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«Atilio», la puta y los miserables

Fuentes: Rebelión

Un ex no tiene por qué ser necesariamente un miserable. En una ruptura de pareja suele suceder que el ex sea un amigo respetuoso o un ser deplorable que litiga por los niños, por la casa, por los libros. En una ruptura política suele suceder que el ex sea un desencantado que se va dejando […]

Un ex no tiene por qué ser necesariamente un miserable. En una ruptura de pareja suele suceder que el ex sea un amigo respetuoso o un ser deplorable que litiga por los niños, por la casa, por los libros. En una ruptura política suele suceder que el ex sea un desencantado que se va dejando hacer o un traidor que reniega de todo lo que hizo y litiga por la ideología, por las siglas, por la historia de la organización. Pero cuando ese ex político figura como «consultor internacional» o como «experto en resolución de conflictos» viviendo de las becas de una universidad elitista tipo Oxford y dando consejos a gobiernos tan democráticos como el de El Salvador, o el de México, o el de Colombia hay que pensar que ese ex es «un provocador, un agente infiltrado, un traidor»; en definitiva, un miserable. Y cuando ese ex aparece de la mano de probos prohombres demócratas como los que representan a la nunca bien ponderada oligarquía venezolana, o colombiana, o mexicana, o salvadoreña ya no cabe duda alguna. Ese ex es un perfecto miserable.

Un miserable en el sentido que dio Víctor Hugo a su novela «Los miserables», o sea, aquél que a los 20 años ha sido revolucionario pero que ahora, pasados los 40, es un conservador. Lo dice el personaje del que hablamos en su último artículo: «Durante la guerra no me preocupaba tanto morir en combate como envejecer de guerrillero. Viendo la juventud de mis compañeros y la mía propia en fotografías de los primeros años del conflicto salvadoreño, concluí que las insurgencias no eran una solución, sino el síntoma de un problema. Más que un proyecto político, fuimos una generación que se alzó ante la prepotencia del poder antes de cumplir 20 años, pero que al llegar a los 40 entendimos que habíamos transformado al país y firmamos la paz». Conmovedor.

Nuestro personaje está hablando de un país, El Salvador, y unos acuerdos de paz que sí, tuvieron logros importantes al tiempo que carencias muy notorias. Entre los primeros está el fin de la guerra civil, la reducción y depuración del Ejército, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y la Policía Nacional Civil (la de entonces, no la de ahora). Nuestro miserable dice que estos logros serían impensables sin la firma de la paz. Pero el problema es que no basta con un acuerdo de carácter político para lograr un ordenamiento social más incluyente y equitativo. Y eso es lo que no dice nuestro miserable puesto que aquí está una de las principales carencias de ese acuerdo por el que suspira cuando echa la vista atrás tras haber cumplido los 40 años: la reforma económica. Aunque, bien mirado, él dice ahora que nunca tuvo un proyecto político y que sólo fue un rebelde contra la prepotencia del poder. Ahora que forma parte de ese poder ya no es un rebelde, por eso es un conservador. De conservar lo que tiene, que no es poco. No todo el mundo vive en Oxford y la reforma económica pendiente en El Salvador le trae al fresco. Él ya tiene aire acondicionado en verano y calefacción en invierno.

Por lo tanto, en El Salvador existe hoy, lo mismo que entonces, cuando este miserable tenía 20 años, un modelo económico que, por la exclusión y la pobreza que genera, socava y debilita el avance de la democracia. Es decir, se ha consolidado un modelo económico que, lejos de ser coherente con los logros políticos de los Acuerdos de Paz, es una amenaza para los mismos. Este es el drama de El Salvador actual: se vive una paz violenta, no la violencia de la guerra, sino la de la pobreza, la exclusión y la marginación. Pero nuestro miserable, si la ve, no la sufre. Y menos en Oxford.

Por esta razón cuando este ex revolucionario y ahora converso conservador recibe el amparo, cobijo y sueldo de probos defensores de la libertad de expresión suya -que no nuestra- como «El País», «El Diario de las Américas», «La Prensa», «El Universal» «El Nacional», «El Tiempo» y otros dignos exponentes del periodismo global, independiente, equilibrado, no tendencioso y no manipulador que representa la Sociedad Interamericana de Prensa, Reporteros sin Fronteras y otros adalides del bien hacer periodístico y la práctica deontológica ya no cabe duda alguna. Es un miserable que ha sido bien acogido en el club de los miserables. En este caso, y al contrario de lo que hizo Roma con los asesinos del luchador antiimperialista Viriato, sí se paga a los traidores.

Porque nuestro personaje no sólo es un traidor a sus camaradas, vivos o muertos, sino que es un asesino. Y tiene nombre: Joaquín Villalobos, ex «comandante Atilio» del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de El Salvador. El ERP se preciaba de ser uno de los grupos político-militares más revolucionarios de El Salvador de la época guerrillera de los años 1970-1990. En esa época el éxito se atribuía no tanto al arrojo de los guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional -donde se encuadraba el ERP- y a las operaciones militares, sino al jefe, al gran estratega militar, al «comandante Atilio».

