En el mito de la transición que todo conocemos, la Movida madrileña hace las veces de remate estético de una Transición «modélica». En cambio, se suele olvidar que unos años antes, en Barcelona, existió un movimiento que verdaderamente planteó una ruptura tanto con el progresismo aburrido cuanto con cuarenta años de miserable cultura oficial. La […]
En el mito de la transición que todo conocemos, la Movida madrileña hace las veces de remate estético de una Transición «modélica». En cambio, se suele olvidar que unos años antes, en Barcelona, existió un movimiento que verdaderamente planteó una ruptura tanto con el progresismo aburrido cuanto con cuarenta años de miserable cultura oficial. La contracultura barcelonesa fue el primer intento de construir un underground después de la Guerra Civil. La música de Pau Riba y Sisa, los cómics de Nazario o los macrofestivales de Canet fueron algunas de las expresiones mas visibles de un movimiento que se difundía en pequeñas publicaciones como Star, Ajoblanco o Disco Express.
La España post-autárquica de principios de los años sesenta presentaba unas perspectivas miserables para cualquier joven; el aburrido triunvirato clásico cásate-trabaja-procrea parecía una norma de hierro para aquellos (pocos) que empezaban a preocuparse por alguna cosa más que encontrar algo de comer. En este estado de desencanto de los chavales de clase media, aparecen los planes de desarrollo, el turismo, el consumo a la americana y, con él, la primera oleada de mercancías culturales específicamente destinadas a la juventud.
Pau Malvido, en sus artículos de los setenta para la revista Star, recopilados recientemente en el libro Nosotros los malditos (Anagrama, 2004), es quien mejor ha contado la génesis de la contracultura en Barcelona. A principios de los sesenta, «la Universidad empezaba a moverse un poco y en Asturias los mineros hacían las huelgas más importantes desde el 39. Las salas de baile que habían estado controladas por la Falange (al acabar sonaba el himno nacional) empezaban a convertirse en dancings primero y en boîtes y discotheques después. Es en ese momento de cierta presión modernizadora cuando la gente ye-yé puede reunirse en masa por primera vez». En Barcelona, esta vuelta a la vida, mitad política mitad pop, se vio favorecida por ciertas características de la ciudad: «Barcelona por tener puerto de mar, colonias gitanas, barrio chino y legionarios en el norte de África, tiene una larga historia de grifa, de ‘caramelitos’ de ‘gloria’ a cinco duros».
Los escasos garitos en los que se fumaba grifa sirvieron de lugar de encuentro de jóvenes de diferentes sectores sociales -porreros, gente procedentes de las bandas de barrio, rockeros, izquierdistas, estudiantes o «chavas» (hijos de andaluces inmigrados)- que por fin encontraban algo en común de lo que poder hablar. El primer hippismo empezaba a asomar la cabeza.
Este primer acercamiento de los universitarios izquierdistas a los ambientes marginales facilitó que la nueva cultura de la protesta estudiantil americana (con su reivindicación de lo popular y lo espontáneo) ganara peso frente a una concepción más deliberadamente «intelectual» (cine clubs y sesudos cantautores franceses) de la cultura de izquierdas. En palabras de Malvido, «los jipis y compañía habían recibido la moda yanqui e inglesa como su derecho a ser diferentes».
En opinión de Lluis Fernández, otra de las personas que colaboraron activamente en la prensa contracultural de la época, lo que se produjo durante esos años fue un «cambio de intereses de una generación políticamente antifranquista a otra en donde los valores subculturales y cierta adscripción anarquista, facción ‘pasota’, reivindicaba las drogas, la libertad sexual y los movimientos de liberación gay como emblemas generacionales opuestos al conservadurismo de derechas y de izquierdas».
Los años del desmadre
En España la sociedad de consumo llegaba poco a poco y los palos llegaban muy deprisa y en grandes cantidades: «En el primer concierto hippie de Barcelona -cuenta Malvido- la policía apalizó al público: era un enemigo difícilmente etiquetable, pero enemigo a fin de cuentas, de las normas sociales establecidas».
