«También creemos que la iniciativa gubernamental adolece de profundas fallas. De que no se puede ser consecuente con la paz y reclamarla, mientras se mantienen los operativos militares a lo largo y ancho de la patria. De que no se puede ser consecuente con la paz y hablar de paz, mientras no se combata efectivamente […]
(Bernado Jaramillo, candidato por la UP asesinado, en discurso de 1989)
Desde la llegada del individuo que fuera Ministro de Defensa de Uribe, responsable directo del horror de los «falsos positivos», Juan Manuel Santos, a la presidencia de Colombia, todo el aparato mediático comenzó a proclamar la diferencia entre éste y el ex presidente Álvaro Uribe. De pronto, Santos parecía un enviado desde la luna, que no tuvo nada que ver con los crímenes y la corrupción del su predecesor, pese a que el fue «personaje estrella» de ese gobierno. En la actualidad pareciera que fue otro hombre el que dijo que estaba orgulloso de haber convertido a Colombia en el Israel de Latinoamérica. Para completar, los medios, de la mano con los sectores más burocratizados y sobornables del movimiento indígena, se encargaron de organizarle una ceremonia de posesión presidencial en la Sierra Nevada de Santa Marta, la cual fue un abrebocas de lo que vendría después: los intentos sistemáticos, algunos exitosos, de cooptar por parte del proyecto de Estado Paramilitar y contrainsurgente a aquellos sectores populares (indígena y sindical, sobre todo) que más han soportado la violación permanente de los derechos humanos en Colombia.
Esta cooptación tiene un elemento de continuidad con la política previa de Álvaro Uribe y de quienes vinieron antes de él y que utiliza como un elemento central por el Estado a «arrepentidos» y «tránsfugas», ex izquierdistas que han prestado invaluables servicios políticos y de inteligencia al Estado paramilitar. Entre ellos se encuentran personajes tan siniestros como José Obdulio Gaviria, Alfredo Rangel, Carlos Franco, Angelino Garzón, Eduardo Pizarro, por nombrar solamente a algunos. También se ha utilizado a desmovilizados para criminalizar a la oposición y para reforzar en el terreno ideológico esta campaña cívico-militar y contrainsurgente. Sin embargo, ahora emerge un nuevo componente, como es el acercamiento de la socialdemocracia como bloque político y su utilización para reforzar este proyecto contrainsurgente de Estado. Uno podría decir que desde la desmovilización de 1990 varios movimientos que otrora fueron parte de la insurgencia se convirtieron en funcionales a la política del Estado. Pero ahora no estamos hablando solamente de funcionalidad, o de convergencia de intereses, sino de que ellos, mediante el discurso de la «unidad nacional» suman abiertamente sus esfuerzos, intereses y proyectos políticos a los del Estado paramilitar y la oligarquía, como lo demuestra el desteñido «Partido Verde».
Desde el comienzo de su gobierno, tuvimos a «intelectuales orgánicos» de la socialdemocracia, tales como Boaventura de Soussa Santos o León Valencia, sumándose a esta campaña mediática, alabando los tintes supuestamente «progresistas» de la administración de Santos, mientras la realidad en el terreno empeoraba, con un recrudecimiento de las acciones de guerra y las violaciones contra la población civil. Un rol nada despreciable es el que en este escenario han jugado los gobiernos de Venezuela y del Ecuador, que de facto han desempeñado un papel activo en el conflicto social y armado colombiano, con sus constantes llamados a la desmovilización, hostigando a las fuerzas insurgentes en la frontera y aplicando una política de entregas que han violado los procedimientos regulares exigidos en cumplimiento al derecho internacional humanitario, tal como ocurrió con la entrega ilegal de Joaquín Pérrez Becerra. Esas prácticas detestables, además reviven el siniestro Plan Cóndor de los años 70. En el mismo sentido, todas las cifras de desplazamiento, asesinato de opositores, líderes sociales y defensores de derechos humanos se mantienen o aún empeoran, y sin embargo, se nos machaca la cantinela que el gobierno de Santos es un régimen comprometido con la paz, la democracia y el diálogo.
