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Asturias no es España

Fuentes: Rebelión

 El Fielatu Envís de clas. Asturias no es España (ni lo demás tierra conquistada). La nación asturiana vive entre dos aguas, la atlántica (o cantábrica) a la que pertenece de forma natural, y la mediterránea, a la que pertenece de forma coercitiva por la inmersión de nuestro país en la monarquía castellana, en la media, […]

 El Fielatu Envís de clas.

Asturias no es España (ni lo demás tierra conquistada). La nación asturiana vive entre dos aguas, la atlántica (o cantábrica) a la que pertenece de forma natural, y la mediterránea, a la que pertenece de forma coercitiva por la inmersión de nuestro país en la monarquía castellana, en la media, y en el estado español, en la moderna. Nos administran desde Madrid, y con ello nos imponen unas estructuras de dominación que no son las nuestras. La economía cuasi-esclavista del Sur y del Mediterráneo no es la nuestra, y los intereses productivos y comerciales del país asturiano son incluso contradictorios con los que priman en España. El desarrollo económico asturiano podrá no ser boyante, como el de Madrid, y otras regiones levantinas y sureñas, pero al menos no se basa (salvo en pequeñas cuotas, lamentables) en la explotación de emigrantes extranjeros. El esclavismo no fue nunca con el carácter nuestra gente. El medio y el talante astures siempre fueron en contra de esa tendencia del explotador de estilo mediterráneo.
Madrid es la «esencia» del estado español. Esto es, una ciudad artificial, creada para un estado artificial. No fue tanto una capital castellana como una concentración de poderes para mantener asimétricamente vinculadas a su «atracción» las regiones en el nuevo contexto de un estado absoluto, defectuosamente fortalecido desde los Reyes Católicos. Es la capital de una corte que ha ido atrayendo a los servidores de esa corte (hoy incluimos a la vasta clase política) pero así mismo a todo un lumpen que huyó de la miseria y de la tiranía locales, para hallarla en nuevas formas: lazarillos y picaruelos, seres todos reptantes. Muchos (mal) viven del cuento. La abundancia relativa de sectores parasitarios (tanto entre los pudientes como de los llamados «muertos de hambre») ha dado pábulo a la imagen opresora de la capital, como atractor o agujero negro que dificultaba el desarrollo natural y armónico de las regiones.
Es verdad que los líderes burgueses del nacionalismo catalán y vasco sienten y demuestran de vez en cuando su racismo al tocar este resorte de imágenes y estereotipos, que guarda relación parcial con la verdad de Madrid y la Castilla devastada por la capital. Pero en la Corte hay un odio correspondiente, centralista, que es el de la ignorancia. No dar aprecio, a quien se lo merece, parece peor que el odio sin más en cuanto al agravio ocasionado y a sus consecuencias. Y en esas espirales de odio hay que comprender la polémica del nacionalismo.
Hay una revuelta, mal disimulada por los medios de masa, de la provincia frente al imperio. Ethnos frente a Polis. La cosa podría retraerse nada menos que a la historia de la expansión de Roma. Sorprende la civilización céltica: les faltó un Homero y un Hesíodo para luego desarrollar la filosofía. Tenían druidas, pero esos pitagóricos de aldea creían en el poder mágico (y por ende no generalizable) de la escritura. Les faltó la Polis, pero iban en camino hacia ella. El celtismo histórico representó la marginalidad ante el imperio. Fue una civilización ajena al imperialismo. No tuvo reparos en fundirse con distintos pueblos, pero nunca quiso erigir grandes órganos estatales. Los galos sí tuvieron grandes reyes en la época en que César luchó contra ellos. Pero es que un peligro externo amenazante, así lo fue Roma, suele forzar la unión de pueblos que antes eran de tendencia centrífuga. Tras la caída del imperio, el mundo céltico experimentó un hermoso renacimiento medieval temprano. Cuando en Roma apacentaban animales y bárbaros iletrados, los monjes irlandeses transcribían al latín todo su legado mitológico, hermanado en belleza y temática con el homérico (siglos VI y VII d N. E.). Bajo las legiones y el comercio latino, los celtas se aculturizaron un poco, como los indios de USA se aficionaron al whisky y se dejaron encerrar en reservas. Pero grandes zonas de Europa no se romanizaron hasta bien entrada la Edad Media, incluyendo Asturias, Cantabria y Euskadi. Y su renacer medieval consistió en un pacto de alianza con la romanidad cristiana, más que un sometimiento a la prédica o a la evangelización. Fueron druidas y bardos los que aprendieron latín en Irlanda y se vistieron con ropas de monje, por así decirlo. Otro tanto se pudiera decir del reino asturiano cuando se propuso la alianza con la cruz, y por ende con los monjes, como superestructura necesaria, pero ya poco latina, frente a los árabes. Los celtas que, una vez