El telón se subirá hacia las 20 h de mañana, en el teatro Palacio Valdés de Avilés, para dar paso a la primera representación pública de «B-52«, obra original e inédita, escrita expresamente para la compañía asturiana Perro Flaco por Santiago Alba Rico. El grupo lleva años empeñado en la gestación de un teatro combativo […]
El telón se subirá hacia las 20 h de mañana, en el teatro Palacio Valdés de Avilés, para dar paso a la primera representación pública de «B-52«, obra original e inédita, escrita expresamente para la compañía asturiana Perro Flaco por Santiago Alba Rico. El grupo lleva años empeñado en la gestación de un teatro combativo («Santas Visitas de Monseñor Ronco Barrila» o Palabras Contra la Violencia), implicado siempre en las luchas sociales de su entorno.
«B-52» es el primer estreno de teatro de sala para la compañía y el estreno también de Santiago Alba como escritor teatral. La obra volverá a representarse el martes 13 de abril en el Teatro Municipal de Pumarín (Oviedo), en el marco de la semana republicana que todos los años se celebra en la capital de Asturias.
Alba Rico habla en la siguiente entrevista sobre B-52, un trabajo que, para el autor de «La ciudad intangible» o «Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos«, pretende mostrar que la causa de la guerra está en «la necesidad de sostener un régimen de producción y consumo incompatible con la supervivencia de los seres humanos, los objetos y la naturaleza misma».
Silencio en la sala, la obra va a comenzar….
B-52 es su primera obra de teatro, ¿cómo surge la necesidad de incursionar en este género?
Fue menos necesidad que docilidad gozosa a una petición de David Acera, buen amigo y director de la compañía Perro Flaco. Pero debo inmediatamente añadir que desde hacía quizás 25 años siempre se había cernido sobre mí la tentación de explorar ese género y que -como me ha ocurrido tantas veces antes- he tenido que esperar una petición para atreverme a cumplir mi deseo. No soy un escritor vocacional sino invocacional. Se me invoca y aparezco. A veces hace falta un empujón para meterse en el agua.
¿Por qué el nombre de una máquina para un formato en el que las personas, en sus diferentes roles, se hacen tan imprescindibles?
La obra empieza con un poema-enigma en el que se da por adelantado la respuesta a esta pregunta fundamental: el verdadero protagonista de la obra es el espacio donde se mueven los personajes, el cual impone una especie de libertad estructuralmente atada a efectos que están fuera, que nunca se mencionan explícitamente y que los personajes no se representan. La misma máquina que mata, también tranquiliza, relaja, legitima moralmente las conductas.
¿A qué responde la elección y recreación de ese otro escenario (el bombardero) de cualquier guerra, el de la asepsia y la lejanía del dolor causado?
Este ha sido un asunto central en mis reflexiones desde hace años. Eso que yo he llamado el «nihilismo espontáneo de la percepción» encuentra su mejor expresión precisamente en la metáfora del bombardero: la de una mirada que borra lo que mira en el mismo acto de mirarlo, que sólo mira lo que va a destruir y que por eso mismo no puede experimentar la consistencia real de lo que elimina del mundo. El bombardeo aéreo, absuelto en 1945 en los juicios de Nuremberg como modelo del vencedor, repetido una y otra vez con toda tranquilidad día tras día desde entonces sobre distintos pueblos de la tierra, entraña algo así como una justificación teológica y una autoabsolución religiosa: la víctima es de antemano sólo un residuo -no llega a ser ni siquiera un enemigo-; por su parte el verdugo, incapaz de representarse las consecuencias de una acción tan poco trabajosa y tan trivial -la de presionar un botón- se siente al mismo tiempo poderoso y bueno. El bombardeo es vertical, hermoso, da luz, fertiliza la tierra, tiene algo divinamente justiciero.
B-52 no nombra como tal a la guerra, pero sí hace continuas referencias a los lugares comunes de la religión, de EEUU y del poder ¿Explican estos ejes, juntos o por separado, el nudo argumental de la obra?
El B-52 manda, impone tranquilidad y autoridad moral a los personajes. Es como un espacio de margen antropológico, de gabinete psicoanalítico donde se expresa con toda naturalidad la ideología dominante. ¿Pero quién manda al B-52? ¿A quién mata el B-52? La obra está pensada para que eso que está fuera, siempre elidido, aparezca a la luz de la propia trivialidad complacida -y un poco caricaturesca- del discurso de los pilotos. La guerra o, digámoslo más claramente, la agresión imperialista se desprende como una necesidad de ese discurso trivial, plagado de clichés, anclado a su vez en una estructura económica en sí misma conflictiva y pugnaz: la de un capitalismo global cada vez más agresivo y destructivo. Sin esa «banalidad» -digamos- la guerra sería imposible, pero la causa de la guerra está en otra parte: la disputa de los territorios y los recursos y la necesidad de sostener un régimen de producción y consumo incompatible con la supervivencia de los seres humanos, los objetos y la naturaleza misma. Mi intención, en cualquier caso, ha sido la de que todo esto se viera de soslayo, lateralmente, no nombrando las causas sino sencillamente exagerando la «banalidad» que las oculta.
El cinismo y la doble moral (el recurso a los malos-buenos) que tanto sirven a la estrategia de la guerra global, ¿sirven también a la obra?