¿Quién envía al cartero?
Ahora, en un par de semanas, y de cara al encuentro por la paz de Barrancabermeja, se han dado a conocer las intervenciones, casi coordinadas, de dos personajes que hacen parte de este universo. Por un lado, la carta enviada por el profesor Medófilo Medina al comandante máximo de las FARC-EP, Alfonso Cano. Por el otro, la misiva del ex guerrillero arrepentido, Gerardo Bermúdez, quien alguna vez fuera conocido con el alias de Francisco Galán, enviada a sus ex camaradas de armas en el ELN. Ambas cartas buscan convocar a la opinión pública y a las expresiones organizadas del pueblo a presionar a la insurgencia, más no al Estado. Ambas son escritas en medio de una creciente presión política del régimen en busca de la rendición de la insurgencia en momentos en que está claro que la presión militar, judicial, internacional y paramilitar no basta.
En su momento, dimos a conocer nuestras opiniones críticas respecto a la carta del profesor Medina. Esta carta, pese a nuestras diferencias con su forma y contenido, así como nuestras sospechas respecto a sus verdaderas motivaciones, permitió comenzar un debate político del cual hemos sido parte [1] . La carta de Bermúdez (nos abstenemos de llamarle Galán, aunque éste sea su nombre legal ahora, porque su actual rol es la negación de todo cuanto alguna vez abrazó con ese alias), tiene un cariz completamente distinto. No hay en ella un intento de aproximarse al problema del conflicto social y armado colombiano, que involucre elementos históricos, políticos o sociológicos que permitirían estimular un debate más amplio con el conjunto de la sociedad. No. Su carta es sencillamente propaganda al servicio del régimen oligárquico-paramilitar, que repite los lugares comunes de las clases dominantes, aún cuando intente disfrazar el verdadero carácter de la misiva con evocaciones emocionales sin mayor valor -como su despedida con «afecto», que es tan sincera como lo fue el beso de Judas.
El carácter amarillista de esa carta se percibe desde el comienzo, cuando Bermúdez dice haberse motivado a escribirla, en parte, por una foto recientemente publicada por Semana, en la que se aprecia al Coce del ELN, supuestamente en 2006. Al referirse a ella, plantea, dirigiéndose al estado mayor de los elenos, que «me conmovieron, los vi viejos, llenos de musgo, ausentes y muy distantes de esta patria.» Digamos, primero que nada, que el paso del tiempo es inexorable con todos los seres vivientes, sean insurgentes o no. El mismo Bermúdez no parece un quinceañero para ser francos, y nos parece más musgoso, rechoncho y maltrecho que sus ex camaradas en la selva, quienes al menos todavía se mantienen físicamente activos. Pero lo que sorprende y lo que es realmente revelador, son las conclusiones que extrae de la mera observación de una fotografía bastante trivial y que no tiene nada del otro mundo: «no es posible continuar esta larga lucha sin posibilidad de victoria hasta la tumba [ed. Este es el mismo hombre que alguna vez juró vencer o morir] (…) la Paz sólo les exige tomar una decisión colectiva: abandonar la guerra y ésta ha de ser una decisión unilateral«. Es decir, que una simple fotografía se convierte, no sabemos a raíz de qué, en la excusa para plantear lo que viene diciendo desde hace ya algunos años, que fue lo que en última instancia determinó su alejamiento del ELN. Es un llamado inequívoco a la rendición.
