La semana pasada, el mundo de los derechos humanos en Chile recibió con alegría la noticia de que Francia le había otorgado asilo político a Ricardo Palma Salamanca. Una noticia alentadora que llegó precisamente en los momentos en que lamentábamos la partida de Ana González de Recabarren quien durante más de cuatro décadas instó inútilmente […]
La semana pasada, el mundo de los derechos humanos en Chile recibió con alegría la noticia de que Francia le había otorgado asilo político a Ricardo Palma Salamanca. Una noticia alentadora que llegó precisamente en los momentos en que lamentábamos la partida de Ana González de Recabarren quien durante más de cuatro décadas instó inútilmente al Estado chileno a que esclareciera la desaparición, el 29 y 30 de abril de 1976, de su esposo, sus dos hijos y su nuera embarazada, a manos de la Dirección de Inteligencia Nacional, organismo que dependía directamente de Augusto Pinochet.
En estos últimos meses, el gobierno de Chile, encabezado por el empresario Sebastián Piñera, se había movilizado diligentemente para obtener la extradición a Chile de Ricardo Palma Salamanca, ex militante del FPMR, a quien acusaba de «terrorismo». Cabe recordar que el FPMR fue una de las organizaciones políticas que no declinó su accionar tras el inicio de la llamada «transición de la dictadura a la democracia», proceso que hasta el día de hoy muchos analistas políticos – y especialmente quienes soportamos cotidianamente los efectos del sistema político, económico y social impuesto por la dictadura -, consideran inconcluso. En realidad, Pinochet nunca se fue [i] , como quedó patente en su participación en el Congreso en calidad de senador vitalicio a partir de 1990 y en los esfuerzos que desplegó el segundo gobierno chileno de la «transición» para traerlo de regreso al país, evitando que un tribunal europeo lo procesara por sus crímenes.
Desde que se dio a conocer la noticia de que Francia le otorgaba el asilo político a Palma Salamanca, diversos funcionarios del gobierno de turno manifestaron su molestia e indignación por esta medida, así como su intención de presentar ante las autoridades de ese país un documento perseverando en su demanda de extradición. En particular, la UDI – partido de gobierno que utiliza la palabra democracia para enmascarar su filiación de extrema derecha, creado por Pinochet para perpetuar la «obra del gobierno militar» y garantizar su continuidad institucional -, reaccionó airadamente. Uno de sus fundadores, el senador Juan Antonio Coloma, declaró en los medios que el otorgamiento de asilo político era «el triunfo de la impunidad». Como vemos, hoy la ultra derecha se apropia descaradamente del vocabulario de los familiares de víctimas de violaciones de los derechos humanos.
Hace casi 30 años Ricardo Palma Salamanca fue detenido y encarcelado bajo la acusación de haber ejecutado el 1 de abril de 1991, a Jaime Guzmán Errázuriz, senador por obra y gracia del sistema electoral binominal heredado de la dictadura cívico-militar. La derecha chilena siempre ha sostenido que fue el FPMR quien decidió acabar con la vida de Guzmán, fundador y líder de la UDI, miembro del Opus Dei e ideólogo y colaborador dilecto de la dictadura cívico-militar. La Constitución que redactó y que la dictadura llevó a un plebiscito fraudulento en 1980, aún pena sobre la vida cotidiana de los chilenos. Como él mismo dijera: «La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque – valga la metáfora – el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario». [ii]
A riesgo de que parezca una paradoja, diríamos que la muerte de Jaime Guzmán no fue el resultado de una decisión del FPMR ejecutada por mano de alguno de sus militantes. Guzmán fue una víctima más de la violencia política que generó la transición con impunidad que él mismo propició e impuso tras el triunfo del No en el plebiscito de 1988. Una transición que fue gestada y negociada bajo la amenaza permanente de un nuevo golpe militar, entre cuatro paredes y a espaldas del pueblo que durante 17 años se había alzado una y otra vez contra el hambre y la represión, sin más armas que su convicción de alcanzar la libertad y recuperar su dignidad. Lo paradójico es que Guzmán creó las condiciones que lo llevaron a su propia muerte.
Cabe recordar que tras la derrota simbólica de Pinochet en las urnas, irrumpió sin anunciarse en el vasto terreno conquistado por la lucha rebelde del pueblo, una pléyade de negociadores, de advenedizos, dispuestos a garantizar la proyección de la dictadura en un proceso que sus mentores ideológicos educados en la escuela de la traición denominaron «transición a la democracia». Sus fundamentos ideológicos y prácticos y su itinerario, se inspiró en la transición pactada llevada a cabo en España tras la muerte de Franco, en la década del 70 al 80. Su adaptación a la realidad chilena fue obra de Edgardo Boeninger, cientista político formado en Estados Unidos y vicepresidente del PDC. Y el principal mediador con las FF.AA. no podía ser otro que Patricio Aylwin, presidente del PDC entre 1987 y 1989, pero sobre todo, ferviente opositor al gobierno de la Unidad Popular e instigador y validador político del golpe de estado militar de 1973 desde su cargo de presidente del PDC y del Senado .
