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Bachelet, segunda parte

Fuentes: Punto Final

El 11 de marzo, Chile ha iniciado un nuevo ciclo político. La segunda presidencia de Michelle Bachelet posee innegables coincidencias, de forma y de fondo, con su primer mandato: se repiten nombres, estilos de gestión, los vicios y virtudes de un colectivo político que en su gran mayoría ya tiene experiencia en funciones de gobierno. […]

El 11 de marzo, Chile ha iniciado un nuevo ciclo político. La segunda presidencia de Michelle Bachelet posee innegables coincidencias, de forma y de fondo, con su primer mandato: se repiten nombres, estilos de gestión, los vicios y virtudes de un colectivo político que en su gran mayoría ya tiene experiencia en funciones de gobierno. Pero también hay grandes diferencias, que si no se destacan no permiten entender la coyuntura específica que está viviendo el país.

La primera diferencia es que la Nueva Mayoría no es «exactamente» la Concertación. La presencia del Partido Comunista y la Izquierda Ciudadana no constituye la única novedad. El cambio fundamental es otro: la Concertación era una coalición estratégica, sin fecha de caducidad, pero que se agotó después de veinte años. En cambio, la Nueva Mayoría se define a sí misma como un «acuerdo político programático» para apoyar el gobierno de Bachelet. Nada más. No se trata de un pacto estratégico, sino un contrato a cuatro años plazo. Cumplido el periodo presidencial, y evaluado el cumplimiento del programa, los que hoy son aliados podrían, eventualmente, tornarse adversarios. De allí que la existencia misma de la Nueva Mayoría se juegue en el cumplimiento (o incumplimiento) de ese programa.

Que se trate de un «acuerdo político programático» no es bueno o malo en sí mismo. En el sistema parlamentario de Europa es lo que ocurre cotidianamente. Las coaliciones de gobierno se forman después de trascurridas las elecciones, y los partidos se pueden demorar meses en negociar un pacto de gobierno hasta lograr un contrato mayoritario. Bélgica estuvo 589 días sin gobierno, entre 2010 y 2011, por las dificultades de llegar a un pacto de mayoría que permitiera gobernar. Estos acuerdos de gobierno pueden incluir a partidos muy disímiles entre sí, los que se vinculan exclusivamente por un programa de gobierno inmediato. Hoy, en Alemania, gobierna la Democracia Cristiana de Angela Merkel y la Social Democracia de Sigmar Gabriel. Pero en las próximas elecciones ambos partidos se enfrentarán con todo, como si nada hubiera pasado en los últimos años.

Bajo un «acuerdo político programático» los gobernantes deben ser muy comedidos en sus intervenciones. Ello se hizo evidente en el primer discurso de la presidenta Bachelet la tarde del 11 de marzo. Fueron sólo 890 palabras, centradas totalmente en los objetivos programáticos de su gobierno, sin alegorías ni grandes referencias fuera de ese marco concreto. Una brevedad y precisión que revela el carácter de la coalición que la sustenta: la imposibilidad estructural de referirse a lo que no está en el programa, pero a la vez lo detallado y puntilloso del «contrato de gobierno» que justifica su existencia.

 

UNA CIUDADANIA MOVILIZADA

La segunda gran diferencia de esta segunda presidencia de Bachelet radica en el clima social. La presidenta no pudo obviar ese dato, y por eso comenzó su intervención diciendo: «Ustedes han sido los protagonistas de muchos procesos que han ocurrido en este tiempo, donde la ciudadanía ha decidido ejercer sus derechos». Todos sabemos cuáles son esos procesos y cuáles son esos derechos. No es necesario nombrarlos. La convocatoria a la «marcha de todas las marchas», para el próximo 22 de marzo, a pocos días del inicio del nuevo gobierno, refleja muy bien ese clima de opinión. Y el comentario de Bachelet a esta convocatoria también refleja la importancia del giro movilizador: «Una marcha el 22 de marzo parece un poquito… entendí que lo que quieren decir es que cumplamos con nuestro programa de gobierno, y eso es lo que queremos hacer. Ellos pueden estar tranquilos».