Solución política o rendición
Ahí llegamos al meollo de la discusión sobre la guerra y la paz según lo entienden los socialdemócratas al servicio del bloque en el poder. Según Bermúdez: «no creo que sea posible un proceso de paz, si no se toma primero la decisión interna por parte de la guerrilla de abandonar la guerra y buscar las formas de terminar bien el conflicto«. Y sin embargo, en todo proceso de paz relativamente exitoso, la desmovilización y el decomiso de armas ocurre a medida que el proceso avanza, y cuando la insurgencia tiene claridad respecto a sus garantías y al compromiso del Estado para implementar los acuerdos concertados. El ejemplo prototípico es el irlandés: los contactos entre las partes comienzan a fines de la década de 1980, el proceso de paz comienza oficialmente en 1994, se presentan algunos traspiés y se reinicia la confrontación, hasta que en 1998 se firma el Acuerdo de Viernes Santo. De ahí el proceso de desmovilización es paulatino y el decomiso de armas ocurre solamente en 2005. Los procesos de paz, cuando se trata de conflictos tan complejos como el colombiano, son largos y no puede darse de antemano la confianza entre las partes. Sobretodo cuando conocemos la historia de asesinato de negociadores, desmovilizados y de miembros de las bases de apoyo civil de la política de los insurgentes, como la que ha existido en Colombia desde la década de 1950. Absolutamente todas las guerrillas desmovilizadas desde 1953 hasta la fecha han encontrado por destino el genocidio. Si en un momento determinado el Estado no ha tocado a un determinado sector desmovilizado es solamente por los buenos oficios que a su favor hace. Cuando ya no les rinda servicios, no quepa ninguna duda que la historia será otra.
Pero Bermúdez dice, para justificar su posición en el sentido que no habría más salida para el movimiento insurgente que la rendición incondicional, que «ha variado la correlación de fuerzas a favor del estado, la guerrilla ha perdido legitimidad ante el pueblo colombiano, la gente está hastiada de la guerra y pide a gritos que cese el fuego y se abran las puertas a la democracia real, las armas son un estorbo para la democracia y el continente suramericano camina a la unidad de naciones y la paz«.
Este es el único párrafo de la carta en el cual vale la pena detenerse. Sabemos que muchos de los argumentos acá planteados ya los hemos hecho en las mencionadas reflexiones sobre la carta de Medófilo Medina, pero así como el sistema no tiene reparos en machacar hasta la saciedad sus puntos de vista, hemos considerado necesario repetir algunos de los nuestros con el fin de aportar otra visión sobre la cuestión. Vamos por partes, pues creemos que los argumentos esgrimidos por Bermúdez son parciales, equívocos, falaces o los extrapola para justificar una posición que no se desprende necesariamente de ellos.
1. La correlación de fuerzas a favor del Estado: Lo primero que resta validez a este argumento es que no tiene un fundamento ético o político, sino que es puramente coyuntural y oportunista. Desde luego no es recomendable hacer un juicio en base a un elemento que en la larga historia del conflicto colombiano ha demostrado ser tan voluble, como lo es la correlación de fuerzas. Supone Bermúdez, entonces, que la fuerza es la determinante última del conflicto y nosotros desconfiamos de este juicio. Esto sería un argumento cierto si se estuviera ante un conflicto puramente armado, entre dos fuerzas beligerantes. Pero en realidad estamos ante un conflicto, sobre todo social, aunque también armado, en el cual no se enfrentan dos bandos en un campo de batalla baldío, sino que el combate se da en el corazón de los sectores más marginados de la población, sobretodo rural pero también urbana. Estos sectores sociales que alimentan el conflicto y que lo han afrontado por más de seis décadas deben tener una participación decidida en la elaboración de un espacio político para su resolución, a riesgo que su marginación resulte generando nuevos ciclos de violencia, como ya ha ocurrido en procesos previos de paz mediante la rendición (1953,1990, 1994, 1996).
Y aún este juicio respecto a un cambio en la correlación de fuerzas favorable al Estado, es discutible pues, como demuestran los diferentes análisis del conflicto, entre ellos los de la Corporación Nuevo Arco Iris, con lo cuales él se encuentra perfectamente familiarizado, la insurgencia ha logrado readecuar su táctica a las nuevas condiciones del conflicto, proceso que comenzó en 2009. En particular el ELN ha logrado consolidar su influencia en tres áreas del país, recuperando, al igual que las FARC-EP mucho del territorio perdido en las primeras fases del Plan Colombia. Como el conflicto no es una cuestión matemática sino que está cruzado por una serie de variables sociales, el panorama resulta mucho más complejo del que se deriva de un balance puramente coyuntural con respecto a las condiciones del enfrentamiento militar.