La hipocresía y la doble moral -la doble negación de toda moralidad- son privilegios de las clases dominantes, de los gestores conscientes de la economía mundial, de los calculadores de vidas. La gente normal -los pilotos de bombarderos- está o convencida o atemorizada o las dos cosas al mismo tiempo. En el B-52 se asume la evidencia de esa división entre buenos y malos; la paradoja es que para creerse bueno hay que disponer de los medios para no serlo; la paradoja es que hay que poseer -y usar- grandes medios de destrucción para sentirse virtuoso y que cuanto más daño podemos hacer -y la tecnología determina que la capacidad de destrucción aumente a medida que nos alejamos del objetivo- más buenos y puros nos sentimos. Jim, el único personaje cínico, es en realidad el más ingenuo porque reclama el trauma antiguo de matar con las manos, de exponer el propio cuerpo y disparar al enemigo cara a cara. Pero está más convencido y menos atemorizado que los demás.
Y el doble lenguaje, ¿por qué los protagonistas (pilotos) de B-52 rechazan hablar de la muerte cuando juegan a imponérsela a sus víctimas?
Esta restricción forma parte de las reglas del juego -del juego llamado B-52- y recoge la restricción equivalente que preside nuestro mundo. Se trataba precisamente de hacer visible la ley «natural» de nuestro lenguaje cotidiano -lleno de eufemismos, paráfrasis y elisiones- a través de su enunciación consciente por parte de los personajes de la obra. En términos lacanianos, podríamos decir que los personajes reprimen voluntariamente lo que ha quedado forzosamente «forcluido»: la realidad misma -y la señora muerte- que es algo que a los «buenos» no les puede nunca ocurrir.
La posición política e ideológica del grupo se presenta visceralmente estereotipada en sus categorizaciones, como en una suerte esperpento…
La dificultad estaba en encontrar el «tono». Primero pensé en escribir una obra «seria», especulativa, filosófica, pero después comprendí que el formato teatral mismo, con sus potencialidades pedagógicas, exigía más bien algo parecido a lo que hice veinte años atrás con la bruja Avería y los electroduendes: explotar el distanciamiento brechtiano, la hipérbole satírica, la autocomplacencia caricaturesca. Todo tenía que ser evidente, esquemático, estereotipado. Era necesario que las categorías puestas en juego tuviesen la pureza humorística que no tienen en el mundo. Por eso recurrí también a la canción satírica, un poco al modo de Brecht, para subrayar todo lo de impensado y monstruoso que hay en un estereotipo alegremente asumido.
Qué hay de las otras barbaries mostradas, las del Consumo y la alienación, ¿por qué hablar de ellas en un texto como éste, que reflexiona sobre la guerra?
Bueno, la idea que intento transmitir es la de que todos viajamos en un B-52, al menos en nuestro lado del mundo. Y el B-52 es al mismo tiempo la causa de la destrucción y de su ocultamiento. Toda mi obra de los últimos diez años está orientada a explorar el nihilismo del consumo. Aquí he tratado de repetir una vez más la misma idea en un formato vivo, no ensayístico, en una especia de vodevil bélico en el que consumismo y bombardeo a veces se confunden.
En B-52 se dice que los criminales no deberían ver la televisión para que «no se olviden del mal que han hecho» y eso parece una bomba dirigida los medios informativos de masas. Háblenos de ese combate ideológico que se libra en las televisiones, radios y periódicos al servicio del poder hegemónico.
Hoy con más claridad que nunca los medios de comunicación forman parte de la intendencia del imperialismo: básicamente se dedican a preparar la guerra y a legitimarla. Y cuando hablo de guerra me refiero a la confrontación también política, a la guerra cotidiana en favor del capitalismo. Basta pensar en Cuba en estos días para comprender hasta qué punto los medios son directamente responsables -lo diré con todas las letras- de muchas muertes, incluida la del preso Orlando Zapata. Aún más: son inductores del terrorismo a escala internacional, del de los gobiernos capitalistas y también del de los que se oponen a él. Zapata hizo una huelga de hambre y llegó hasta la muerte porque sabía que se le iba a prestar atención. Al contrario, hay miles de presos en todo el mundo, de gente explotada, maltratada, torturada, a las que en Colombia, en Arabia Saudí, en Túnez, en Egipto, en Honduras se puede liquidar impunemente porque ningún medio se ocupa de ellas. Aún diría más: creo que muchos de los atentados terroristas del mundo árabe-musulmán son obra de grupos sin ninguna relación con Al-Qaida que saben que ninguna protesta pacífica les haría merecedores de un titular de periódico y que atribuyen sus acciones a esa organización porque es la única manera de que nuestros medios les presten alguna atención. El cuarto poder, que debería vigilar el funcionamiento de los otros tres, los ha suplantado a todos: juzga y condena, prepara revoluciones naranjas o negras, induce huelgas de hambre en unos países y abandona a su suerte a miles de víctimas en otros. Su responsabilidad es enorme, porque hace daño material a la justicia en todo el planeta y poque hace daño al propio discurso periodístico, en el cual necesitamos seguir creyendo -como en la democracia y en la OMS- si queremos aspirar a mantener cualquier forma de contrato social. Los medios ayudan a matar seres humanos y -mucho peor- están matando la credibilidad misma, sin la cual sólo queda la ley de la selva.
¿La guerra, viene a decir B-52, es parte de un juego en el que hombres y mujeres se arriesgan a perder la conciencia, es decir, su condición de seres humanos?
La guerra tiene dos aspectos: uno que se refiere a las causas económicas, estructurales, políticas; es decir, a la conquista de nuevos territorios y nuevos mercados. Y otro que tiene que ver con el propio aparato y las conductas que él determina, con su auto-regulación antropológica. Todas las guerras, empiecen como empiecen, se reproducen y terminan de la misma manera: con instituciones, conciencias, palabras -y personas- despedazadas.
* B-52/ FICHA ARTÍSITICA
Autor: Santiago Alba Rico
Dirección: David Acera y Sonia Vázquez
Reparto: Borja Roces, Chili Montes, Jorge Moreno, David González y David Acera
Coreografías: Luchy Colunga
Música original: Daniel Moro/Charo Rodríguez Lasa
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.