No podía ser de otro modo. La visita del presidente Obama fue un inútil y lamentable espectáculo. Repetición de generalidades archiconocidas, reiteración de la voluntad imperialista, cobarde evasión de responsabilidades por el criminal golpe militar del 73. Si Piñera, o el embajador yanqui en Santiago, o Insulza o José Miguel Vivanco u otros similares han […]
No podía ser de otro modo. La visita del presidente Obama fue un inútil y lamentable espectáculo. Repetición de generalidades archiconocidas, reiteración de la voluntad imperialista, cobarde evasión de responsabilidades por el criminal golpe militar del 73. Si Piñera, o el embajador yanqui en Santiago, o Insulza o José Miguel Vivanco u otros similares han calificado esta visita de «excelente» es sólo porque cumplen el papel que se les ha asignado en el libreto, pero nadie en su sano juicio podría sostener que el paso del mandatario haya tenido una significación realmente importante para nuestro país o para los pueblos del continente. Su discurso «para las Américas» fue un fiasco.
Obama, ex abogado de empresas como Bussines International Corporation, o New York Public Interest Research, o miembro de estudios legales como Sidley Austin en 1989 o el de Hopkins & Sutter en 1990, no se salió del texto encomendado por el complejo político militar y económico que tiene el poder real del imperio. Habló de libertades, democracia, independencia, mientras sus aviones y submarinos nucleares bombardeaban Libia en un desesperado intento de hacerse del petróleo de esa nación. Agreguemos que el imperio adorna su nuevo crimen con un inédito y falso interés por el pueblo libio. Su objetivo real no es la defensa de civiles sino derrocar a Muammar Kadafi e instalar allí a quienes pueda manejar a su antojo. Hasta el minuto en que escribo China y Brasil han exigido alto al fuego imperial y con otros gobiernos, el de Alemania entre ellos, no comparten los ataques contra Libia. Piñera y la derecha chilena en cambio apoyan entusiastas este nuevo crimen.
Obama alabó a Chile porque «le llena de orgullo su patrimonio indígena», a la misma hora en que dirigentes mapuches eran injustamente condenados a penas infames. Saludó el ofrecimiento de La Moneda de dar cursos para combatir la corrupción, olvidando el proceso por fraude al fisco y estafa al Banco de Talca que en su momento involucró al ocupante del palacio presidencial. No habló de la injerencia yanqui en el golpe en Honduras ni de Irak ni Afganistán ni Guantánamo.
Tampoco aludió al clamor mundial que exige la libertad de los cinco patriotas cubanos prisioneros en Estados Unidos desde 1998, pero en cambio atacó sibilinamente a la revolución cubana y a los gobiernos realmente democráticos del continente, alabando incluso a las llamadas «damas de blanco» que hacen coro a las políticas de Washington. Y, como era previsible, ni una palabra sobre el bloqueo económico de más de medio siglo que daña gravemente la economía cubana, frena su desarrollo y ocasiona privaciones a su pueblo que, a pesar del bloqueo, ha sabido defender su independencia, soberanía y autodeterminación.
En suma, una visita sin pena ni gloria. Más bien un espectáculo circense, cenas fastuosas, y mucho mal gusto. Un show que incluyó el penoso canto de la primera dama criolla, las ya clásicas piñericosas y el regalo alcaldicio de última hora de una botellita de pisco al visitante. Todo mientras en las calles los efectivos policiales reprimieron con su acostumbrada brutalidad a los manifestantes antimperialistas. Digamos finalmente que para ocultar la responsabilidad del imperio en los crímenes de la dictadura en nuestro país y evadir la petición de perdón por el terrorismo y el genocidio, Obama llamó a «no quedar atrapados por el pasado». En verdad lo que fluye de su discurso y de su política concreta, es que, al contrario, es precisamente él quien está atrapado por su historia, que es la larga y fatídica historia de crímenes, invasiones, saqueos y explotación de otros pueblos que signa y caracteriza al imperialismo.