2. La guerrilla ha perdido legitimidad ante el pueblo colombiano: esa es otra afirmación parcial, pues ¿qué entiende el autor al afirmar esto? ¿Qué ya no existe un sector de la izquierda llamada «democrática» que se identifica con los postulados políticos de la insurgencia? Esto último no es sorprendente, si consideramos el genocidio de los proyectos democráticos de izquierda del pasado como los de la UP, A Luchar y del Frente Popular. ¿O quiere decir que el «pueblo colombiano» no cree que la rebelión de los insurgentes sea legítima? Eso ya es más discutible, porque desconocemos los parámetros que tiene Bermúdez para emitir este juicio. Que esa sea una opinión mayoritaria entre las clases medias y aún entre ciertos sectores populares de los principales centros urbanos no es algo que sorprenda, pues ese nunca ha sido el terreno en el cual se ha peleado la guerra. Pero si uno se basa en la capacidad que mantiene la insurgencia para recibir nuevos integrantes a sus filas y sostener una guerra extraordinariamente asimétrica contra el mayor ejército de América Latina, el cual cuenta con asesoría técnico-militar de Europa, EEUU e Israel, y que es el tercer recipiente de ayuda militar norteamericana en todo el mundo, entonces este juicio se vuelve relativo.
Incluso Medina, en su carta a Alfonso Cano, reconoce que « en regiones enteras han sido el único Estado para la población excluida del acceso a bienes y servicios » y existe abundante evidencia de las dificultades que tiene el Ejército en sus planes de consolidación en zonas del Meta, Putumayo, Tolima, Sumapaz y Arauca, entre muchas otras, lo cual contradice o relativiza esta afirmación de Bermúdez . Pero entonces volvemos al punto de partida. El conflicto social y armado de Colombia es expresión de los sectores más marginados del campo y la ciudad, y mientras a esos sectores no se les dé un espacio político, la insurgencia seguirá siendo considerada por muchos de ellos una respuesta legítima contra la exclusión y la violencia institucionalizada. En ese sentido, la resistencia no es un «disfraz de la derrota«, como afirma frívolamente Bermúdez, sino que se constituye en una forma de afirmación vital de los oprimidos y excluidos.
De la misma manera, uno también debería cuestionar la legitimidad de un Estado que presenta los niveles de participación electoral más bajos del continente y en el cual se han enquistado en el poder, a sangre y fuego, determinados grupos, gracias a la «generosidad» de determinadas potencias extranjeras. Pero no esperemos que Bermúdez se haga este cuestionamiento, porque está claro cuál es el bando que ha abrazado de manera entusiasta en esta conflagración.
Una afirmación tan superficial como la que hace Bermúdez lleva, por lo demás, a desconocer que los miles de colombianos que forman parte de las filas insurgentes, así como otros miles que los apoyan activa o pasivamente, y sin cuyo respaldo la insurgencia sería inviable, serían parte del pueblo colombiano. Tal afirmación no es sino una variante del prepotente discurso de la clase dominante según la cual «Colombia soy yo», no los otros ni los que piensan diferente, ni los que por cuestiones de la vida han debido tomar opciones durísimas, tal vez incomprensibles para quien vive rodeado de toda clase de lujos en el norte de Bogotá o en Medellín. Esto equivale a deslegitimar las visiones de los subalternos, que son fundamentales a la hora de buscar caminos hacia la paz orgánica y duradera. Esta afirmación en nada inocente hace que, en nuestra humilde opinión, Bermúdez no tenga un papel positivo que jugar, al menos como interlocutor, en futuros escenarios de negociación política, que tenemos plena certeza que vendrán más pronto de lo que la propaganda guerrerista nos quiere hacer creer.
