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Ay, capitán, mi capitán

Fuentes: Rebelión

Este agosto pasado se cumplió el primer aniversario de la muerte del actor estadounidense Robin Williams. Lo supe por una efímera alusión en algún noticiario de la radio. Si uno echa un vistazo en internet lo encuentra en fotografías casi siempre sonriente, lo cual cuadra con sus muchos papeles cómicos en películas de éxito. Pero […]

Este agosto pasado se cumplió el primer aniversario de la muerte del actor estadounidense Robin Williams. Lo supe por una efímera alusión en algún noticiario de la radio. Si uno echa un vistazo en internet lo encuentra en fotografías casi siempre sonriente, lo cual cuadra con sus muchos papeles cómicos en películas de éxito. Pero en mi memoria su rostro siempre es el de John Keating; sí, ya saben, el profesor de literatura personaje protagonista del filme El club de los poetas muertos, drama dirigido por el australiano Peter Weir estrenado en 1989. Pertenece esta película a ese grupo (no sé si género) de historias que se desarrollan en contextos académicos y cuyos protagonistas son los profesores y sus alumnos cuyas relaciones proporcionan la materia prima a partir de la que los guionistas dan forma a sus narraciones, en bastantes casos con vocación de verosimilitud. Supongo que si es así es porque hay pocos ámbitos humanos en los que sea tan intensa y tan esencial la comunicación entre los individuos que en él se encuentran. El caso particular de los adolescentes, que es el de la mencionada película, creo que da mayor oportunidad de conmover al espectador por atravesar aquéllos por una etapa en sus vidas que tiene a menudo factores de conflicto. El profesor Keating enseña a muchachos en un colegio privado de élite a los que sus padres ya les han escrito el guión de sus vidas; uno va a ser médico, otro abogado, aquel se hará cargo de la empresa de papá… Y este joven docente resulta que les dice desde el principio que han de ser ellos mismos, que han de encontrar su propio camino para seguirlo sin traicionarse a sí mismos. Establece una comunicación con ellos, imprescindible para poder enseñarles, consiguiendo para empezar que le presten atención, haciendo añicos la lente de sus expectativas comportándose como ellos nunca esperarían que se comportase; por ejemplo, haciéndoles que le llamasen de esta singular forma: «oh, capitán, mi capitán».

Pero el profesor Keating no rompe con la tradición docente sólo en el plano formal de la comunicación con sus alumnos; lo hace también en el fondo, porque él cree que debe convertir a sus alumnos en libre pensadores. Lo declara en una cierta secuencia de la película en la que mantiene una breve charla con un compañero escandalizado por sus métodos de enseñanza. Permítanme que la plasme en lo esencial:

«Hoy ha dado usted una clase muy interesante -inicia la conversación el colega, más veterano que su interlocutor-. Ha sido fascinante, aunque equivocado. Se arriesga mucho animándoles a que se hagan artistas, John; cuando se den cuenta de que no son Rembrandt, Shakespeare ni Mozart le odiarán por ello». A lo que el profesor Keating replica: «No quiero artistas, George, quiero libre pensadores». El enunciado de este propósito encuentra la defensa del realismo como principio rector de la profesión docente en aras a garantizar el éxito futuro de los jóvenes, y concluye mediante el solemne pronunciamiento de las siguientes palabras: «muéstrame un corazón que esté libre de necios sueños y te mostraré a un hombre feliz».

¿No les parece a ustedes que lo que se ventila en esta conversación no es sino la nada baladí cuestión de cuál es la función del maestro? Debe de ser importante incluso más allá de los límites que demarcan el ámbito académico. ¿Por qué si no nuestros legisladores tocan y retocan las mil y una normas que definen nuestro sistema educativo siempre desde las trincheras del disenso? Ellos creen, aunque no lo declaren abiertamente, que enseñar es adoctrinar, así que tienen que poner mucho cuidado en lo que nos van a mandar a los profesores que hagamos con el tiempo que pasamos con nuestros alumnos en las aulas, porque eso puede moldear las cabecitas de nuestros niños y adolescentes de un modo u otro, quizá no compatible con el modelo ideológico que se pretende blindar pedagógicamente. Así que desde un lado de la palestra ideológica se carga con la asignatura de religión como lanza en ristre, y el opositor se abalanza blandiendo cual cachiporra la educación para la ciudadanía; y como ninguno está dispuesto a dar su brazo a torcer, allí donde lo permiten sus triquiñuelas normativas, como en Andalucía, tenemos en un mismo grupo alumnos que, por no optar por religión, tendrán en un mismo curso valores éticos y educación para la ciudadanía (¿sin valores éticos y sin tratar la laicidad como un puntal esencial de la ciudadanía democrática?). La excusa es prepararles para ser «buenos ciudadanos» (lo que quiera que eso signifique), y para que sean parte conforme de ese «capital humano» (¿oxímoron?) que mantenga vigorosa la economía global de libre mercado.

