Cuando Michelle Bachelet asumió la cartera de Defensa, su primera reunión con los altos mandos se inició con la siguiente declaración: «Soy socialista, agnóstica, separada y mujer… pero trabajaremos juntos». La anécdota, que ha aparecido en algunos medios de comunicación, revela no sólo una realidad cultural compleja y discriminadora -viva en Chile desde las élites […]
Cuando Michelle Bachelet asumió la cartera de Defensa, su primera reunión con los altos mandos se inició con la siguiente declaración: «Soy socialista, agnóstica, separada y mujer… pero trabajaremos juntos». La anécdota, que ha aparecido en algunos medios de comunicación, revela no sólo una realidad cultural compleja y discriminadora -viva en Chile desde las élites hasta las poblaciones y el campo-, sino también revela que Bachelet sabía perfectamente que ingresaba, en cierto modo como una infiltrada, en el corazón de la masculinidad. No podía haber más diferencias. Una aparente brecha insondable separa la formación militar con la de una mujer militante socialista: una disparidad ideológica, cultural y, por cierto, de género. Fue una mujer que no sólo ingresa en los núcleos más profundos de las Fuerzas Armadas, sino que entra para ser de cierta forma su superior -lo que es muy funcional, o en este caso disfuncional, a la lógica jerárquica militar-. La evaluación de su desempeño pudo haberse medido de muy diversas maneras, pero en la política moderna, de cara al espectador, hay sólo una que vale: la opinión pública modelada por los medios. Desde la cartera de Defensa, Michelle Bachelet pudo haber realizado un trabajo eficiente, pero el mayor valor ha sido haberlo hecho bien pese a su condición de mujer. Y es precisamente desde esta cartera que emerge como figura política catapultada de forma meteórica al primer lugar en todas las encuestas. Ocurre, podemos decir, un verdadero fenómeno cultural y político: una mujer socialista, hija de un general de la Fuerza Aérea, Alberto Bachelet, que fue torturado por sus compañeros de armas y que murió en la cárcel, detenida junto con su madre en la Villa Grimaldi por los militares, separada, como ella misma lo ha recordado, muta en figura política desde el centro de una institución masculina por definición. Salta a la batalla política -por usar una metáfora militar- desde el mismo ejército que casi la hace desaparecer, hace más de 30 años. Bachelet sale fortalecida como una guerrera. Pero su triunfo militar no lo ha logrado con armas -usamos otra figura castrense- propiamente masculinas, como puede ser la dureza en el trato, el apego a las jerarquías o el lenguaje golpeado. Su paso por Defensa lo hace sin dejar de lado su propia formación y estilo, tan alejado de la formalidad y disciplinas militares. El país y los medios se deleitaron durante largos meses al verla con un casco arriba de un tanque o pasando revista en un jeep militar. Lo hizo sin perder sus originales atributos. Nada más ajeno a la rígida norma militar que los gestos y la sonrisa de la entonces ministra.
LOGRA DISCIPLINAR AL EJERCITO
Lo que surge a partir de aquellos meses es una intensa empatía con los medios y la gente. Ocurre precisamente por aquella paradoja. ¿Cómo una mujer aparentemente clásica lograba ordenar -no digamos disciplinar, aunque también pudo haber sido así- al temible ejército chileno? ¿Por qué ella saltaba como favorita en las encuestas y no Soledad Alvear, que también había sido eficiente en las carteras de Justicia y Relaciones Exteriores? Tal vez precisamente porque la franqueza o sencillez de Bachelet lleva a percibirla como una figura femenina tradicional, hundida en nuestro imaginario como nación y sumergida también en nuestras conciencias o subconciencias. Bachelet con su espontaneidad y extroversión, y también por su misma biografía, es o parece ser una mujer chilena clásica, definición que intentaré explicar. ¿Cómo aparece Michelle Bachelet casi de la noche a la mañana en la cúspide de las encuestas de opinión? Pese a su militancia socialista, lo que en ella convoca es una fuerte empatía en torno a su condición de género, en una sociedad en pleno -o deseado- proceso de modernización en el sentido del fuerte cambio de hábitos que ha experimentado durante los últimos diez o quince años. Bachelet, o ella como fenómeno político, irrumpe hacia el centro de este cambio, en el que la condición de la mujer es un eje fundamental: los mayores cambios sociales y culturales del siglo XX -que para nosotros serán también y con más fuerza en el XXI- han estado impulsados por la transición de la mujer desde el ámbito exclusivamente privado al público. Este cambio, afirman sociólogos como Anthony Giddens, es probablemente la mayor transformación social de esta fase tardía de la modernidad, que altera no sólo las relaciones sociales y laborales sino también la institución de la familia tradicional. A partir de este cambio -la mujer en el trabajo, en la vida pública, la mujer jefa de hogar- ya nada será como antes. Siguiendo a Giddens, podemos decir que en Chile vivimos este cambio, pero tensionado por fuertes atavismos que surgen desde la masculinidad. Se trata de una transformación transversal, que cruza clases sociales e ideologías políticas. La reivindicación de igualdad de género, como respecto a la equidad salarial, es un tema compartido y levantado con matices desde la UDI al PC. Y es aquí cuando Bachelet es elevada a niveles heroicos desde la derecha a la Izquierda. Simboliza la razón, el acceso a la modernidad, que es igualdad, la ruptura con el lastre de las tradiciones machistas. Bachelet logra romper con profundas tradiciones sin elevar un discurso ideológico de género, aun cuando como candidata ha revelado una sólida formación feminista. Pero desde la cartera de Defensa logra corroer aquella institucionalidad del poder masculino con herramientas livianas y carentes de toda ideología: ella actúa tal cual es -mujer chilena, separada, socialista y agnóstica- y cautiva a la opinión pública. Ha logrado generar consciente o inconscientemente un vínculo entre su actuar, su ser, y las aspiraciones de cambio y modernidad de gran parte de la sociedad chilena. ¿Qué mujer no se sintió identificada con ella al observarla seducir sin mañas al ejército? Si ella pudo manejarlo, ¿por qué el resto de las mujeres trabajadoras no podrían controlar sus relaciones laborales o, por lo menos, a sus maridos? O también, si pudo domeñar al ejército, ¿por qué no a la clase política y dirigir desde La Moneda al país?