En las negociaciones en torno a la forma y contenido de la transición, Aylwin sería entonces el interlocutor privilegiado del general Pinochet, el mediador y representante de las FF.AA. y de los intereses del gran empresariado que, parapetado en las armas y en una legislación económica y laboral que le había permitido imponer salarios de hambre, se había enriquecido apoderándose de las industrias estatales y los recursos naturales del país. En estas negociaciones, Pinochet contó con el respaldo ideológico de Jaime Guzmán quien fijó los objetivos intransables de la «transición a la democracia bajo tutela militar [iii] : continuidad de la Constitución de 1980 y del modelo económico basado en los principios neoliberales de los Chicago Boys e impunidad para los violadores de los derechos humanos.
A Aylwin le correspondió la tarea de imponer este modelo de «transición» a la Concertación de Partidos por el No – conglomerado de centroderecha constituido por 17 partidos de desigual relevancia política, con predominio de los socialistas «renovados», y del cual, por un acuerdo entre la dictadura, el PDC y sectores de la Concertación, se excluyó al PC, al MIR y a otras fuerzas de izquierda. El resto es historia conocida: durante dos décadas, la Concertación de Partidos por la Democracia/Nueva Mayoría administró de manera ejemplar el modelo político-económico-institucional heredado de la dictadura; y continuó haciéndolo después de 4 años de gobierno de la derecha hasta agotar por completo el discurso de las promesas incumplidas – Asamblea Constituyente, reforma previsional, reforma del código laboral, educación gratuita, salud pública, y tantas otras- para cederle nuevamente el lugar a la alianza de derecha y ultraderecha que hoy gobierna en Chile.
En este contexto, Ricardo Palma Salamanca no fue sino uno más de los muchos jóvenes que impugnaron y se rebelaron contra la violencia y venalidad de la casta cívico-militar y sus nuevos aliados que, para gozar de las prebendas del poder, habían aceptado adecuarse a una transición ficticia hacia una democracia bajo tutela militar. Para Ricardo, este joven insumiso que desde su niñez había vivido los embates represivos a su familia, como para todos los jóvenes de su generación, excluidos de una «alegría» prometida que nunca llegó, sólo había una alternativa: asumir su compromiso militante con la única certeza de que podía perder la vida o la libertad. De ahí que se justifica plenamente y nos alegra el asilo político que hoy le otorga Francia, tierra natal de más de una decena de ejecutados y desparecidos por la dictadura cívico-militar chilena, de hombres y mujeres de vocación humanitaria y democrática que jugaron un papel destacado en la lucha por la libertad en Chile, entre otros, Leon Bouvier, Yvonne Legrand, Claire Duhamel, funcionarios diplomáticos, Pierre Dubois, sacerdote, el Pierre Kalfon, periodista, y de un pueblo solidario que acogió fraternalmente en su patria a miles de exiliados chilenos.
Para concluir, diremos que es en el desprecio de la casta dominante hacia las demandas sociales, económicas, políticas y culturales, donde radican las verdaderas causas de la violencia política, siempre latente en una sociedad de clases, pero que no se nutre de supuestas amenazas terroristas o el incremento de la delincuencia. Porque contrariamente a lo que sostiene cotidianamente el actual gobierno en su duopolio de los medios de comunicación, el verdadero caldo de cultivo de la violencia política es y ha sido siempre la privación o la denegación prolongada de derechos básicos -justicia, dignidad laboral, salud, educación y acceso a la cultura, etcétera-, y la falta de participación de las mayorías en las decisiones que las afectan. Habría que agregar hoy la evidente decadencia de las organizaciones políticas que en el pasado alimentaban la esperanza en un futuro mejor, encauzando organizadamente las luchas por los cambios y fundamentando ideológicamente la justa indignación popular ante el cotidiano y descarado despojo de los recursos del Estado y la naturaleza. En estas condiciones de indiferencia del poder y de inactividad política de los antiguos liderazgos populares, es posible, entonces, que en cualquier momento asistamos a un estallido de la caldera social, que podría adoptar las más variadas formas. Se equivocan, pues, aquellos que postulan y promueven políticas basadas en la violencia institucional – como el aumento de la dotación de las fuerzas represivas, la militarización del territorio mapuche o el endurecimiento de las penas de cárcel. Tales iniciativas, sumadas a la frustración larvada pero creciente de grandes sectores sociales, no pueden sino fomentar el clima de violencia política, en desmedro de toda esperanza de avanzar en la construcción de una convivencia democrática basada en la justicia y el bienestar para todos.
Vicky Torres es Profesora normalista, socióloga y activista de derechos humanos
[i] www.elclarin.cl/web/opinion/politica/25369-pinochet-nunca-se-fue.html
[ii] https://www.elciudadano.cl/tendencias/las-frases-mas-duras-de-jaime-guzman-que-permiten-entender-el-lado-feroz-de-la-derecha-chilena/04/01/
[iii] Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Editorial Sudamericana Chilena, Chile, 2000.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.