Cuantos más estudiantes se apuntaban al hippismo más aumentaban los palos, entre otras cosas porque, a partir de 1971, como explica Malvido, «la familia Manson fue tomada como pretexto para desencadenar una campaña antihippie en todo el mundo. En el diario ABC de Madrid se denunciaba la presencia de indeseables drogadictos, violadores de menores nudistas en las playas baleáricas». Tampoco ayudó a contener esta ola represiva la falta de discreción de los chavales: «Si la primera promoción jipi había heredado los usos y costumbres de la clandestinidad y la prudencia de su anterior militancia política […], la segunda se lanzó de buenas a primeras al jipismo: el típico jipi descarado de la Plaza del Rey, sentado fumándose porros, pasándolos a desconocidos compañeros, o las concentraciones de ‘tripantes’ en masa de las Ramblas en medio de la mayor confusión propia y extraña».
Se acabó la diversión, llegó el consenso y mandó parar
La euforia se desató tras la muerte del Caudillo en 1975. El posterior vacío de poder hizo que se incrementara la sensación de que se estaba al borde de una ruptura brutal, y desde las filas de la contracultura se produjo un progresivo acercamiento hacia de las posiciones políticas de la CNT (o, si se prefiere, un alejamiento del pactismo de los partidos políticos de izquierda). Como ha contado a LDNM el escritor David Castillo, autor de dos novelas, El cielo del infierno y Sin mirar atrás, cuyos protagonistas vivieron de cerca esos años, «resultaba curiosa la simbiosis entre gentes de la contracultura con los libertarios, desde las experiencias en la cárcel hasta en las grandes fiestas del momento como las Jornadas Libertarias de 1977, organizadas conjuntamente por la CNT y la revista Ajoblanco«. Estas masivas jornadas fueron, junto a las manifestaciones del 1 y el 8 de febrero de 1976 por las calles de Barcelona, algunos de los momentos álgidos del periodo. Pero entonces los grandes partidos de la izquierda pactaron los límites de la democracia con los herederos del franquismo. Algunos vieron venir lo que se avecinaba:
«Quizás se acuerden del loco verano pasado, de las increíbles Jornadas Libertarias, del espectáculo ramblero de cada noche, y hayan decidido que no se vuelva a repetir. En estos momentos la espontaneidad asusta, asusta porque en un proceso como el que está viviendo este país es muy fácil dar un paso más allá de lo que los mandarines otorgan, y esto es lo que no van a dejar que suceda, porque si lo permitieran, todo el tinglado que se están montando se les vendría abajo. Eso es lo que ahora llaman ‘consenso'». (Disco Expres, agosto de 1978)
El liquidacionismo de la izquierda institucional tuvo su recompensa: los izquierdistas moderados ya podían formar parte de derecho del nuevo orden. Entre los que no se subieron al carro existe la creencia generalizada de que este panorama de ascenso social fue más efectivo para desmantelar el tejido social y artístico de la contracultura que veinte años de represión. En opinión de Lluís Fernández, «los intereses políticos, culturales y artísticos dejaron de ser comunes. Ni los nacionalistas, ni la izquierda, ni siquiera los representantes de la modernidad, estaban dispuestos a dejar que las cosas siguieran aquel accidentado curso. Al mismo tiempo, lo que en apariencia era un grupo unido por intereses comunes se destapó como una serie de individuos adscritos a grupos políticos con deseos totalmente homologables con los que ocuparon el poder». Según el cantante de rock Oriol Tranvía, «los partidarios de la reforma o transición fueron copando los sitios de salida y los demás nos quedamos sin dorsal. Lo primero que se agotó fue la utopía, luego llegó la renuncia y ya estamos en el olvido. ¡Dios, qué salto! Del sexo, drogas y rock and roll al máster en Estados Unidos…».
Como nos recuerda David Castillo, al que «espontáneamente» no salía corriendo se le daba un empujoncito con las (entonces) nuevas tácticas democráticas para enviar la idea de revolución a las catacumbas: «El Estado no estaba dispuesto a asumir cosas que no controlaba. Se acojonaron con lo que pasó durante 1976 y especialmente en 1977. A principios de 1978 prepararon diferentes montajes policiales, entre ellos el Caso Scala -incendio en una sala de espectáculos con cuatro muertos- y masacraron los sindicatos de la CNT con una vergonzosa campaña de prensa en la que intervinieron los principales medios de comunicación del momento. La entrada masiva de la heroína hizo el resto».
