Lunes 29 de noviembre, 20 horas: estaba oscureciendo y me dirijo a buscar a Paula que regresaba a casa luego de su jornada laboral. Ni siquiera me cambié de ropa: shorts, zapatillas y polera. Avanzo por la Ruta 7, a una hora de bastante tránsito, cuando a 500 metros de la entrada del pueblo donde […]
Lunes 29 de noviembre, 20 horas: estaba oscureciendo y me dirijo a buscar a Paula que regresaba a casa luego de su jornada laboral. Ni siquiera me cambié de ropa: shorts, zapatillas y polera. Avanzo por la Ruta 7, a una hora de bastante tránsito, cuando a 500 metros de la entrada del pueblo donde me espera mi mujer, veo un vehículo blanco que comienza lentamente a cruzar el eje de la calzada, hacia mí. Me da la impresión que se trata de un conductor en mal estado; reduzco la velocidad y me detengo a unos dos metros del vehículo. Desde el asiento del acompañante del conductor sale un sujeto bien vestido, un poco escuálido, con un arma en la mano y corriendo. De inmediato pienso que se trata de un secuestro, actividad más o menos común en la zona. Su grito de ¡Policía! no es suficiente para desechar esta posibilidad. Pongo marcha atrás e intento salir a toda velocidad. Veo al sujeto que me apunta a no más de un metro de distancia. Siento un fuerte impacto en la parte de atrás. Alguien me chocó o choqué a alguien. Intento salir hacia adelante, pues se había abierto una brecha junto a la camioneta que me bloqueaba.
Pero el panorama era definitivo: alguien me sujetaba el cuello y una pistola se apoyaba en mi cabeza. Miro hacia adelante y veo que estoy rodeado. A mi izquierda tengo a dos sujetos, dos al centro y dos a la derecha, apuntando sus fusiles de asalto, cubiertos sus rostros con máscaras y en tenida de combate. Los haces de luz infrarroja de sus armas cubrían mi cuerpo y sólo nos separaba el débil cristal del vehículo. En ese minuto recién deseché la idea del secuestro y volvió a mi mente el fantasma fascista.
Gritos por doquier «¡Quieto, levantá las manos, no te movás! ¡Busquen el fierro, no hablés, ¿andás armado?» No sé a qué atenerme, por lo contradictorio de las órdenes. Al final opto por permanecer inmóvil, no me quedaba otra: con el brazo izquierdo sujeto por detrás de la cabeza y pegado a la oreja y la mano derecha sobre la palanca de cambios, que aún estaba en primera, y con el motor en marcha. Estaba seguro que cualquier movimiento en falso podía producir un incidente fatal. Me esposaron y un sujeto vestido de civil me golpeó el rostro. Cuando pretenden bajarme, se dan cuenta que el cinto de seguridad impedía mi salida. Por tanto, me liberan para que pueda desatarme.
Ya fuera del vehículo sabía muy bien de qué se trataba y en el fondo, me invadió una suerte de alivio -pues a pesar de lo difícil de la situación- pensé que podía ser el inicio del fin de una larga pesadilla. A la orilla del camino, con las esposas hundiéndose en mis muñecas, me paran al costado del vehículo. Veo cómo mi camioneta es revisada de manera exhaustiva, y miro hacia todos lados buscando a Paula, que casi de manera obligatoria tenía que pasar por ahí a esa hora. De todos modos, tenía la seguridad de que más de algún vecino iba a ver todo y me reconocería de inmediato.
Mi mente, durante segundos, recorre pasajes de mis afectos. Me atormentaba la idea de que llegaran a casa antes que mi compañera y encontraran a mis suegros e hijos solos. No por el hecho que se enteraran de mi detención, sino por la causa de la misma, pues hasta ese momento había sido el secreto mejor guardado y desconocían absolutamente mi realidad. Incluso al otro día debían emprender el regreso a Chile, luego de pasar unas semanas con nosotros por el cumpleaños de los niños. Me embargaba un sentimiento de deslealtad que no estaba en condiciones de explicar. De una u otra forma, sentía haber traicionado la confianza y el aprecio que me habían brindado todos estos años. Esto mismo se repetía respecto a todos y cada uno de los amigos que veía con frecuencia y que se habían transformado -a pesar de la diversidad de pensamientos e historias- en una suerte de pequeña familia. ¿Hasta dónde comprenderían y entenderían mi verdadera realidad?
«ASI QUE APABLAZA, ¿NO?»
