En octubre de 1973 en Roma, Mariano Rumor, presidente de la Unión Mundial de la Democracia Cristiana (UMDC), recibió a la delegación de la DC (integrada por el exdiputado Enrique Krauss y los exsenadores Juan de Dios Carmona y Juan Hamilton) que recorría varios países para justificar el golpe de Estado y defender la actuación de su partido ante aquella encrucijada dramática en la historia nacional.
Según relató Juan de Dios Carmona (posteriormente miembro del Consejo de Estado y embajador de la dictadura) en la Universidad Finis Terrae en 1999, Rumor les prohibió tomar notas en el transcurso de la reunión, que se prolongó durante cinco horas, les recordó con desagrado que la UMDC había condenado el derrocamiento del gobierno del presidente Salvador Allende y, en referencia al papel de la DC chilena, les expresó que le producía “vergüenza”.
A su regreso a Chile, Carmona relató personalmente a Frei aquel encuentro y su exposición motivó la conocida y extensísima carta que el expresidente remitió a Rumor con fecha de 8 de noviembre de 1973, que jamás tuvo respuesta. Además, Krauss, Hamilton y Carmona mantuvieron una reunión “larga” y “cordial”, según este último, con los cuatro miembros de la Junta Militar para informarles de aquella gira que les había llevado también a Venezuela, la República Federal Alemana y la España franquista.
Ese viaje fue sufragado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Como ha relatado Peter Kornbluh en su libro Pinochet. Los archivos secretos, poco después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 el gobierno de Nixon y Kissinger y la CIA debatieron sobre si debían seguir financiando a la Democracia Cristiana. El 18 de abril de 1974 Eduardo Frei y el nuevo embajador de Estados Unidos, David Popper, mantuvieron una reunión y el expresidente se refirió a este oscuro asunto. Tuvo éxito, porque después de aquel encuentro la embajada envió un cablegrama especial para solicitar el abono a la DC de las cantidades que este partido había gastado entre el 1 de julio y el 10 de septiembre de 1973, es decir, “durante los días culminantes de la lucha de la oposición civil contra el gobierno de Allende”. En un memorándum secreto fechado el 11 de junio de 1974 (significativamente titulado “Liquidación de la cuenta pendiente chilena”), Henry Kissinger dio el visto bueno y el 24 de junio el Comité 40 autorizó un último pago de cuarenta mil dólares a la Democracia Cristiana. Entonces cortó también los fondos para el resto de partidos que integraron la CODE y para El Mercurio.
El antagonismo entre la Unidad Popular y la Democracia Cristiana tuvo una motivación esencialmente ideológica. Aparentemente, la DC era una alternativa reformista frente a la derecha oligárquica y la izquierda marxista. No obstante, en el momento más decisivo de la historia nacional en el siglo XX, se alineó junto con las fuerzas políticas y sociales conservadoras y con los grandes intereses económicos para defender, al precio que fuera necesario (incluso a costa de la destrucción de la democracia republicana), la sociedad capitalista. Cumplió así el papel histórico que desde 1962 le asignaron las sucesivas administraciones estadounidenses y por el que le entregaron clandestinamente, hasta junio de 1974, una financiación astronómica (singularmente en la campaña de Frei de 1964, pero también entre 1970-1973).
Sus sectores progresistas (MAPU, Izquierda Cristiana) se fueron desgajando desde 1969 y, mientras el partido viraba hacia una oposición cada vez más intransigente, voces como las de Radomiro Tomic, Fernando Castillo Velasco o Bernardo Leighton clamaban ya en el desierto. Patricio Aylwin y Eduardo Frei condujeron a la DC al momento más abyecto de su historia cuando avalaron, ante Chile y ante el mundo, el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la instalación de la dictadura. Cegados por su anticomunismo, jamás entendieron el proyecto de la Unidad Popular y del presidente Salvador Allende y tardaron demasiado tiempo en comprender el verdadero significado del régimen encabezado por el general Augusto Pinochet.
Ante la fecha emblemática del 50º aniversario del triunfo de Salvador Allende en las elecciones presidenciales, elegí un tema pendiente de especial trascendencia histórica: explicar, a partir de una abundante documentación nueva, cómo desde septiembre de 1970 se fue forjando un bloque social y político que confluyó para acabar con el proyecto socialista y democrático de Salvador Allende y la UP. Durante tres años, con la incorporación progresiva de una DC que copió la “estrategia de los mariscales rusos” (según la tesis de Claudio Orrego Vicuña), esta trama civil creó e incentivó las condiciones políticas y sociales precisas para que se produjera el derrocamiento cruento del gobierno constitucional y en las horas, días, semanas y meses siguientes lo justificaron y avalaron ante Chile y ante el mundo.