Villalobos es uno de los que con más virulencia fustigan a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Su calidad de ex guerrillero le concede tribunas y hasta crédito (político, del otro, el económico, ya tiene desde que dio el bandazo). Y, comparando al FMLN con las FARC, dice que ellos nunca realizaron secuestros. Pero veamos: las FARC realizaron secuestros, retenciones, de políticos que formaban parte del sistema al que combaten. Porque supongamos que nuestro hombre está hablando de los retenidos políticos y no de los prisioneros de guerra, o sea, que no considere a los policías y militares capturados en combate como «secuestrados». Como es sabido, las FARC plantean su canje por medio millar de sus camaradas presos. Algo similar a lo que hizo una de las organizaciones que formaban parte del FMLN, la Fuerza Armada de Liberación, el brazo armado del Partido Comunista de El Salvador.

Un comando de la FAL secuestró ni más ni menos que a una de las hijas del entonces presidente de El Salvador, Napoleón Duarte. La acción del secuestro de Inés Duarte se desarrolló limpiamente en la Universidad y duró un minuto y medio. Desde que se encontró en manos del comando hasta que fue llevada a un sitio seguro transcurrieron quince minutos más. En el año 2002 uno de los guerrilleros que participaron en esa acción me contaba, sentados en un restaurante de San Salvador, un chascarrillo ocurrido, según él, en la presidencia del gobierno: cuando un general le dio la noticia al presidente de que habían secuestrado a su hija, este respondió con una expresión coloquial -«¡La puta!»- a lo que el azorado general habría respondido «la puta no, presidente, la otra». Es una anécdota que puede no ser cierta, pero que está en boca de muchos de los participantes en ese secuestro y de componentes del FMLN en aquella época de guerra. Y en ella se hizo esta acción militar, como dicen quienes la perpetraron y fue en realidad: una acción militar.

El caso es que el secuestro permitió la liberación de presos políticos del FMLN, entre ellos la comandante Nidia Díaz, y lisiados de guerra. Eso fue un canje, diga Villalobos lo que quiera y oculte lo que quiera ocultar. Como también quiere ocultar el hecho de que nunca ha cumplido lo que dijo de forma pública tras la firma del Acuerdo de Paz: la devolución de los restos del poeta Roque Dalton, asesinado por él y otros miembros del ERP en 1975. Nunca lo hizo, tal y como reconocía con amargura el hijo del poeta, Jorge, en la revista salvadoreña Cultura el mes de octubre de 2005.

A Villalobos le viene como anillo al dedo una estrofa de la «La vida no vale nada», una conocida canción del cubano Pablo Milanés: «la vida no vale nada/ si ignoro que el asesino / cogió por otro camino / y prepara la celada». Villalobos oculta, y quienes le amparan y pagan, también, que ese pomposo título de «consultor internacional experto en resolución de conflictos» se debe a que presta sus servicios a gobiernos inmersos en graves crisis internas (Colombia, México, El Salvador), a nauseabundas oposiciones (Venezuela) y no es descartable que pronto aparezca en Bolivia. O que se le vea en EEUU aconsejando a Bush sobre la forma de combatir a la guerrilla iraquí o a la afgana -y que lo tome como consejo para su consultoría: en Afganistán ha crecido el cultivo de opio con el muy democrático gobierno de Karzai, tan democrático como el de Uribe, pero no será el gobierno el responsable, sino la insurgencia talibán y ya no estaremos ante una lucha contra la ocupación del país sino ante una narcoguerrilla, otra más, que amenaza la estabilidad de todo Asia y de todo el mundo al igual que, según Villalobos, hacen las FARC-. Así que, también a por ellos. Más tropas, más OTAN, más muertos porque siempre habrá un sector de la izquierda que considere que esta gente, talibanes o no pero siempre narcoguerrilla, se está enfrentando a los ocupantes de su país o a los perpetuadotes de un sistema económico que genera miseria e injusticia social y esa es una apreciación equivocada. Como lo es, para Villalobos, que las FARC tengan un proyecto político.

A fin de cuentas, Villalobos es como una puta que cuenta con bastantes proxenetas que la explotan y protegen, al mismo tiempo. Ni siquiera tiene el valor de comportarse como una puta que vende su cuerpo ella misma, decidiendo cuándo, dónde, con quién y cuántas veces. En eso, como en otras muchas cosas, tampoco es autogestionario. A buen seguro que he utilizado una palabra de cuando tenía 20 años, así que perdón, esa terminología ya no se estila, no es moderna.

Villalobos es un fracasado político que, como consecuencia de su fracaso, decidió venderse al mejor postor. Tras la firma del Acuerdo de Paz de 1992, el FMLN pasó a ser partido político y Villalobos formó parte de él hasta 1994, cuando perdió la batalla interna por convertir a la ex guerrilla salvadoreña en una organización socialdemócrata. Al igual que el EPL o el M19 de Colombia, que se prestaron a firmar acuerdos de paz casi a costa de cualquier cosa, se creyó esa teoría de Fukuyama del fin de la historia tras la desaparición de la URSS y pensó que sin referentes ideológicos la cosa no tenía futuro. Pero quien no tuvo futuro fue él. Junto a otros dirigentes del EPR, abandonó el FMLN para formar el Partido Demócrata, que buscó alianzas con la derecha y terminó desapareciendo como partido al no conseguir el 3% de los votos en las elecciones de 1999. Es entonces cuando aparece como «consultor». Y desde entonces, es uno de los protegidos más rentables del club de los miserables, como en su momento lo fue Vargas Llosa. Sólo que sin su talento literario.

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