De vez en cuando mis reflexiones eran interrumpidas por uno que otro diálogo con los captores. Uno de ellos se acerca y me dice: «Así que Apablaza ¿no?» -Sí, así mismo-, fue mi respuesta. Se establece un diálogo más distendido, aparece el sujeto a cargo del operativo y me pregunta: «¿Todo bien?» Sí, le digo, a excepción del golpe que me dieron. Escucho celulares y radios por todos lados, informando del éxito de la operación. Me leen mis derechos y en mi afán por divisar a mi compañera veo en su plenitud la magnitud de la cacería. A lo menos cuento cinco vehículos civiles y un furgón con las siglas Geof; cuatro sujetos a cargo de mi vigilancia y unos cinco haciendo una exhaustiva revisión de mi vehículo, levantando alfombras e inspeccionando hasta la última cajuela. Otro, cámara en mano, filmando y varios sacando fotos con cámaras digitales. Además de una veintena de civiles.
A ambos lados de la ruta, los curiosos comienzan a aparecer en la puerta de sus casas. La tensión inicial comienza a desaparecer, hay amenaza de tormenta, el cielo se oscurece y la noche se empieza a iluminar con relámpagos. Caen las primeras gotas. De vez en cuando, alguien me va a consultar: cómo se arranca la camioneta, pues tiene un dispositivo de corte. Al rato, que cómo se cierran las ventanillas y luego, que el motor no arranca. En principio, no sé la razón. Pero me doy cuenta y les informo que hay que mantener presionado el embrague. En mi interior, pienso: «¿Cómo es posible que frente a tamaño despliegue de recursos, no estén en condiciones de arrancar un vehículo?».
Pienso en mi madre, hermanos e hijas. Se acerca el momento de una larga espera de más de treinta años. Por uno y otro lado, comenzaremos a conocer las familias. Mi madre sabrá que tiene nuevos nietos, y yo podré conocer sobrinos. Claro, hay afectos que ya no estarán y, obviamente, pienso en mi padre, pero creo que de una u otra forma está presente, como en todos estos años.
Converso con mis custodios. Tratan de demostrar su eficiencia o bien mi torpeza. «Tenés lindos perros y están adiestrados». Sólo me sacan una sonrisa. «¿Y las cámaras de seguridad, funcionan?». Obvio. «Te movés poco y sólo por la zona, y nunca mirás para atrás. Por suerte te tomamos hoy porque o si no, estábamos obligados a entrar en tu casa y eso hubiera sido distinto». Me pregunto: si tenían todos esos antecedentes, ¿por qué este despliegue y no actuaron cuando llevaba o regresaba del colegio de mis hijos con la vianda para su almuerzo? ¿O en el supermecado, o cuando cortaba el pasto afuera de la casa, o cuando los sábados jugaba alguna pichanguita? Pienso que la espectacularidad en estos casos es mucho más rentable, tanto política como operativamente, incluso ciertos medios de prensa (de la derecha) se hacen presente casi de inmediato y un operativo que en sí dura segundos, permanece por dos horas en el lugar, como en una situación de espera. De vez en cuando, me tapaban la cara con una polera: hubiera sido más simple que me metieran en un furgón.
En este tiempo interminable, se acerca un custodio y me dice: «Ya conversamos con tu mujer». Como no le creí, me dice: «Pasó por aquí». ¿Con quién andaba?, pregunto. «Parece que con una amiga», me dice. ¿Cómo era?, insisto. Me da un par de señas de ella y del vehículo y me digo es Myriam. Eso me da tranquilidad pues estoy convencido de que al saber la verdad, los problemas familiares que me angustian estarán bajo control. Además, Paula es de armas tomar a la hora de defender sus derechos.
OCUPACION: REVOLUCIONARIO
Me conducen hacia la camioneta, la puerta de atrás está abierta a mi izquierda. Un muchachón toma nota de la parte final del procedimiento, en presencia de dos testigos que estaban muy nerviosos. Me toman la siguiente declaración:
Nombre: Galvarino Sergio Apablaza Guerra.
Edad: 54 años.
Fecha de nacimiento: de pronto desde la camioneta se escucha una voz: «Esperá, esperá». Era quien filmaba. Se acabó la batería y se quedó sin luz la cámara. Vuelta atrás y comenzamos de nuevo. Fecha de nacimiento…
Ocupación: revolucionario. Se miran como poniendo en duda la profesión, pero continúan.
Cédula de identidad… ni idea.