EL MITO DE MARIA
¿Por qué un pueblo ha apoyado a esta mujer, aparentemente sin los típicos atributos del político ni del tecnócrata? Existe una fuerte corriente cultural latinoamericana que arranca del mito mariano, de María, la virgen, que es simbólicamente, desde los orígenes de la Conquista, el modelo femenino discriminado y subordinado al poder masculino. Pero este mito pone a la mujer discriminada, sola, abandonada por el macho, como un referente poderoso: aquella fémina jefa de hogar desde su debilidad y no sin sufrimientos logra imponerse, educar a sus hijos, instalar su identidad, hacerse valer. La madre asume en estas duras circunstancias el papel del padre. Ella lo es todo. Esta tesis, desarrollada por numerosos antropólogos latinoamericanos y comentada por la chilena Sonia Montecino en su ensayo Madres y huachos, nos conduce al fenómeno Bachelet. Su condición de separada, a la que ella ha aludido en numerosas ocasiones, no la debilita, sino que la fortalece y la convierte en un nuevo referente público levantado por este profundo mito hasta ahora de índole privado. Podemos decir que la condición de mujer separada era hasta hace no muchos años una especie de trauma, de pecado, que se invierte si no necesariamente en icono del feminismo -aun cuando sucede en no pocas corrientes de mujeres- sí en un natural estado civil. Si observamos las estadísticas de nacimientos en Chile, podemos detectar que prácticamente la mitad de los niños nace fuera del matrimonio, lo que implica a muchas madres solteras que estarían identificadas con el mito mariano. Son madres-padres, son el todo. Podemos decir que Chile como nación tiene una fuerte relación con la figura materna, lo que insinúa, a la vez, la figura del padre ausente. Casi la mitad de los chilenos tenemos como único referente a esta madre, que es también padre. Esta totalidad de la madre surge de la ausencia del padre, lo que es también hablar de debilidad de los hijos. Nuestra cultura, en cierto modo, está construida por la idea del abandono: una lejana imagen del padre, idealizada pero abstracta; una madre objetivamente débil, pero estable y real. Hasta ahora, esta imagen materna había estado presente en numerosos episodios de la política chilena y latinoamericana, desde las Madres de Plaza de Mayo, las ollas comunes, el uso de la cacerola como arma simbólica de protesta, las cuecas de mujeres solas, pero nunca había sido instalada en una figura con aspiraciones y posibilidades presidenciales. El caso de Eva Perón, que tiene también un fuerte contenido mítico, se encarnó al lado del poder masculino: eran la pareja perfecta. Era la mujer al lado del poder masculino.