olvidado el imperio (pero también lejos de sus enemigos, los bárbaros germánicos), renacieron en las islas británicas, en Bretaña, y en mucha de la Europa marginal, sólo eran bárbaros para César o para otros escritores clásicos, en el sentido politico-lógico de «alteridad». Su civilización fue nacida en plena prehistoria, más antigua que la fundación de Roma y que el surgimiento de las poleis griegas. Y en esas fases arcaicas (por ejemplo, año 1000 a d. N. E.), eran muy similares a los arcaicos griegos y romanos. Y les sobrevivieron sin decadencia -prácticamente- hasta el renacimiento. Uno se asombra de su religión, casi platónico-pitagórica. Sus conexiones íntimas con la espiritualidad hindú o mazdeista. A fin de cuentas el tronco indoeuropeo no sólo va a ser una cuestión lingüística, sino una «actitud» de existencias remota en el pleno sentido de la palabra. Su expansividad, al tropezar con el Mediterráneo, fue su máxima torsión. Griegos y romanos arcaicos sólo fueron clásicos un instante fugaz, cuando todavía no eran imperio, sino comunidades guerreras y sólidamente puras, íntegras. Cuando hubo imperio (Alejandro, César) ya hubo decadencia. Y entonces la comunidad se disgrega: la explotación de pueblos enteros, la generalización del esclavismo: son estos los indicios.
Pensemos cómo eran los romanos en provincias. Ciudadanos (terratenientes) que explotaban a lugareños (esclavos o no) y que vivían del campo. Ciudadano fuera de su ciudad. Un título, este de ciudadano. En la Edad Media, con la mediación de los conceptos de sangre y linaje, se dirá «noble», «hidalgo»… Hoy, el lumpen madrileño, valenciano, barcelonés o de cualquier ciudad grande, quiere ser más cosmopolita que nadie. Pero muchas familias «bien» de la ciudad de toda la vida, sean o no marquesitos, ya no tienen tierras, ni dinero. Tienen su título de honor, no obstante. Y se quejan éstos, los ciudadanos de sus propios «invasores». En Madrid uno puede ser ciudadano en menos de una generación, y tener a su servicio doméstico a mujeres ecuatorianas. Y el racismo se incuba en todo centralismo. Sucede que una capital centralista por necesidad como Madrid no es más que el ojo del huracán de la «barbarie» y el agro destartalado, carente de vida. Como antaño Roma (¡oh Imperio, oh Civilización!) en las provincias explotables agrícolamente no fue romanización, sino administración de barbarie.
El estado español hereda estructuras mediterráneas de dominación muy antiguas que se perpetuaron sin discontinuidad a lo largo de los siglos. Y este estado que hoy analizamos no existe sin su capital. Madrid no es Castilla. Madrid despobló Castilla. Antes de los Austrias, todas las ciudades castellanas eran un antídoto contra el feudalismo, eran Cortes y comunidades ellas mismas, autónomas. Pero hacía falta una sola ciudad y un solo estado. Castilla murió con Madrid, con las Comunidades, con los Reyes Católicos. ¿Qué quedó? Un triste agro, una siesta de pueblos. Las capitales de interior se hicieron pueblos ante el esplendor de la corte. También la periferia costera decayó en muchas partes, pero para este proceso de transmisión de decadencia, estaban lejos a fin de cuentas, con sus propias subsistencias, sin depender de nadie tras montañas inaccesibles o distancias fatigosas. Pero ¿y el castellano pobre? El que no huyó a la ciudad, ¿él fue el mismo ibero sometido de antaño?: ¿El mismo pobre?. Sumiso él con idéntica cara de hambre que en tiempos remotos, el que se queda para trabajar, la buena gente.
Aquí se propone también, de manera peculiar, una nueva especie de método fenomenológico en el análisis de la historia: ¿tenemos que ver el medievo, la modernidad, todo tiempo en definitiva, como sucesión continuada de un clasicismo grecorromano? Hay filósofos e historiadores que dan esto por supuesto, por la oscura causa derivada de un cierto sentimiento de dependencia: nuestra cultura escrita viene de ellos. Ellos nos dieron la filosofía y la ciencia histórica. Pero hay mucha diferencia entre pedir pan casero y comerse directamente el grano de trigo. Pensemos por un momento en los romanos como unos bárbaros entrando en territorios que, bajo otras categorías, ajenas a las de la romanidad, ya están civilizados. No pensemos en Séneca, o Cicerón, no en la arquitectura grandiosa y en el legado helénico… Sino en ejércitos feroces y explotadores ávidos de esclavos y de oro… Siempre hay un centro, una capital que envía a sus romanizadores, a sus evangelizadores. La buena gente se esconde tras la niebla de la historia, en la tierra profunda, en el substrato más virginal de la historia. ¿Relativismo? Un poco. Es un relativismo metodológico fabricado a posta para alcanzar una conciencia no tan comprometida con ciertos presupuestos demasiado inconscientes. Un poner entre paréntesis nuestra cultura mediterránea. Quizá estemos preparándonos ante una rebelión de la provincia frente al imperio