A cada una de mis respuestas, la antecede un breve silencio. Después de tantos años de ser Pedro, Juan y Diego, se me hace difícil volver a ser Apablaza. Incluso hasta me suena medio raro, pienso y digo ¡putas que me han quitado cosas! Hasta me cuesta saber quién soy, pero en el fondo me siento afortunado: tengo una familia que amo y me ama, tengo amigos -muy pocos- pero en estos días y a pesar de sorprenderse de esta situación, han demostrado un coraje y dignidad increíbles brindándome toda su solidaridad y apoyo.
Pienso con nostalgia, tristeza e impotencia en grandes compañeros y amigos del ayer y que no tuvieron ninguna oportunidad. Vienen a mi mente Manuel Guerrero y José Manuel Parada, salvajemente torturados y degollados por las fuerzas de seguridad. Con el primero compartí largas jornadas de trabajo voluntario en un canal de regadío para pequeños campesinos, en la zona de Rengo, allá por el año 1972. Incluso en la inauguración de esta obra estuvieron presentes el general Prats y Víctor Jara.
José Manuel fue la primera visita que recibí en el campo de prisioneros de Puchuncaví, como delegado del Comité Pro Paz y realizó variadas gestiones por mi liberación.
Imposible sacar de mi mente a un entrañable, como el «Chico» Raúl Pellegrín, con quien recorrimos quizás la parte más dura de nuestras vidas; y qué hablar del «Huevo», Roberto Nordenflytch, quien muere en Tobalaba con nobleza y lealtad a toda prueba.
Al término de la declaración se hace un inventario de mis pertenencias: una billetera de cuero con una cédula de identidad a nombre de Héctor Daniel Mondaca, número 18792512; registro de conducción al mismo nombre; 115 dólares norteamericanos; 100 pesos argentinos y… a firmar se ha dicho. Es un gran problema, porque no sé cómo hacerlo. Pero no es hora de ponerse riguroso: estoy detenido y lo que menos importa es eso, así que un par de garabatos es más que suficiente.
Firman los testigos y me devuelven a mi posición original, parado tras un vehículo. Llueve copiosamente. Pienso, «esto le va hacer bien a las plantas… ¿y quién mierda se va a comer mis tomates en un tiempo más?».
Otra vez la prensa y a taparme la cabeza. No tengo dudas entonces de que hay interés en mostrar el trofeo. A las 22 horas nos ponemos en marcha. Me suben a un vehículo pequeño, voy esposado, atrás, entre dos custodios. Siento que las esposas me rompen las muñecas, pienso que no les voy a dar el gusto y no hago ni una queja. Orgullo es lo que sobra en estos casos, o bien lo único que queda. «¿Cómo vamos?», pregunta el conductor. Por los handy se escucha «sandwich». Pienso, «seguro que yo soy el jamón». Está sintonizada una emisora de radio, obvio que es la derechista Radio 10 y pienso, «encima tengo que escuchar esta basura. Yo, acostumbrado en la 2×4 a puro tango, escuchando muy temprano al periodista Horacio Embón en el programa El francotirador». (Que nadie piense mal: es un programa periodístico).
Sale una camioneta, baliza al techo. La seguimos; a ambos lados otro vehículo y otro cierra la columna. No sé si continúan algunos más atrás. Tomamos la ruta hacia el centro del pueblo; luego, una avenida pequeña que en un par de minutos nos pondrá en la ruta principal que comunica la Capital Federal con la Zona Oeste. Los vehículos se desplazan con lentitud. Los laterales en las bocacalles se adelantan para bloquear. Observo a mi alrededor esas calles que hasta ayer -y durante varios períodos- me daban algo de tranquilidad. Pienso: «Chao Moreno, gracias y la reputa que te parió». Durante el viaje suenan celulares y handies con frecuencia para decir «acercáte más o esperá». De pronto, un llamado me pareció una felicitación a quien iba en el asiento del acompañante, un hombre con cara de bueno y tranquilo. Uno de mis custodios me pregunta cómo estoy. Es un muchacho, seguramente un niño cuando imperaba el terror en América Latina. Bien, le digo. En comparación con lo que había sido mi detención en dictadura cuando no sabía si algún día saldría. «Pero ustedes hacían lo mismo», dicen. «Pero no existe ni un solo caso de detenido desaparecido o centro de torturas por parte de las organizaciones populares chilenas. Lo único que hicimos fue defendernos y resistir». Fin del diálogo.
EN LA UNIDAD ANTITERRORISTA
Cerca de la 24 horas entro en la Unidad Antiterrorista, que servirá de lugar de detención. En su entrada principal cruzamos una barrera con detección de armas. Soy conducido al final de un pasillo y me ubican mirando la pared. Percibo a varias personas en un ambiente distendido. Luego me hacen pasar a una oficina con una gran mesa y un televisor. Sobre ella, papeles y un tampón con tinta. Me explican que procederán a la identificación. Me quitan las esposas y me dan unas fichas para llenar con mis datos personales, me dicen que espere un poco para que mis manos se recuperen de la presión de las esposas.