Es muy probable que los participantes en la manifestación del 22 marchen bajo premisas distintas. Algunos lo harán en la lógica de expresar, tranquilamente, su apoyo el programa de Bachelet. Otros lo harán con mayor desconfianza, motivados por exigir su estricto y rápido cumplimiento. Y otros, más escépticos todavía, para manifestar su recelo ante la voluntad política del gobierno y para declarar su pretensión de ir más allá de lo que se propone la Nueva Mayoría.

En este momento todavía es posible que este conjunto tan heterogéneo de personas puedan salir juntas a la calle. A medida que pase el tiempo, será cada vez más difícil que se articulen públicamente. El curso del cumplimiento del programa mostrará cuál de los tres grupos es el que tiene la razón. Aún es muy pronto para sacar conclusiones.

 

LA CENTRALIDAD DEL PROGRAMA

La tercera diferencia se desprende de las dos anteriores. Nunca un programa de gobierno había tenido tanta centralidad. Desde 1990 los gobiernos han tenido que responder a expectativas mucho más intangibles, centradas fundamentalmente en la persona de los presidentes: el primer presidente «democrático», el hijo de un presidente, el primer socialista después de Allende, la primera mujer presidenta, o el primer gobernante de una coalición distinta a la Concertación. Hoy este tipo de factores es irrelevante. La Nueva Mayoría es un programa, y sin programa no hay Nueva Mayoría. Por lo tanto, Bachelet se juega el todo por el todo en el cumplimiento de unas promesas que, inevitablemente, se convertirán en un campo de batallas interpretativas.

Por ejemplo: ¿Cuán «nueva» será la nueva Constitución? Si se asumiera el procedimiento institucional de la Asamblea Constituyente, no cabría duda que el texto resultante sería enteramente distinto. Pero una reforma por vía parlamentaria va a introducir el debate sobre el estatus final del texto: ¿En qué punto una Constitución reformada comienza a ser una nueva Constitución? Esto no es una tarea que puedan resolver los juristas o los lingüistas, porque los que tendrán que evaluar esa novedad serán los ciudadanos. Ellos serán los que deberán resolver si hemos entrado en un nuevo orden de cosas, o si los cambios son cosméticos.

Bachelet parece consciente de esta dificultad en su discurso del 11 de marzo: «Quiero que el día que vuelva a dejar esta casa, ustedes sientan que su vida ha cambiado para mejor. Que Chile no es sólo un listado de indicadores o estadísticas, sino una mejor patria para vivir, una mejor sociedad para toda su gente». En otras palabras, la presidenta sabe que la evaluación de su programa no será un asunto cuantitativo o estadístico, como pensaba Piñera, sino un asunto enteramente cualitativo. Pasará por la profundidad y radicalidad de los cambios, y no por la cantidad de ellos. Pocas trasformaciones, pero significativas. Ese será el criterio de la ciudadanía. De allí la tesis central del discurso: «¡Chile tiene un solo gran adversario, que se llama desigualdad!», sostuvo Bachelet a modo de conclusión y mandato. Una desigualdad sentida y vivida, y no sólo expresada en cifras o indicadores. Pero también una desigualdad que se explica por el trabajo incesante de unos «desigualadores» que han hecho todo lo posible para acrecentar y ensanchar las diferencias entre los chilenos. Y a ellos no les temblará la mano a la hora de defender su «obra» de cuarenta años.

¿Podrá la Nueva Mayoría, en tanto «acuerdo político programático», derrotar a tan gran adversario? ¿Y cómo se las arreglará Bachelet para derrotar a los «desigualadores» que existen al interior de la Nueva Mayoría? En este aspecto, la ciudadanía espera, al menos, que Bachelet sea capaz de revertir la tendencia de las últimas décadas. En la América Latina de hoy sobran los ejemplos para demostrar que eso es perfectamente viable y posible. No es fácil, implica grandes esfuerzos. Pero las experiencias y los ejemplos cunden, y hablan por sí solos. No hay que tener miedo a imitarlos. Chile tiene un solo gran adversario: los «desigualadores».

 

 

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 800, 21 de marzo, 2014

 

www.puntofinal.cl