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Bachelet, un reto no resuelto

Fuentes: Rebelión

Los tres primeros gobiernos de la Concertación tuvieron escasas contradicciones entre sí. Para Aylwin, hombre de confianza de Frei Montalva y sin mayores convicciones, fue fácil tomar las propuestas económicas de Pinochet y hacerlas funcionar, sobre todo que el crecimiento sostenido de la economía venía desde 1985 y que la cultura de la economía de […]


Los tres primeros gobiernos de la Concertación tuvieron escasas contradicciones entre sí. Para Aylwin, hombre de confianza de Frei Montalva y sin mayores convicciones, fue fácil tomar las propuestas económicas de Pinochet y hacerlas funcionar, sobre todo que el crecimiento sostenido de la economía venía desde 1985 y que la cultura de la economía de mercado neoliberal ya se había instalado en la sociedad chilena.

¿Las diferencias sociales? Habría tiempo para resolverlas puesto que en la mira estaba el ejercicio de la democracia, el Informe Rettig y la avalancha de juicios de DDHH que ya se anunciaban.

Sin cuestionamientos, a las leyes del cobre, que convertían a los inversionistas extranjeros en virtuales propietarios de sus concesiones; a la LOCE, promulgada un día antes de iniciar su mandato; al sistema de previsión basado en la capitalización privada; su gobierno será recordado como el antecedente obligado de los tropiezos que tuvieron los sucesivos gobiernos de la Concertación.

Cuando se estudie el período, Aylwin, será señalado como uno de los responsables de las leyes de «amarre», que aún, después de más de 16 años pena sobre la convivencia democrática en Chile.

Frei Ruiz Tagle, hombre de negocios y heredero de un nombre, a falta de otras cualidades, se sintió muy a gusto en el entorno ya familiar de empresarios e inversionistas extranjeros.

Quizás, a no mediar la crisis asiática, su gestión habría encubierto las dudas sobre el modelo. De hecho nunca pudo conciliar el crecimiento, cuando hubo, con el empleo; ó bien, crecimiento y remuneraciones; ó, crecimiento y mayor rendimiento tributario. Pero tampoco pudo resolver satisfactoriamente, la reducción del gasto público con la responsabilidad social del empresariado; el modelo de desregulación, con el imperativo del Estado a bajar la «deuda social», etcétera. En DDHH, caballo de batalla de la Concertación en los años 80, la obstrucción a la justicia, por los inculpados de delitos contra la humanidad, contó con la pasividad de su gobierno.

Envuelto en su convicción libremercadista, se convirtió en un verdadero vendedor viajero de la imagen del empresariado chileno; imagen de marca que su sucesor tomaría con un encarnizamiento digno de mejores causas. Ambos, Frei y Lagos, soñaron el país como una plataforma financiera y de mercados, a imagen de ciudades-Estado, como Hong-Kong [en su época] y Singapur.

En su miope reduccionismo midieron su éxito en el número de TLCs que firmaron en sus respectivas administraciones. Ambos se jactaron de su apertura al mundo, pero no midieron el serio riesgo, de apartarse de un «vecindario poco recomendable». Soberbia que hoy paga el país con la incertidumbre del aislamiento, medido en energía deficitaria, y contenciosos limítrofes.

Lagos, en sus primeros tres años, estuvo enredado en las secuelas de la crisis asiática. Pragmático, y a falta de convicciones políticas, entendió que las grandes obras públicas esconden las carencias de la gestión administrativa del Estado.

Nunca quiso, o quizás, nunca pudo, entender las constantes del modelo neoliberal, donde las grandes masas quedan excluidas del consumo, achacando el marasmo de su administración a efectos pasajeros del ciclo depresivo. Cuando la coyuntura internacional y el precio del cobre mejoraron, se hizo ilusiones sobre su extensión a sectores más amplios que incluyeran a las masas trabajadoras. [Crítica que cae si se considera el endeudamiento del consumidor, a menos que a su vez éste sea considerado como expropiatorio del individuo].

