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Así se cuenta la historia

Fuentes: Rebelión

Me quedan poco años para ser octogenario y ya puedo hacer ba­lance de mi vida, en lo personal y en mi pensa­miento social.  En lo personal y en lo profesional no sólo no puedo quejarme, es que todo me ha salido a pedir de boca. Las cosas me han ido siem­pre mucho mejor de lo […]

Me quedan poco años para ser octogenario y ya puedo hacer ba­lance de mi vida, en lo personal y en mi pensa­miento social. 

En lo personal y en lo profesional no sólo no puedo quejarme, es que todo me ha salido a pedir de boca. Las cosas me han ido siem­pre mucho mejor de lo esperado, y quienes han tenido que valo­rarme me han dedicado un reconocimiento quizá por encima de lo merecido. En suma, he tenido mucha suerte. Proba­blemente por­que, como decían los antiguos sabios, la suerte huye de quien la busca y sigue a quien la desprecia. Proba­ble­mente porque, co­mo refiere Montesquieu en uno de sus ensayos, siempre fui como aquel ciudadano de la antigua Atenas al que se le vio un día salir del Se­nado dando saltos de alegría porque había sido elegido en su lugar otro ciudadano con más merecimientos que él… Y cuento además con un ac­tivo patrimonial que vale más que todas las fortu­nas: el familiar. Mi familia extensa contribuye podero­sa­mente a hacerme feliz al tiempo que lo es ella…

Esto, como digo, es en lo personal y en lo profesional. Pero en mis aspiraciones sociales en los primeros años de mi vida activa y luego en las políticas cuando la política empezó a enseñorearse del país, todo ha ido siempre en dirección contraria a lo deseado por mí.

En los tiempos del franquismo mi forma de enfrentarme a él y a sus corruptelas se ciñó a actitudes testimoniales en los centros donde me encontraba. No podía ni debía pasar de ahí. Enfren­tarse cuerpo a cuerpo a la dictadura me pareció siempre inútil. El fran­quismo era inexpugnable por esa vía. Quienes se lanzaban al monte o se enrolaron en células activistas, pese a ser plausible y cosa de valientes, calcularon mal. Y un mal cálculo en táctica y estrategia es mala señal de inteligencia.

Llegó lo que empezó a llamarse democracia, y fueron las faccio­nes falangistas las que urdieron la transición de la dicta­dura a otro régi­men de incierta y confusa naturaleza. E inmediata­mente un perso­naje clave del franquismo, un ministro del dictador, su alba­cea testa­mentario, se encargó de hacer cum­plir su voluntad post mor­tem. Con otros seis elegi­dos más o menos por él cocina a renglón seguido una constitu­ción política que contenía la pieza clave del sistema: la monarquía. El pueblo, que sentía sobre sus nucas el cañón de los fusiles de un ejército más franquista que el tirano que aca­baba de morir y ante el temor a un golpe de Es­tado que signifi­caba la continuidad de lo mismo, firmó el con­trato so­cial viciado votando lo que le pusieron delante con visible mezcla de ilusión y de miedo bajo ostensible coacción.

Pasado el periodo de transición abrochada por un simulacro de golpe de estado para reforzar al monarca, una ley electoral per­fecta para evitar el verdadero pluralismo partidista permite la irrup­ción de dos partidos políticos precedidos de connotaciones históricas revolucionarias atemperados por el eufemismo y el mimetismo que propician el lenguaje y la praxis política: el euroco­munismo, un remedo del comunismo sin futuro, y la socialde­mocracia del pe­soísmo: un re­medo del socialismo, que funcionó en la medida que, gracia a esa ley electoral, se ha venido repartiendo más o menos discretamente el poder du­rante más de treinta años con las vivas fuerzas conservadoras de los apellidos y de las clases sociales y estamentales proceden­tes del franquismo. Y todo ello con los resulta­dos socia­les de todos conocidos: corrup­ción, cooptación, enriqueci­miento ilícito, puertas giratorias, poder judicial escleroti­zado por el poder político y neutralizado por el poder financiero. Y todo bajo la atenta observación de un periodismo intensifi­cado en los medios televisivos que, sin pudor y dando una de cal y otra de arena en los planteamientos y eli­giendo los tiem­pos para arrimar el ascua a su sardina de sus ren­tas, apuesta visiblemente desde los despachos de los dueños de los medios por una nueva transición suave y sin los grandes cambios que 12 millones de ciudadanos y ciudada­nas españolas en el um­bral de la pobreza demandan para alcanzar la dignidad perdida o la que nunca han llegado a tener.