3. La gente está hastiada de la guerra y pide a gritos que cese el fuego y se abran las puertas a la democracia real: Desde luego que la gente está hastiada de la guerra. Bermúdez bien sabe que los comandantes insurgentes mismos también lo están. Dudamos, empero, que ese sentimiento sea compartido por los mandos del Ejército que han convertido a la guerra en un lucrativo negocio en el cual la sangre la ponen otros, los de abajo, mientras ellos discuten de estrategia y se echan al bolsillo los dólares. Pero aún considerando que la enorme mayoría del país desea la paz, el asunto no es si se quiere o no la paz. El asunto real es qué clase de paz y cómo terminar el conflicto. Hemos expresado ya, que la rendición no solamente es un escenario remoto e improbable sino que además indeseable. No nos cabe ninguna duda que la rendición abrirá las puertas, no a la democracia real (la que Bermúdez concede que NO existe en Colombia), sino a la imposición de un proyecto de clase y social de la oligarquía sin ningún contrapeso, tal cual ocurrió en El Salvador o Guatemala. Triste destino esperaría al pueblo colombiano, pues en ambos casos no solamente la paz no se logró sino que la descomposición social es total y la violencia ha recrudecido aún más que en épocas de guerra civil. Muy bien ha de saber Bermúdez que la gente que más ha sufrido con el conflicto, los que han pagado el costo social más alto de la guerra sucia, no estarán dispuestos a dar vuelta la página sin justicia, no solamente en términos jurídicos, sino en la dimensión social del término, y más aún, sin transformaciones sociales profundas, que en última instancia es lo que ha sostenido las banderas del conflicto por tanto tiempo en alto. Bien sabe él que el conflicto no empezó por un mero capricho de unas cuantas personas, sino por razones sociológicas bastante profundas, que esperan una resolución igualmente profunda en su alcance.
4. Las armas son un estorbo para la democracia: Estamos de acuerdo con Bermúdez, pero una vez más su carácter parcial se evidencia en esta afirmación. Porque para él, el estorbo son las armas de la insurgencia, no las armas de ese Ejército hipertrofiado de medio millón de hombres, ni tampoco las armas que tienen miles de paramilitares que realizan por encargo las labores sucias que el Estado no siempre está dispuesto a realizar de manera directa. Dice, por ejemplo, en otro punto de la carta que «todas las organizaciones violentas en el país están buscando como finalizar el conflicto» -nos preguntamos desde cuando las llamadas Bacrim, el nuevo nombre de los viejos paramilitares, han estado buscando el fin del conflicto, lo cual solamente demuestra su parcialidad. Es un tema mucho más urgente para la sociedad discutir la creciente militarización de la sociedad y de la política colombiana por vía de la acción del Estado, por ejemplo, pues ¿qué clase de democracia puede construirse cuando el Ejército se ha convertido en un actor tan poderoso y determinante de la política colombiana? Sabemos de la dificultad del equilibrio de poder en otros países latinoamericanos entre el Estado y el Ejército, y ese equilibrio es aún más precario y difícil en el contexto colombiano, como se apreció en las diferencias que, desde un primer momento, manifestó la institución castrense durante el proceso de paz de San Vicente del Caguán.
5. El continente americano camina hacia la unidad de las naciones y la paz: como hemos discutido en las reflexiones sobre la epístola de Medófilo Medina, no creemos que este argumento sea pertinente para el conflicto social y armado, el cual tiene raíces endógenas muy particulares. Podrá ser discutible si en otros rincones del continente existen condiciones para la propuesta de cambio social a través de las vías electoreras. Pero hemos insistido que Colombia no es, ni será jamás, Portoalegre. Si esas son las condiciones de otros países, no se desprende mecánicamente que así lo sean también en Colombia. Y de ello da cuenta el medio centenar de activistas del Polo Democrático Alternativo que han sido asesinados en lo que va del gobierno de Santos, las decenas de líderes de reclamantes de tierra asesinados en ese mismo período, así como la veintena de sindicalistas asesinados en lo que va de 2011. Eso, sin entrar a la discusión del contenido político de esta «unidad» continental, donde vemos situaciones tan absurdas y surrealistas como a Rafael Correa invitando a Santos a unirse al ALBA, ni mucho menos del contenido de la palabra «paz», cuando Ecuador y Venezuela violan la neutralidad y los compromisos con el derecho internacional para colaborar con la política contrainsurgente colombiana.