Como principal objeto de estudio, decidí examinar el papel de los tres actores políticos más relevantes de la oposición política a la UP (la Democracia Cristiana, el Partido Nacional y Patria Libertad). Para ello, en los últimos años he leído centenares de documentos en los archivos de Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Gabriel Valdés, Jaime Guzmán y Sergio Onofre Jarpa, he revisado todos los números de las revistas de la DC (Política y Espíritu) y Patria Libertad y he contactado con Roberto Thieme para aclarar diferentes aspectos de la actuación de esta última organización, además de consultar una bibliografía amplia y la prensa de la época de todas las tendencias.
Creo que uno de los aportes principales de mi nuevo libro es el análisis pormenorizado de la actuación de la DC entre 1970 y 1973 y del debate interno que se produjo entre sus principales dirigentes tras el golpe de Estado. Jamás se había examinado con este detalle y lo hago principalmente a partir de sus propios documentos, sobre todo los del archivo de Aylwin, accesible en internet al igual que el de Gabriel Valdés.
La DC y en concreto Patricio Aylwin (su presidente desde mayo de 1973) y Eduardo Frei (presidente del Senado desde aquellas mismas fechas) tienen una grave responsabilidad en el golpe de Estado del 11 de septiembre. Ya a mediados de septiembre de 1970 Frei envió mensajes muy claros a la Casa Blanca sobre el peligro que para sus intereses geoestratégicos representaría el futuro gobierno de Allende, mientras personas de su círculo más próximo promovían un especie de “golpe blando” que detuviera el proceso institucional que iba a derivar en la elección de Allende por el Congreso Pleno, con el apoyo oficial por cierto de la DC, presidida entonces por Benjamín Prado. Además, cuando en diferentes oportunidades el presidente Allende y la dirección de la DC encabezada por Renán Fuentealba buscaron un acuerdo político que allanara el cauce institucional a la “vía chilena al socialismo” y detuviera la polarización del país, el sector afín a Frei logró abortar aquel entendimiento. Por ejemplo, en junio de 1972. Y, como el propio Frei aseguró en privado en diversas ocasiones (ante Gabriel Valdés y Bernardo Leighton, por ejemplo), algunos de los oficiales de las Fuerzas Armadas que preparaban el golpe le mantenían al corriente de aquellos preparativos.
Por su parte, Aylwin fue elegido presidente de la DC en mayo de 1973 con la consigna de no dejar pasar una al gobierno de la UP. Y así fue. Cuando a fines de julio, respondiendo al dramático llamado del cardenal Raúl Silva Henríquez, se abrió el último diálogo entre Allende y Aylwin, este le exigió una capitulación en toda regla, le demandó que cediera el poder político a las Fuerzas Armadas. A cambio de una tregua, reclamó a Allende que se convirtiera en González Videla, que traicionara a los partidos que sustentaban su gobierno y al movimiento popular. En aquellos días existieron contactos indirectos entre Aylwin y los generales que preparaban el golpe desde el llamado “Comité de los 15”.
Cerrada la vía del diálogo por Aylwin (no por el presidente Allende), la DC decidió “golpear” las puertas de los cuarteles (como insistentemente hacía Patria y Libertad desde 1971 y demandaba el Partido Nacional desde octubre de 1972) con la declaración aprobada por la oposición en la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973, cuya redacción final pulió Aylwin aquella misma mañana. Como se sabe, aquella declaración llamaba a los cuatro comandantes en jefe (integrantes entonces del gobierno) a desconocer la autoridad del presidente de la República. Se ha mencionado en infinidad de ocasiones, pero creo que hasta ahora no se había citado, analizado y contextualizado ampliamente el debate que aquel día hubo en la Cámara a lo largo de dos sesiones. Incluyo los testimonios de personeros democratacristianos del momento (Mariano Ruiz-Esquide, Eduardo Cerda) que han corroborado que aquella declaración formaba parte de los preparativos del golpe de Estado.
Además, el 10 de septiembre de 1973, tanto Frei como Aylwin fueron informados de que en cuestión de horas las Fuerzas Armadas se sublevarían contra el gobierno constitucional. No informaron, como era su deber republicano, al presidente Allende, quien sí estuvo al lado de Frei cuando el general Viaux se sublevó en octubre de 1969. Y, como sabemos, el 12 de septiembre apoyaron públicamente el golpe de Estado con la declaración oficial de la DC, de la que solo se desmarcaron finalmente dieciséis dirigentes, que encabezados por Bernardo Leighton suscribieron otra de condena del golpe y de respeto a la memoria de Allende. Nunca como entonces quedaron en evidencia las dos almas de la Democracia Cristiana. En numerosas ocasiones Frei y Aylwin habían proclamado públicamente que se oponían a un golpe de Estado, pero cuando se produjo lo apoyaron y justificaron abiertamente.