Son tres los funcionarios presentes y se genera un clima muy afable. Me ofrecen agua y luego, si quiero té o café. Pido agua y café que, por cierto, me brindan con amabilidad. Ocasionalmente, más de alguno me pregunta dónde vivía en Chile. Todo indica que se trata de un conocedor del país. A firmar y poner huellas se ha dicho. Por lo menos unas treinta planillas esperaban por mí. Todos los dedos de ambas manos, después de ciertas dificultades para la impresión digital, por su falta de nitidez según ellos por mala calidad de la tinta, continuamos. Quien tomaba las huellas era un hombre maduro y con pinta de bonachón. Todo indicaba que quería volver pronto a su casa. Ahí me di por enterado que había chocado un auto de ellos: naturalmente en esos momentos daban una lectura distinta a mi intento de huida.
Luego, sesión de fotos. El lugar no era apropiado por sus paredes de fondo, así que me llevan al pasillo principal y luego, de frente y perfil. Me arreglo la polera y trato de poner mi mejor estampa. Ahora la dignidad es mi única arma. Me conducen a una celda y me dicen que estoy incomunicado hasta que me reciba el juez, que será temprano por la mañana. Una celda muy pequeña, con una letrina al piso, un lavatorio y un camastro de concreto. No hay colchón y nada con qué cubrirse. Gracias al desorden de mi hijo -que en otro momento le hubiera costado un reto- me acercan su chaqueta del colegio. Ya más tranquilos van apareciendo quienes participaron en el operativo y otros. Creo que había un interés honesto de parte de ellos por conocer a este personaje «tan peligroso». Hablamos de parte de mi vida y por cierto les interesaba conocer de mi vida combativa: Cuba, Fidel, Raúl, Nicaragua. Sólo generalidades, se tragaron la historia del mito, la leyenda que muchas veces la prensa inventó y donde al lado mío, Bin Laden es una alpargata.
Preguntaron si me había dado cuenta que me tenían bajo control y por qué estaba tan confiado. Les dije que sí, que el control era evidente en los últimos días, puntos fijos que hasta un ciego hubiera percibido. Una camioneta de Edenor casi en la puerta de la casa y otro vehículo en una intersección de las vías del tren, en aparente función de venta. En todo caso, ya tenía tomada una decisión, si bien es cierto no estaba dispuesto a entregarme. Tampoco a salir huyendo, más aún cuando ello sin lugar a dudas me separaría casi definitivamente de mis hijos y compañera. Así que bueno, un poco sea lo que Dios quiera.
Me ofrecieron pizza y bebida pero la situación no daba para bocado alguno. Llega el forense que me pregunta cómo estoy, si tengo algún problema de salud y me hace una revisión física. Me comunican que mi abogado está afuera y me acercan una nota de él, diciendo que al otro día nos veríamos en tribunales. Mi tranquilidad fue mayor. Pero me sacan de la celda, otra vez esposado, y me trasladan caminando a otro edificio dentro de la misma repartición policial. Nuevamente huellas y fichas, pero sólo como registro de entrada. Otra celda, y a dormir si es posible. Ya eran las 4 de la mañana. Mi cabeza estaba a full. En silencio, más de algún lagrimón cayó por mis hijos, mi compañera y toda mi familia que sería sorprendida por la noticia. Pero seguía muy convencido de la decisión que había tomado, y ahora había que mirar hacia adelante y prepararme para este nuevo escenario que, más allá del desenlace, era el inicio del fin de esta larga pesadilla. En algún momento la libertad tiene que llegar. Tengo salud, fuerza y muchas ganas de vivir.
ANTE EL TRIBUNAL
Diez de la mañana. A tribunales. Gran despliegue, me conducen los mismos del operativo anterior ya casi con familiaridad. Ninguna hostilidad, voy en un furgón esposado y con tres custodios. Afuera, el sol pegaba fuerte. Les digo que en la primera conferencia de prensa que dé voy a reclamar por la falta de aire acondicionado. En tribunales el trámite de rigor: huellas, revisión física y celda de incomunicación. Aquí las condiciones dejaban mucho que desear, en las paredes y el techo inscripciones que juran amor eterno a madres, hijos, esposas o novias y también a la Virgen y Cristo. Ahí los detenidos llegan con la esperanza de escuchar la declaración de libertad por parte del tribunal.