Nada nuevo en realidad, pues la educación siempre ha sido asunto político -se reconozca o no- dado que atañe de pleno a la comunidad (polis, que decían los inventores de la democracia) en la que se han de integrar sus recién llegados. Hace dos mil quinientos años ya hubo una célebre víctima de esa preocupación política por la educación; me refiero, claro está, al maestro Sócrates, que la entendía de modo parecido a como lo hacía el profesor Keating de la susodicha película, como entrenamiento de la inteligencia del discípulo que la ha de ejercer de manera tan autónoma como rigurosa y (auto)crítica. El veterano filósofo ateniense pagó con su vida por su manera de practicar la enseñanza debido a que la autoridad tiende a recelar de todo aquel que encuentra razones para discrepar, aunque en nuestras democracias actuales haya progresado asombrosamente en la sofisticación de los modos de disimularlo. Hoy en día, paradójicamente, él -que no se tenía a sí mismo por pedagogo- da nombre a una de las técnicas de docencia más fértiles, el método socrático, que merece reflexión propia.

En la manera de entender la educación se define, al menos en una parte significativa, la idiosincrasia de la civilización. Como sentencia Bertrand Russell en su inspirador ensayo titulado Las funciones de un maestro: «Los maestros, más que ninguna otra clase, son los guardianes de la civilización. Deberían tener íntima conciencia de lo que es la civilización, y estar deseosos de impartir una actitud civilizada a sus alumnos». Esto remite a identificar qué elementos constituyen la piedra de toque de la civilización; y aquí de nuevo el premio Nobel nos ofrece su lúcida perspectiva en el mismo texto mencionado: «La civilización, en su sentido más importante, es una cosa de la mente, no de los agregados materiales al aspecto físico de la vida. Es una cuestión en parte de conocimiento, en parte emocional». Esta tesis es congruente con el giro copernicano ético-político de la Ilustración, el cual alumbra un nuevo paradigma de civilización que queda justificado por la consecución del fin supremo del bienestar terrenal de la humanidad, y que presupone -como apuntó Kant en su ¿Qué es la ilustración? – el abandono de su minoría de edad, que es «la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro», en palabras del filósofo de Königsberg.

Por consiguiente, la educación es todo lo contrario a la propaganda. Aquélla tiene al alumno como fin en sí mismo, ésta lo usa como medio. De nuevo la claridad de Russell nos ahorra el esfuerzo de explicarlo nosotros mismos: «Para el propagandista, sus alumnos son soldados del ejército en potencia. Deben servir para fines que están fuera de sus propias vidas, no en el sentido de que todo fin generoso trasciende el yo, sino en el sentido de servir a privilegios injustos o poderes despóticos. El propagandista no desea que sus discípulos observen el mundo y escojan libremente un propósito que a ellos les parezca valioso. Desea, como un artista jardinero, que su crecimiento esté dirigido y se deforme para adaptarse a sus fines». Fines políticos, fines económicos, fines religiosos, justificados ideológicamente mediante un disciplinado ejército de dóciles maestros. Éste es el deseo no siempre confesado del propagandista: la educación como control del pensamiento. Desde esta concepción tiene sentido ese estribillo rebelde de la canción de Pink Floyd: «we don’t need no education, we don’t need no thought control».

Entonces, ¿es utopía una escuela libre de ideología? Lo es si el que enseña encuentra obstáculos para ejercer él mismo el librepensamiento y a sus alumnos se les refuerza en la creencia antes que en la inteligencia. La rigidez creciente de un sistema educativo que burocratiza el rol que el profesor desarrolla en él asfixia su creatividad, imprescindible para que su trabajo dé sus mejores frutos.

Ojalá los políticos que ordenan las leyes educativas leyesen a Bertrand Russell y quedasen por ventura impregnados de su sabiduría. En espera de ese improbable milagro, habrá que subirse en más de una ocasión a los pupitres, como hicieran los discípulos del profesor Keating, para adoptar la emancipadora perspectiva del librepensamiento y, recordando a Sócrates y sus émulos, decir con voz quejumbrosa: «ay, capitán, mi capitán».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.