A partir de este punto, en el epílogo expongo el debate y la confrontación interna que sacudió a la DC hasta mediados de 1975. Según expresó en una carta que remitió a Amintore Fanfani –secretario general de la DC italiana- con fecha de 12 de octubre de 1973, Aylwin consideraba y lo afirmó públicamente también en entrevistas de prensa que la dictadura de Pinochet era “el mal menor” que había librado a Chile de “una tiranía comunista”. Igualmente, Frei, quien como presidente del Senado acató sumisamente la clausura del Congreso Nacional por parte de la dictadura, señaló al diario español Abc: “Los militares han salvado a Chile”. Ha sido muy impactante descubrir, por el archivo de Patricio Aylwin, que conocieron muy pronto la magnitud de la represión de Pinochet, en concreto episodios tan terribles como la caravana de la muerte, y pese a ello justificaron la dictadura ante Chile y ante el mundo.
Cito también sendas cartas de Renán Fuentealba a Rumor y a Gabriel Valdés muy significativas y el duro intercambio epistolar entre Valdés y Aylwin de 1973-1974 y entre Leighton y Frei de 1974-1975. El libro concluye con un epígrafe titulado “Sangre democratacristiana”, en el que me refiero al atentado contra Bernardo Leighton y Ana Fresno en Roma en 1975, al asesinato de Eduardo Frei en 1982 (tras su discurso en el Caupolicán en agosto de 1980) y a los discursos del presidente Aylwin en el funeral oficial de Salvador Allende, en septiembre de 1990, y al entregar el Informe Rettig, en marzo de 1991.
Este trabajo me permite defender que el golpe de Estado y la instalación de la dictadura cívico-militar que encabezó el general Augusto Pinochet no fue responsabilidad solo de los altos oficiales de las Fuerzas Armadas que violentaron la Constitución y traicionaron la confianza del presidente de la República. La trama civil, desde la araña a la flecha, fue corresponsable de la destrucción de la democracia chilena el 11 de septiembre de 1973: unos (democratacristianos y nacionales) cavaron trincheras en el Congreso Nacional para torpedear la acción del Ejecutivo; otros (las principales organizaciones patronales y gremiales y algunos colegios profesionales) organizaron los paros y el sabotaje de la economía, los servicios públicos y las comunicaciones; algunos (Patria y Libertad, el Comando Rolando Matus) recurrieron al terrorismo, la violencia y la provocación permanente para fomentar el caos en la vida cotidiana, un fenómeno amplificado y exacerbado por las campañas de la prensa afín (El Mercurio y su cadena de diarios, el Canal 13, Radio Agricultura…); otros (como las activistas del Poder Femenino) protagonizaron un acoso social diario a los miembros de las Fuerzas Armadas para instigarles al golpismo. Todos ellos se nutrieron de la financiación millonaria de Washington. Y un sector de la trama civil (los dirigentes de Patria y Libertad) se ocupó de buscar en agosto de 1973, al mismo tiempo que lo hacía la trama militar, el apoyo de la dictadura brasileña ante la posibilidad de que el golpe de Estado derivara en una guerra civil, como sucedió en España en el verano de 1936. Ya el 15 de septiembre de 1970, en Washington, Agustín Edwards había reclamado ante Kissinger y el director de la CIA la intervención de la potencia hegemónica para detener a Allende.
Por otra parte, hay un elemento en el que creo que no se había reparado lo suficiente hasta ahora: no solo Patria y Libertad y el Partido Nacional, sino también la DC abonaron el terreno a la dictadura con un discurso furibundamente anticomunista. Por ejemplo, el 13 de septiembre de 1972, en el Senado, Aylwin censuró al gobierno de la UP con estos términos: “Chile está siendo destruido física y moralmente por la acción nefasta de la incapacidad, el sectarismo y el odio”. Pero el primer dirigente político que habló de la supuesta “destrucción” de Chile por la UP no fue Jarpa o Pablo Rodríguez Grez o Jaime Guzmán, sino Eduardo Frei, en un artículo en La Prensa publicado el 2 de enero de 1972. Este discurso, propagado y alimentado una y otra vez para justificar la embestida opositora en todos los frentes, inspiró el bando nº 5 de la Junta Militar, que el 11 de septiembre de 1973 declaró depuesto al gobierno constitucional presidido por Salvador Allende.
Por supuesto, todos estos elementos no eximen de nada a los generales golpistas (como pretenden aún hoy sus panegiristas), sino que obligan a reflexionar sobre la responsabilidad histórica de los dirigentes políticos que encabezaron la trama civil contra la Unidad Popular.
Mario Amorós es historiador y periodista. Su último libro es Entre la araña y la flecha. La trama civil contra la Unidad Popular (Ediciones B)