Entre mis propósitos de Año Nuevo he tomado la determinación de no separar los residuos domésticos que acaban en el cubo de la basura. Es una decisión muy difícil de tomar, dados los muchos años que vengo efectuando esta tarea en aras de una conciencia medioambiental. Cuando, los ciudadanos clasificamos en nuestros hogares los residuos […]
Entre mis propósitos de Año Nuevo he tomado la determinación de no separar los residuos domésticos que acaban en el cubo de la basura. Es una decisión muy difícil de tomar, dados los muchos años que vengo efectuando esta tarea en aras de una conciencia medioambiental. Cuando, los ciudadanos clasificamos en nuestros hogares los residuos urbanos efectuamos un trabajo gratuito cuyos beneficiarios directos son los fabricantes de envases, que encuentran de esa manera materias primas a coste cero. El medioambiente se beneficia algo, pero no tanto como si la mayoría de esos envases absolutamente superfluos no entrasen en nuestros hogares. Pero, si además de trabajar gratis para el fabricante ahora hemos de pagar una tasa de basuras abusiva impuesta por el alcalde Ruiz Gallardón, perseverar en esta tarea sería del género tonto. A partir de ahora, al menos en Madrid, las basuras que las separe ese alcalde manirroto que se gastará, a costa del contribuyente, 9.449 euros cada minuto de cada día de 2010.
El acto de comer obedece a un impulso de la naturaleza humana destinado a satisfacer una elemental necesidad vital. Deshacerse de los cuantiosos residuos que genera el proceso alimentario es un acto social, sujeto a consideraciones de conveniencia y utilidad, y también a normas dictadas por la autoridad política. Cuando esa norma es abusiva, desobedecerla es un imperativo de la conciencia civil.
Al ciudadano responsable e informado, la cuestión de participar en la selección de basuras le plantea un evidente conflicto. Por un lado, es consciente del grave impacto de los residuos urbanos sobre el medio ambiente. Por otro, no se le oculta que no somos los consumidores quienes producimos esa ingente cantidad de residuos urbanos, sino que son los fabricantes de bienes de consumo inmediato los que los producen. Sobre todo, esa industria alimentaria suministradora de alimentos envueltos en una serie de envases absolutamente prescindibles. En tercer lugar, separar las basuras supone efectuar un trabajo no remunerado, exactamente igual que cuando nos servimos el combustible en una gasolinera de autoservicio o utilizamos un cajero automático. Pese a ello, en el caso de las basuras aceptamos esta carga con santa resignación pensando que así contribuimos a disminuir la contaminación medioambiental.
Pero la cuestión no es tanto la de separar o no separar los residuos (sin minimizar su importancia) como la de no producirlos. El antropólogo estadounidense Marvin Harris se ha encargado de señalar que, «mucha de la energía que gastan las clases subordinadas en las sociedades estratificadas la gastan bajo condiciones y en beneficio de tareas que son estipuladas o constreñidas por la clase dominante. Que tales tareas se lleven a cabo depende de si su realización refuerza el poder y bienestar de dicha clase». Esto significa que, cuando el aparato de propaganda del Establecimiento induce a la gente a producir y consumir productos que no necesita, agotando inútilmente las reservas mundiales de energía, no lo hace para introducir mayores niveles de bienestar en la sociedad, sino en beneficio de intereses privados. Romper las botellas de vidrio en un contenedor engañosamente pintado de verde en lugar de reutilizarlas no aporta ningún bienestar suplementario al ciudadano, pero es seguro que los fabricantes de botellas disfrutan de grandes lujos en su vida privada gracias a esta incoherente y supuestamente «ecológica» actitud fomentada por las autoridades públicas.
El gran problema que plantea la gestión de la recogida de los residuos industriales y urbanos podría obviarse reduciendo la generación de los mismos en su origen, suprimiendo los envoltorios inútiles y reutilizando los envases. La mayor parte de los alimentos y productos básicos llegan hasta el consumidor envasados en recipientes de metal, vidrio, papel y plástico, cuyo valor -si se consideran los imputs medioambientales y energéticos- suele superar el del producto mismo. La energía empleada para fundir sílice a 1.500 ºC al objeto de obtener el vidrio de un tarro, supera decenas de veces el aporte calórico que proporciona al cuerpo humano la salsa de tomate o el yogur contenido en ese envase. Es cierto que producir envases nuevos a partir de restos de vidrio requiere menos energía ya que el punto de fusión se sitúa en torno a los 600 ºC, pero indudablemente constituye un derroche. Lo mismo puede decirse respecto a las bebidas refrescantes que hasta hace unos años se vendían en botellas retornables. En la actualidad, vienen en botes de aluminio desechables. El proceso de obtención de aluminio, mediante electrolisis de la alúmina, requiere una gran cantidad de energía eléctrica obtenida a menudo en centrales térmicas muy contaminantes.
Pondremos un ejemplo en honor de la concejala de Medio Ambiente del Consistorio madrileño: las botellas. La mayoría de las bebidas podrían ser suministradas a través de máquinas, similares a las que sirven café o refrescos en los lugares de trabajo. El comprador no tendría más que acudir a ellas provisto de su propio envase. El autor de estas líneas tuvo oportunidad de observar cómo la leche era suministrada por este sistema en un mercado de Lubjliana, la capital de Eslovenia
En el caso de Madrid, el impuesto sobre la recogida de basuras que acaba de aplicar el Ayuntamiento es claramente abusivo. En principio, no hay nada malo en que una administración municipal cobre a los vecinos por la recogida de las basuras. De hecho, esa tasa existía en Madrid hasta que fue retirada a cambio del incremento del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) efectuado en 1986, y sobre todo en los años siguientes, que compensó con creces lo que se pagaba por la recogida de basuras hasta entonces.
Y ahora el alcalde Ruiz Gallardón ha rescatado esta tasa por un servicio que los madrileños ya pagábamos sobradamente. Máxime cuando este año los recibos del IBI han sufrido un incremento espectacular pues, desde que gobierna este alcalde, los impuestos municipales han subido un 170 % de media. Además este alcalde, en un sorprendente ejemplo de celo medioambiental, ha eliminado la tasa con que se gravaba a las grandes empresas generadores de basura. Por si fuera poco, los vecinos con recursos medios serán los que más paguen. Porque la tasa es progresiva según el valor catastral de las viviendas pero sólo hasta las valoradas en 150.000 euros. A partir de esa cantidad se acaba la progresividad de forma que paga igual una vivienda de ese valor que otra de un millón de euros.
Queda claro que la única finalidad de esta tasa es recaudar, exprimiendo al vecindario, unos 168,3 millones de euros adicionales cuyo destino no es mejorar un servicio ni la vida de los ciudadanos, sino «tapar» algunos de los agujeros del déficit causado por una política municipal al servicio de las grandes empresas constructoras, las obras megalómanas y la exaltación del inmenso narcisismo de un alcalde que, como Ruiz Gallardón, se gastará 9.449 euros cada minuto de cada día de 2010, de los que 311 euros estarán destinados a pagar la astronómica deuda municipal generada por el equipo de gobierno del Ayuntamiento madrileño. Un equipo formado por esa derecha española cuya bandera ideológica es la de no subir impuestos ni crear déficit en las cuentas públicas.
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Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.