Envuelto en la pirotecnia de las fórmulas monetaristas y libremercadistas, no entendió que el crédito interno puede ser regulado a condición que el Estado tome las riendas de la gestión económica, fije los objetivos y defina sus medios y vías de cumplimiento.

Pese a millonarias pérdidas – puente desplomado por serias incompetencias técnicas, carpetas de tránsito mal diseñadas y peor construidas, Transantiago inaugurado y de incierto pronóstico de realización, escándalos del MOP-Gate, CORFO-Inverlink, concesiones mal negociadas, salud y educación en vías de total privatización e irremediablemente deficitarias, gestión tributaria deficiente, desastroso contrato cuprífero de largo plazo con China, matriz energética deficitaria, etcétera – su gestión, por obra y gracia del precio del cobre en los tres últimos años de su administración será calificada como una de las más exitosas del último presidente de derecha del siglo XX.

Bachelet recibió un país sin grandes alternativas. Bachelet es tributaria [o ¿víctima?], de la idea fundacional de Jaime Guzmán que, refiriéndose a lo que él valoraba como su legado, señalaba frente a sus adversarios políticos, que «en vez de gobernar para hacer, en mayor o menor medida, lo que los adversarios quieren, resulta preferible contribuir a crear una realidad que reclame de todo el que gobierne una sujeción a las exigencias propias de ésta». Agregaba que «si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario».

Los biógrafos de Bachelet apuntan a antecedentes que la dejan fuera de la clase política tradicional. Sin embargo, ninguno de los presidentes anteriores y aparentemente Bachelet tampoco, se habrá librado del marco ineluctable descrito por Guzmán a saber, el modelo político, social y económico del pinochetismo.

Este origen espúreo del poder [la carga ética de esta opción es insoslayable] ha penado a la Concertación. El poder militar – visto por Guzmán como «pre democrático» – restableció en su visión, las condiciones de gobernabilidad que la democracia en su época, fue incapaz de corregir puesto que periclitó por falla en los requisitos indispensables para su estabilidad. Pero, matar la Constitución, y eliminar físicamente a adversarios políticos, para restablecer las garantías constitucionales una vez terminada la faena, resulta injustificable e impresentable.

Por ello, las expectativas del pueblo, después de más de 16 años de Concertación, se resumen en el restablecimiento del deber de Protección del Estado para obtener un trato justo en el trabajo, educación y salud de calidad, jubilaciones dignas, seguridad y protección contra el delito, entorno habitable, viviendas dignas, etcétera.

Vara alta que suponemos Bachelet asume en su discurso de candidata – al menos en la primera vuelta – donde entiende desmarcarse de prácticas políticas tradicionales. Hoy, presa del modelo neoliberal, los mismos que la apoyaron le señalan con su crítica, que no sólo le creyeron sino que además sus expectativas fueron muy altas.

Ni sus obsesiones – paridad de género en el gabinete, difícil admisión de lagunas en su programa, la LOCE, que no por ser la carencia más notoria es la única – ni su estilo – dudas y recelos – la ayudan en una herencia difícil de administrar, si lo que precisamente busca, es zafarse de ella.

Con dirigentes sin convicciones; un PS que hace tiempo dejó de ser socialista; un PPD más proclive a las «pegas» que a gobernar; un PDC que hace décadas dejó de creer en una «vía no capitalista de desarrollo» [Rafael Agustín Gumucio]; las lealtades no pueden estar con lo que en un momento voceó la candidata, sino con las «duras realidades del ejercicio del poder». Eufemismo para designar un modelo cuyas soluciones van en un sentido opuesto a lo proclamado por la candidata y para lo cual fue elegida.

En conclusión, resolver la contradicción entre lo que hereda y lo que expresa como sentimiento, más que como lectura programática, es el reto que Bachelet aún no encara.