Cerca del mediodía me conducen hacia la oficina del juez. Al salir por un pasillo grande, mi gran sorpresa: mi compañera salta hacia mí. En su rostro hay mucha fuerza y confianza. También diviso, a unos metros, a Claudio Molina y su compañera, quien hace unos años había estado en situación similar a la mía, y de quien nada sabía. Gritos de saludo en señal de cariño y solidaridad. Sólo atino a decir gracias por estar aquí.
En la sala del juez impera un ambiente cálido, lleno de fojas por todos lados, personal judicial que entra y sale con legajos. El secretario del juez indica al personal de custodia que me saquen las esposas y me ofrece un asiento, me saluda y se presenta como encargado de la causa. Me explica que dicha comparecencia tiene como objetivo que el juez me notifique de mi detención y la calidad de ella, así como el lugar donde debo cumplirla.
Luego entra mi abogado, Rodolfo Yanzón, perteneciente a la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Brevemente me informa de los pasos que vienen y echamos un vistazo a la causa. De pronto entra el juez, se presenta y procede a notificarme, prisión preventiva a solicitud de la Corte de Apelaciones de Santiago bajo los cargos que ya han tenido amplia repercusión en la prensa. Me explica que la justicia chilena tiene 60 días para hacer efectivo el pedido de extradición y posteriormente, ellos tienen que decidir si es aceptada. Me levanta la incomunicación y me deriva a un recinto de la Unidad Antiterrorista: regreso al mismo lugar adonde había pasado la noche. Para mi dicha, era día de visitas, así que a prepararse.
Los que serían mis compañeros, que llevan largos años de prisión, ya estaban al tanto de la llegada del nuevo y «siniestro» compañero. A pesar de las grandes distancias en historias y compromisos, de inmediato me brindan su afecto y solidaridad, toallas, colchón, frazada, dispuestos a compartir lo poco y nada que tienen, preocupados por dar ánimo y confianza y hacer más llevadera nuestra incipiente convivencia.
Llega mi compañera y poco a poco mis grandes incertidumbres van dando paso a la sorpresa y la emoción. Mis suegros, que partían ese día, suspendían su viaje y ponían de manifiesto que ahora lo único importante era mi liberación. Mis hijos, poco a poco, irían conociendo quién era su padre y mis amigos, absolutamente todos, con una disposición total a hacer lo que fuera necesario e incluso, creo, que varios hasta gratamente sorprendidos. Sin ir más lejos, en el momento mismo del operativo una gran amiga va a buscar, donde yo nunca llegué, a mi compañera y nos ayuda junto a su esposo en esos primeros minutos en los cuales lo único que uno espera es una voz que diga aquí estoy para lo que sea.
LAMENTO EL MOMENTO
DE MI DETENCION
Nunca imaginé que este hecho podría tener tal connotación y menos recibir tantas y variadas muestras de cariño y solidaridad. Sin duda es la consecuencia de los nuevos vientos que soplan en el Sur. Sólo lamento que se haya producido en un momento tan trascendente para la sociedad chilena, al hacerse público el Informe sobre la Prisión Política y la Tortura. Pero al mismo tiempo tengo mucha confianza en que más allá de los esfuerzos mediáticos que se están haciendo en torno a mi caso, en que se pretende desviar la atención del problema central y eludir las responsabilidades que de manera clara e incuestionable se desprenden del informe y afectan a una serie de oscuros personajes, la verdad se impondrá. Todo parece indicar que la UDI no abandonará jamás su política de terror que hoy significa enjuiciar a todos los patriotas que la enfrentamos.
En ese sentido, puedo asegurar que las únicas manchas de sangre que tengo son de mis torturas y de tantos compatriotas asesinados, partiendo por el presidente constitucional Salvador Allende, Miguel Enríquez, Víctor Díaz, los muertos de Lonquén, de la Operación Albania y de nuestros comandantes José Miguel y Tamara.
Que nadie se llame a engaño. Yo sí puedo mirar a los ojos a mis hijos, cosa que no pueden hacer los Fernández, los Torres, los Novoa, los Rodríguez, los Jarpa, los Edwards y obviamente, los Pinochet.
Dentro de pocas horas recibiré a mi madre. En estos 30 años una sola vez la vi, fugazmente. Luego vendrán mis hijas y hermanos. Estoy feliz y ansioso por este reencuentro. Una nueva vida comienza y como siempre, estaré junto a quienes piensan y luchan por un mundo mejor
– Publicado en revista «Punto Final» Nº 583, 22 de diciembre, 2004