LAS NUEVAS RELACIONES DE GENERO
Tenemos el mito y tenemos también el proceso de modernización cultural, que surge de los cambios económicos y sociales. De una u otra forma la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral ha transformado las relaciones de género. Bachelet aparece -lo mismo que en aquellos días Soledad Alvear- en un escenario que reclama la igualdad de género como discurso propio de la modernidad. Las temporeras, las telefonistas, las cajeras, pero también las mujeres profesionales son cada vez más protagonistas de la fuerza laboral, exigen una igualdad de trato y salarial. Todas demandas que son transversales, con sus propias diferencias, a las inclinaciones políticas. Si es así en las relaciones laborales, lo es también en la vida doméstica. La incorporación de la mujer al trabajo muchas veces está impulsada por el repliegue laboral masculino. En no pocos hogares pasa a ser el ingreso de la mujer la primera fuente de recursos familiares. Este fenómeno conlleva grandes cambios, que involucran no sólo a las mujeres sino también al poder masculino. Hay, objetivamente, una transformación en la vida familiar de pareja. La idea de una mujer presidenta de Chile, que en poco más de un año se ha instalado en el imaginario nacional, representa, en una primera mirada, un quiebre con los tradicionales hábitos privados y públicos. En los privados porque es aceptada por los potenciales electores y electoras en un país en que la mujer tuvo derecho a voto hace poco más de cincuenta años; en los públicos, porque no sólo se le postula a un cargo tradicionalmente masculino, sino también porque en el resto de las instituciones persiste todavía una fuerte discriminación hacia la condición femenina. Son minoría en los ministerios, en los altos cargos de la administración pública, en el poder económico y político. Bachelet repite, ahora con un discurso propio de las históricas reivindicaciones de género, que su ingreso a La Moneda será también un símbolo para reforzar y cristalizar el poder de las mujeres. Desde el primer lugar de lo público irradiará un discurso permanente para corroer la discriminación, que es también maltrato y abuso. Pero es probable que este proceso hacia La Moneda sea un trance transformador y Michelle Bachelet sufra algunas mutaciones que se añadirían a las que hemos observado en estos meses. Como ocurre en no pocos casos de mujeres en la primera línea política -desde la Thatcher a Condoleezza Rice-, la condición femenina se mimetiza con el poder político, el que es y ha sido históricamente masculino. Se trata de mujeres muy eficientes en el manejo del actual estado de cosas, lo que es simplemente una mantención de las mismas estructuras de poder. Es la política del gatopardo operando a plena marcha. Hay no pocas señales en esta dirección: desde su vestimenta formal, la contención de su sonrisa y su explosiva gestualidad, la modelación de su discurso. En todos estos casos lo que hay es una acomodación de actitudes propias de su feminidad a gestos propios del poder masculino en la política. El discurso tecnocrático que hoy exhibe Bachelet es una clara señal de integración al corazón del discurso del poder, el que, como decimos, ha sido y es masculino.
LA SOBERBIA DEL MACHISMO
Michelle Bachelet no es una revolucionaria en el Partido Socialista. Y tampoco es una extrema militante feminista. Sí integra un imaginario socialdemócrata con un espíritu de mayor igualdad en las relaciones de género, lo que no es poco para un país tradicionalmente machista. Con un machismo que además de hundirse por varias y profundas capas culturales de la vida privada, ha estado y aún está muy presente en su vida pública. La clase política chilena puede darse hoy muchas libertades, pero no poner en duda el poder que brota de su masculinidad. El presidente Lagos, que termina su mandato con un histórico apoyo según las encuestas, puede ser un arquetipo de esta relación entre el poder y la masculinidad: un padre protector, a veces un padre autoritario. Cuando en Monterrey le respondió con extrema dureza al entonces presidente de Bolivia, Carlos Mesa, prácticamente toda la clase política nacional irrumpió en aplausos. Eso es, se dijo, tener pantalones, lo que en otras palabras es identificar la extrema resolución, que es también cierta soberbia y agresividad, con una actitud propiamente masculina. ¿Ha sido éste el arquetipo de nuestros presidentes? Pregunta de difícil respuesta y de posibles y extensas tesis y argumentaciones que corresponden a los historiadores. ¿Cuál fue la impronta paterna de Salvador Allende? ¿Había en el sanguinario autoritarismo de Pinochet una oculta inseguridad y debilidad? Es una pregunta algo freudiana que aparece tras conocerse su relación con Lucía Hiriart y el papel no menor que ella habría jugado en los preparativos del golpe de Estado. Y, por último, ¿cómo integramos aquí la posterior figura de abuelo bonachón de Patricio Aylwin y de aparente vaguedad demostrada por Eduardo Frei Ruiz-Tagle? Pero de una u otra manera, en todos los casos existe paternalismo. La fuerte tradición machista ya la sufre Bachelet en esta campaña, desde los familiares y tal vez poco adecuados apelativos para una eventual futura presidenta, como el funesto «la gordi» usado por Nicolás Eyzaguirre a «la Michelle» de Joaquín Lavín. Se trata de apodos que traslucen, sin mala intención, un implícito menosprecio a la condición de una mujer en la arena política. Hasta ahora no hemos oído que a Andrés Zaldívar le digan en el Senado «chico» a secas, o que a los numerosos calvos que se sientan en la Cámara les llamen simplemente «el pelao». Una cultura profundamente machista inhibe en el terreno público este trato, lo que no sucede con una mujer que no ha ocultado, en toda su sencillez, su condición de mujer. Ante estas circunstancias, lo que tendremos es un proceso de impregnación con el poder masculino. Bachelet, si ingresa a La Moneda el próximo 11 de marzo, será investida con toda probabilidad con este poder.