La voluntad de paz del gobierno
Cuando Bermúdez insiste en la voluntad del actual gobierno para la paz, nosotros nos preguntamos más bien ¿qué clase de paz? Pues paz también hay en los cementerios y en los campos de concentración. Uno podría decir que hasta Adolfo Hitler y su aprendiz contemporáneo George W. Bush, querían la paz, a su manera, claro está. En una excelente respuesta de Carlos Alberto Ruiz a la carta de Bermúdez, respecto a la supuesta buena voluntad del gobierno, cita al senador Roy Barreras, a quien Bermúdez menciona como uno de esos personajes claves para la paz del gobierno: «creo que la decisión del Gobierno es: todo el plomo que sea necesario hasta que se sometan a la justicia«. [2] Esta posición es perfectamente concordante con todo lo que hasta la fecha ha expresado tanto Santos como el Estado Mayor del Ejército. Si esta es la voluntad de paz, entonces ¿por qué disfrazarla como negociación política y no hablar abiertamente de rendición e imposición unilateral de términos?
La epístola de Bermúdez debe ser entendida en el marco de la estrategia contrainsurgente del Estado colombiano. Al igual que la carta de Medina (la cual indudablemente tiene más méritos, porque al menos permite un debate con mayor altura) adolece de un problema crucial: la presión de la paz se carga solamente sobre los hombros de la insurgencia. Así como Bermúdez pide generosidad y audacia a la insurgencia, ¿por qué no es capaz de pedir esa misma generosidad y audacia al Estado? Así como exige al ELN no hablar de paz si no están preparados para abandonar la guerra, ¿Por qué no plantear lo mismo al Estado? ¿Por qué no se exige al Estado colombiano el fin del desplazamiento masivo de campesinos para fines agroindustriales, mafiosos o minero-extractivos? ¿Por qué no se le exige al Estado que desmonte el aparato paramilitar? ¿Por qué no se exige al Estado que termine con los falsos positivos? ¿Por qué no se exige al Estado que detenga la cooperación contrainsurgente con EEUU, la oprobiosa presencia de bases militares norteamericanas? ¿Por qué no se exige al Estado frenar los bombardeos y las recompensas sobre las cabezas de los líderes de la insurgencia? ¿O acaso estos «detalles» no son importantes para buscar una solución política al conflicto colombiano? ¿Acaso estas demandas no hacen parte de la «paz» que se busca para este país?
El verdadero dilema de Colombia no es presionar a la insurgencia para alcanzar la solución política del conflicto, sino presionar a una oligarquía necia y mezquina, que no accederá a negociar por las buenas, sino mediante la presión y movilización de masas. Esto significa que el punto clave para romper el nudo gordiano se encuentra en las luchas y resistencias del conjunto del pueblo colombiano, no en una solución militar: y Bermúdez, aún cuando reconoce que no existe solución militar, pareciera ignorar que la rendición no es otra cosa que una variable de la solución militar.
Con una estatura moral y política infinitas veces más elevada que la de Bermúdez, decía Bernardo Jaramillo en su famoso discurso de la candidatura de 1989 en Ibagué que «creemos que la iniciativa gubernamental adolece de profundas fallas. De que no se puede ser consecuente con la paz y reclamarla, mientras se mantienen los operativos militares a lo largo y ancho de la patria. De que no se puede ser consecuente con la paz y hablar de paz, mientras no se combata efectivamente a los grupos paramilitares. De que no se puede hablar de paz ni ser consecuente con la paz cuando no se castiga ejemplarmente a los miembros del Estado comprometidos en la violencia contra la población civil«. La actualidad de estas palabras es sorprendente, y creemos que en ellas reposa el verdadero sentido de la resolución del conflicto social y armado de Colombia.
