «¿Quién lo conoce?» fue uno de los primeros comentarios de un lector en este diario. Bueno, lo conocen quienes han pensando que su postulación era válida. Las razones están rigurosamente expuestas en el documento difundido en el sitio Internet del Movimiento. Lo conocen además sus colegas del mundo académico. No voy a hacer la lista porque lo que me parece interesante es lo otro. Que muchos no lo conozcan. Es decir que se pueda levantar la candidatura de un hombre que no pertenece a ningún tipo de farándula y que, sin embargo, no es un hombre solo; de un hombre que no ha venido a vender nada, ni promesas grandilocuentes ni caras bonitas, ni el viejo sueño siempre renovado de que podríamos ser un país exitoso. La cultura del «éxito» en nuestro país nos ha hecho desgraciados. Y a menudo hemos confundido la luna con farolitos.
Entonces, he aquí un hombre que no dice que quiere ganar. Y sin embargo viene, según nos informan, a realizar una tarea crucial. Cito: «El dirigente apuntó a la candidatura presidencial como instrumento que facilita la masificación de una iniciativa sin recursos y con el rechazo de los medios de comunicación». Eso, en Chile, es enorme. Viene a disputar el monopolio de la palabra. Viene a instalar un tema de debate que ha surgido desde la ciudadanía misma como prioridad. Viene a informar. Viene a desmentir el credo según el cual en Chile todos los ciudadanos están felices porque tienen que arruinarse para educar a sus hijos (por ejemplo). Y como bien lo señalaba una lectora de este diario habría que ver de qué manera los medios alternativos pueden participar en la tarea de difundir esta voz disidente que es una voz conjunta.
¿Esa voz es mayoritaria o minoritaria? Es posible que la candidatura de Gustavo Ruz Zañartu ayude a determinarlo.
Asambleistas de Chile… el debate nunca es vano. (De eso trataba la última columna y de eso trata esta también). No hay que asustarse porque la meta se ve demasiado lejana. Lo que importa es lo que se hace en el intervalo. Por eso, abogando por lo que hoy parece imposible, es necesario identificar también los espacios de lo posible ahora. Discutir, escuchar, atender. Buscar la unión. Construir capacidad. Construir legitimidad. Saber quiénes somos. Con una humilde soberbia, diría: no tenemos nada que perder, ni se trata de ganar. ¿De qué se trata entonces? De algo tan sencillo como volver a decir «nosotros».