Sábado 27 de junio. Ocaña. Provincia de Toledo. Sala de inscripción de visitas y entrega de paquetes en la cárcel provincial. Junto a los avisos y notas oficiales, un llamativo cartel afirma: «Zona libre de pena de muerte», «Derecho a vivir». En él se muestra el vientre desnudo de una mujer embarazada. En la ventanilla […]
Sábado 27 de junio. Ocaña. Provincia de Toledo. Sala de inscripción de visitas y entrega de paquetes en la cárcel provincial. Junto a los avisos y notas oficiales, un llamativo cartel afirma: «Zona libre de pena de muerte», «Derecho a vivir». En él se muestra el vientre desnudo de una mujer embarazada. En la ventanilla de los paquetes hay pegada una pegatina con idéntico texto. Uno lamenta no portar cartel alguno que disienta de lo anterior a fin de colocarlo junto al otro en ese indudable espacio de libertad de expresión, pero mucho me temo que, de haberlo intentado, quizás me lo hubiera tenido que comer con cello y todo.
Patxi, el visitado, me dice que hace tan solo unos días un preso había fallecido de infarto. Algunos internos han afirmado que si la atención médica hubiera sido más rápida quizás se hubiera salvado. De todos modos, no hay que hacer mayor caso de estas habladurías, porque, si no, ¿de qué iban a permitir poner allí, en la cárcel, ese cartel en defensa de la vida?
La cosa ésta del aborto criminal tiene su principal fuente de inspiración en el Vaticano. Ya se sabe, para la Iglesia el cuerpo de la mujer es un mero receptáculo sobre el que ésta carece de derecho sexual alguno y su destino es recoger la «semillita» de papá en aras a la procreación. Por ello, atentar en cualquier grado contra esta sagrada vocación por medio de preservativos, píldoras y contracepciones contra natura, es un horrendo pecado que, en éste su último grado -el aborto- no puede sino ser equiparado al crimen.
En Irlanda, tras una larga investigación, se ha descubierto que entre los años 50 y 80 del s. XX, unos 25.000 niños desfavorecidos habían sido objeto de abusos físicos y sexuales por parte de más de 400 religiosos y otro centenar largo de seglares a los que se había confiado su custodia y educación. A no ser que en ello haya tenido alguna influencia perversa la adicción irlandesa a la Guinness, nada impide pensar que algo parecido haya ocurrido también en el Estado español, donde la Iglesia monopolizó durante esa misma época la educación y atenciones piadosas dadas a millones de niños y niñas.
El cardenal Cañizares, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y el presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza, ha afirmado que «no es comparable» el caso irlandés con el aborto, porque el primero afectaba tan solo «a unos cuantos colegios» y el segundo supone un crimen que afecta «a más de 40 millones de seres humanos» que se han destruido legalmente. Eso sí, él piensa que por lo primero «hay que pedir perdón». Faltaría más.
Cañizares y su Iglesia, desde tiempos inmemoriales, han sido sabedores de todas estas prácticas ligadas a sus conventos, sacristías, escuelas y demás centros religiosos. El celibato impuesto a su clero ha sido la razón principal de lo anterior. Pero la Iglesia, a pesar de conocerlo en detalle, siempre ha tratado de ocultar estos hechos. Y es que, para ella, todos estos abusos, más que delitos son pecados, y los pecados, ya se sabe, se confiesan, pero no se denuncian. Basta, por tanto, con que el religioso culpable se arrepienta para dar por zanjado el asunto y… hasta la próxima caída en la tentación y nuevo arrepentimiento. Es decir, de oca a oca y tiro porque me toca.
Patxi, el amigo a quien visité, se encuentra allí acusado de colaboración con banda armada. Era miembro de la Mesa Nacional de Batasuna y su procesamiento responde a la realización de actividades políticas relacionadas con lo anterior: reunirse, realizar ruedas de prensa, etcétara. Varios cientos de personas han sido detenidas, procesadas y, bastantes de ellas, condenadas por la realización de actividades similares. Cometieron en su día el delito de formar parte de «Egin», «Egunkaria», Udalbiltza, Askatasuna, Segi, la Fundación Zumalabe o, sin más, de una herriko taberna. El telescopio de la Audiencia Nacional afina cada vez más y no hay año en que no descubra algún nuevo planeta, bien sea electoral, político o social, girando alrededor del astro sol ETA.
La Audiencia Nacional, atiborrada hasta el empacho por todo tipo de leyes de excepción, razona como los sofistas griegos: «El pez nada; el hombre nada; luego: el hombre es un pez». La coincidencia estratégica en los objetivos, el parentesco en la táctica e incluso la mera vecindad electoral es hoy causa suficiente para ser considerado colaborador de banda terrorista. Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad de los Pueblos ha sido la última estrella descubierta dentro de ésta cada vez más extensa constelación criminal. Al contrario que la Iglesia católica, que convierte el delito en pecado, la Audiencia Nacional opta por lo contrario: convertir el pecado -la disidencia política y social- en delito.
La doble moral y vara de medir es el nexo en común de estas dos instituciones. En el fondo, togas y sotanas, Iglesia y Estado, hacen algo parecido: juegan con la moral y el código penal según sus intereses. Ya lo dijo Martín Villa con motivo de los sucesos de Sanfermines-78: «Lo nuestro son errores; lo de ellos son crímenes». Han pasado 31 años de aquellos hechos y los responsables políticos y materiales de aquella barbarie siguen sueltos y, con mucha seguridad, ascendidos a más altas misiones.
Algo parecido puede afirmarse respecto de la Iglesia católica. Han pasado también varias décadas de los abusos sexuales irlandeses y la jerarquía irlandesa ha conseguido negociar que no aparezcan publicados los nombres de esos cientos de religiosos y seglares que violentaron a todos esos miles de niños. El Cañizares irlandés de turno podía también haber afirmado: «Lo nuestro son pecados; lo de ellos -los abortistas en este caso- son crímenes».
En resumen, al final siempre pagamos el pato los mismos. Nuestras ideas, convicciones y prácticas son delito para la Iglesia y el Estado. Por el contrario, sus flagrantes delitos son tan solo meros errores y pecados. La cruz y la espada siguen teniendo mucho en común, como en la cárcel de Ocaña.