Digámoslo claramente, la insurgencia se ha pronunciado mucho más claramente respecto al tema de la paz que el Estado, como lo demuestra el fragmento que Bermúdez cita de la respuesta de «Gabino» a Piedad Córdoba, en la cual no se plantea ni siquiera «esperar un mejor gobierno«. La insurgencia, además, ha hecho muchos más gestos de buena voluntad que el Estado en relación al tema de la paz; las liberaciones unilaterales de rehenes, los continuos llamados al diálogo siempre y cuando se pongan en el centro los temas políticos del máximo interés nacional son prueba de ello.
Buscando una ruta alternativa junto al bloque popular
Nosotros, por el contrario de Bermúdez, creemos que si se quiere ser consecuente en la solución política debe rechazarse de lleno cualquier llamado a la rendición. No es de rodillas ante la oligarquía más abyecta y violenta del hemisferio cómo se logrará una Colombia en la cual se solucionen los problemas que están en la raíz del conflicto.
La llave para solucionar el conflicto social y armado pasa por la capacidad que tenga el propio pueblo colombiano de construir un espacio de convergencia amplio y participativo, teniendo por punto de partida su propia tradición e historia de luchas. Este espacio es el que debe articular la solución política al conflicto, como expresión amplia, nacional, del movimiento popular (no de ese sofisma llamado «sociedad civil»), mediante la construcción de un proyecto para la superación del conflicto que sea alternativo, colectivo, y a la luz de los enormes desafíos y obstáculos que enfrentará por parte de la oligarquía criolla así como de sus patrones en el norte, revolucionario. Esto supone plantear de manera decidida la lucha en pos de transformaciones sociales bastante profundas, que quiebren el espinazo a la dominación del capitalismo mafioso que ha ahogado al país en su propia sangre. La justa demanda por la paz no puede ser antepuesta como un velo que impida el debate real, de fondo, sobre qué tipo de Colombia queremos construir.
Colombia es un país rico en experiencias de luchas y por ello es necesario rescatar los horizontes emancipatorios
No ignoramos que la ruta es difícil. La paz orgánica, real, duradera, solamente será fruto de la resistencia popular y de la articulación de las resistencias contra un modelo social fundamentalmente violento y mafioso impuesto por esa oligarquía ante la cual Bermúdez llama a postrarse. Esa resistencia popular será la que forzará un escenario de negociación en que el bloque en el poder deba enfrentar políticamente los proyectos alternativos del bloque popular, con su multiplicidad de actores, no solamente con la insurgencia. Recuperar, por tanto, el carácter social del actual conflicto, «desmilitarizarlo» en el imaginario popular, es una tarea crucial para ir construyendo el escenario de superación de éste. Por más que se nos quiera hacer creer que la oligarquía es invencible, sabemos que nada es imposible para un pueblo que se moviliza en su conjunto por la construcción de su propio destino. Si leemos bien el signo de los tiempos, veremos que vivimos tiempos de resistencia, tiempos en que las dictaduras seculares caen y en que los pueblos que se creían dormidos per secula seculorum despiertan por doquier. Tiempos en que en este país los trabajadores, los campesinos, los estudiantes, las comunidades indígenas y afrocolombianas, despiertan y reafirman, mediante sus formas particulares de resistencia, su derecho a «ser». Sabemos que en ese pueblo en movimiento, que pese a la descomposición social imperante no acepta que el sicariato sea el destino de Colombia, se encuentran las reservas morales para la construcción de un nuevo país, reservas morales que la indigna oligarquía perdió hace mucho tiempo -si es que alguna vez las tuvo. De esas resistencias, de esas luchas, de esas transformaciones, de esa capacidad de imaginar y luchar por un país diferente, depende, en último término, la paz orgánica.
NOTAS:
[1] http://www.anarkismo.net/
[2] http://www.rebelion.org/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.