Mis condiciones de augur de medio pelo provienen de la experien­cia y del conocimiento, tanto de la naturaleza de las cosas como de la repetición de los fenómenos sociales como del carác­ter español en su conjunto (carácter, por cierto, fácil­mente evalua­ble si compara­mos el desarrollo y las huellas deja­das por el espa­ñol en los países de habla hispana del continente suramericano, y el desarro­llo y huellas dejadas por anglosajo­nes y francos en Amé­rica del norte).

Pues bien, los resultados de las elecciones andaluzas han termi­nado por centrar mi posición mental acerca del futuro que se nos viene encima en España, siguiendo las constantes históri­cas del predominio y hegemonía de los «fuertes». Pues cuando se suponía que millones de andaluces iban a volcarse a favor de los mesías del cambio: esos dispuestos a enfrentarse sin disimulo ni tapujos a la injusticia social, esos que luchan pacíficamente contra los desahu­cios y contra tantos abusos del poder político, bancario y finan­ciero, comprobamos que el miedo, la pusilanimidad y la indiferen­cia han vuelto a decidir. Andalucía no es toda España, pero si una referencia poderosa de lo que repre­senta el talante de lo que llama­mos «lo español». Y ahora, inmi­nente otro proceso electo­ral, se ve venir el resultado final que espera a este país en las cercanas eleccio­nes generales al poder central: el partido siem­pre triunfante y una formación nueva que representa más pensa­miento conserva­dor maquillado y acicalado, parece que se perfilan como las fuerzas que nuevamente se lle­varán el gato al agua. El falso socialismo, el falso comunismo y el verdadero espíritu revoluciona­rio quedarán nuevamente posterga­dos. Y la buena voluntad de quienes abande­ran los propósitos y decisio­nes que requiere la transformación real de la sociedad espa­ñola y su protago­nismo volverán a arrastrarse ante la volun­tad de poder de los de siempre… o tendrán que estallar.

El poder judicial, la banca, las empresas del Ibex35, las polic­ías, las puertas giratorias en sus diversas modalidades, las gran­des y medias fortunas, los obispos y arzobispos, los apellidos sonoros… seguirán gobernando en este país. Harán aquellos algunas concesio­nes más a los perdedores de la guerra civil y a los deshereda­dos tradicionales de toda fortuna, eso sí, pero es­tos se­guirán siendo alimentados y cobijados por las organizacio­nes de salvación caritativas y filantrópicas, y las mejoras sociales vol­verán a ser otro espejismo más.

No habrá cambios significativos más allá de los triunfalismos y fanfarrias que los medios de comunicación afines a los pode­res reinantes estén dispuestos a divulgar para el bien de sus cuentas de resultados, para el bien de sus accionistas y para el «bien» del con­cepto eterno de «la patria». El patriotismo espa­ñol seguirá siendo el refugio de los pícaros. Y aunque haya lavados de cara y acicalamien­tos varios con novedades provinien­tes de la corrup­ción del lenguaje principalmente, apenas serán irrelevantes. Esta visión pesimista es la que se me aparece en la bola de cristal que tiene en la cabecera de su cama todo septuagenario de inteligencia y sensibili­dad media. Ahora bien, jamás me habré alegrado más si la lectura de mi bola de cristal fuera errónea y de punta a cabo me hubiera equivo­cado… 

 

Jaime Richart es Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.