«Pequeñoburgueses pasotas y drogadictos seríamos para la izquierda (comunistas o socialistas); basura, anarquistas rayando en terroristas, para la derecha».
– Nazario
«La política ya estaba llena de alpinistas expertos en la clandestinidad. No hay que olvidar que el PP reunió en un solo gobierno hasta cuatro ministros que había militado en organizaciones comunistas durante la clandestinidad. Eso lo explica todo».
– David Castillo
«Luego vendrían unos años en los que esa época se pretenderá ignorar, ocultar, soslayar, saltar por encima, minimizar o lo que sería peor, maquillar o tergiversar recordándola simplemente como unos años de jipismo, psicodelia o pasotismo».
– Nazario
Cómo ser hippie y macarra a la vez
En un capítulo de la serie de televisión Cuéntame como pasó, poderoso formador del imaginario colectivo sobre el tardofranquismo, la hija de los Alcántara huye a Ibiza con su novio hippie. Cuando sus padres viajan a la isla en busca de la hija descarriada descubren con horror que ésta se dedica a… vender sandalias y artesanía en la calle. Esta apoteosis del tópico, como explica Pau Malvido, es todo un clásico autóctono: «El Festival de Granollers de 1971 fue el primer gran festival al aire libre. Recuerdo que la gente de las afueras de Granollers, ya casi en pleno campo, miraba sorprendida la larga e interminable fila de extraños personajes que desfilaban hacia el rudimentario campo de deportes que había sido escogido como lugar. Los naturales del lugar comentaban: «Aquests no deuen ser hippies de veritat, caminen massa de pressa’ (‘Estos no deben de ser hippies de verdad, andan demasiado rápido’). Todavía la imagen popular del hippie era la del vagabundo pacifista de amor y flores». Sin embargo, en opinión de Malvido, «ese hippismo de amor y flores era difícil en este país, donde no había ni plata sobrante, ni tolerancia, ni una agricultura apta para recibir a nuevos granjeros […]. Y está además toda la mala leche acumulada, los orígenes izquierdistas y barriobajeros del asunto».
Con estas características era inevitable que se produjeran ciertos contrastes cuando los primeros hippies catalanes «emigraron» a la isla de Formentera y se encontraron «rodeados» de hippies «yanquis y holandeses mucho más ricos que ellos». Así, «casi ningún barcelonés alcanzó la beatitud bobalicona de algunos de los hippies extranjeros. Llevábamos detrás demasiada carga como para eso. Los placeres, la sencillez, los ropajes amplios y cómodos, la fraternidad, la no-obligación de hacer cosas ‘importantes’ o de provecho, el ocio y el arte, todo eso lo intentamos y en buena parte lo conseguimos, pero acompañándolo siempre de cierta dosis de enfrentamiento con todo lo que nos rodeaba. Es muy diferente un estudiante yanqui con pasta que se va a un campo fértil y organizado y disfruta de una beca o un seguro de desempleo, de un catalán pobretón, en un país fascista, que se va a un campo depauperado y seco, donde para plantar una lechuga hay que extraer diez kilos de pedruscos y traer agua desde una cisterna semivacía a trescientos metros».
Las comunas: al fondo hay sitio
En su hostigamiento de las costumbres burguesas, los hippies se ensañaron especialmente con la familia. La alternativa fue la vida en comunidad, un experimento cultural que, a tenor de lo que cuentan los que lo vivieron, resolvió algunos problemas, creó otros, y dio pie a todo tipo de situaciones dantescas.
Javier Mariscal: «Eddy ‘El Lento’ era de Alicante, no soportaba ningún tipo de orden en la casa y cada vez que Sefer y yo cogíamos una escoba y un mocho nos trataba de reaccionarios y pequeñoburgueses. ‘El Perro’ estaba instalado en la sala, al lado del tocadiscos, desde hacía un mes. Acababa de llegar de Ámsterdam. Había ido en plan jovencito moderno valenciano y volvía convertido en un hippie alucinado con la onda religiosa del amor. Tocaba los bongos las venticuatro horas y cada vez que te cruzabas con él, te caía uno o dos besos y un abrazo. Paz hermano. Paz y amor hermano. Sonaba más veces el timbre y Sefer se mosqueaba porque el último, un colgao de Murcia entraba en plan ‘Hola, soy amigo de Sefer y vengo unos días a quedarme’. ‘Oye tío, que yo soy Sefer y no te conozco de nada’. ‘Enróllate nano. ¿Qué pasa, tío? Buena onda'».
Pau Malvido: «Algunos catalanes llegaron a Formentera en 1968, en pleno apogeo yanqui-nórdico sonriente. Se empezó a formar una extraña red de relaciones. Los payeses alquilaban casas, la Guardia Civil exigía la inscripción en un registro especial de los habitantes de cada casa alquilada y presionaba a los payeses a no admitir más de un número determinado de hippies en cada una. Los payeses no podían evitar que las casas se llenasen más de lo permitido y entonces dudaban entre denunciarlo a la Guardia Civil o intentar cobrar más para compensarse del riesgo que corrían si la Guardia Civil registraba una casa y hallaba más elementos de los inscritos […]. Los catalanes eran más perseguidos, se pedían fichas a Barcelona, eran más hábiles a la hora de discutir los precios, alquileres y leyes. En fin, eran más incómodos. Todo el asunto se basaba, en teoría, en una Ley de Salubridad e Higiene pública que prohibía el amontonamiento de gente en las casas. Nosotros pensábamos con cierta amarga ironía en las masas de realquilados apretujados en el barrio viejo de Barcelona, en los bloques de tres familias por piso de los barrios obreros».
Nazario: «Por allí pasaron todas las movidas valencianas, madrileñas o sevillanas aparte de los diversos grupos catalanes. Colgados que iban y venían de Ámsterdam, Formentera o la India. Para los festivales era imposible andar por un suelo tapizado de sacos de dormir.
Al loco canario Manolito le da un ataque y se hincha a pintar las paredes, tira sus ropas por la escalera y se larga desnudo. Hay que avisar a sus padres, que vinieron corriendo y lo internaron.
El problema mayor de este tipo de nidos era el del apalanque. Te venían pidiendo quedarse en cualquier rincón un par de días con las historias más variadas e increíbles y al cabo de meses nadie sabía cómo echarlos».
La insoportable levedad de la progresía
Texto: César Estabiel
No sé muy bien si el lastre más pesado que tuvo que cargar la escena musical española de finales de los sesenta fue la falta de referencias -propiciada por el enclaustramiento del régimen fascista- o el compromiso de la protesta. Me explico: si la cultura tiene su razón de ser en las imprevisibles explosiones de la imaginación resulta paradójico que la música «respetable» en España entre 1968 y 1975 estuviera en manos de artistas con pinta de herramientas políticas. Cualquiera que se saliera de las reglas de los cantautores podía ser tachado de insensible, cuando no de reaccionario por los progres, esa izquierda estereotipada de pantalón de pana, barba cerrada, gusto por los lugares comunes y falta de ideas propias.
La contracultura, por tanto, nació tocada de muerte. A la segura indiferencia de los medios se le unía el virulento rechazo de los artistas que hacían suya la cultura oficial. No obstante, la experiencia contracultural fue muy intensa en Barcelona. El festival de Canet Rock -celebrado en esa población costera en 1975 y recogido en un documental por Francesc Bellmunt- se hubiera quedado simplemente en una macro-concentración hippie, como un masivo fumadero de hachís, si sus programadores no se hubieran atrevido a convocar, entre otros, a dos personajes de una heterodoxia insultante: Pau Riba y Jaume Sisa. El primero había articulado en 1970 un nuevo lenguaje en la música popular. Dioptría no era rock, ni pop, ni sinfónico, ni folk. Simplemente, era Pau Riba. Algo tan simple que parecía extraordinario en años dominados por las imposiciones de la canción protesta. Sisa venía de Música Dispersa, un colectivo hippie que en 1970 había sacado con bastante morro un disco homónimo de folk lisérgico.
Las drogas marcaron aquella época. Tanto que Riba se largó a Mallorca a atiborrarse de setas y aún no se ha podido demostrar su vuelta al mundo real. Ya en los ochenta, Sisa perdió su identidad y pasó a llamarse Ricardo Solfa.
Como buena manifestación contracultural no levantaron escuela. Propinaron una gran hostia al buen gusto oficial y ellos se metieron una aún mayor. Desde entonces, el único underground nacional que conozco son las alcantarillas.