El papa Benedicto XVI acaba de sorprender al mundo cristiano con dos decisiones: permitir el latín en las celebraciones litúrgicas y proclamar a la Iglesia de Roma como la única verdadera Iglesia de Cristo. Todos somos tributarios de nuestras raíces culturales. No se puede valuar un texto fuera de su contexto. Lo cual vale también […]
El papa Benedicto XVI acaba de sorprender al mundo cristiano con dos decisiones: permitir el latín en las celebraciones litúrgicas y proclamar a la Iglesia de Roma como la única verdadera Iglesia de Cristo.
Todos somos tributarios de nuestras raíces culturales. No se puede valuar un texto fuera de su contexto. Lo cual vale también para las personas. Joseph Ratzinger, ahora papa, es un alemán embebido del pesimismo intelectual de Hannah Arendt y Karl Popper, filósofos antiutopistas. Ambos fueron militantes de izquierda, ella en Alemania, él en Austria. Ambos, al renegar de las ideas revolucionarias, cayeron en el error de identificar utopía y totalitarismo. De ese modo se cerraron al futuro, para alegría de quien insiste en otro grave equívoco, el de identificar democracia y capitalismo.
Cuando el ser humano abandona la imaginación creadora el futuro se le presenta como amenaza. Lo nuevo atemoriza. Entonces se refugia en la nostalgia, como si en el pasado residiera el mejor de los mundos. Es el retorno al Edén bíblico, al «paraíso perdido» de Milton, a la seguridad del útero materno diagnosticada por Freud.
Para acentuar el elitismo de una Iglesia rehén de Constantino en el mundo latino la nobleza clerical adoptó como idioma una lengua en decadencia, el griego. Derrumbado el Imperio Romano y disgregada la unidad europea, la Iglesia conservó otro idioma en desuso, el latín. Así los misterios sagrados eran tratados en un lenguaje inaccesible a la plebe. En el siglo 16, en Pernambuco, Branca Dias fue acusada por la Inquisición de un grave delito: poseer la Biblia en portugués. Ni siquiera la constatación de que era analfabeta la salvó del castigo. Lo vernáculo era tenido como profano.
No será el latín el que atraerá a la Iglesia Católica a los pobres, que prefieren pastores capaces de expresarse en su idioma. Jesús no hablaba ni griego ni latín; hablaba arameo y entendía el hebreo. Aprecio el latín en el canto litúrgico, como el gregoriano. Pero ¿cuántos fieles entienden la misa en latín? Sospecho que ésos prefieren la celebración como mera experiencia estética, restos de una Iglesia exiliada en su pasado, de espaldas al futuro.
¿Será la Iglesia de Roma la única verdadera Iglesia de Cristo? ¿Por qué Roma suprimió del Credo la profesión de que nosotros, los católicos, creemos en la «Iglesia católica, apostólica, romana», tal como yo recé en mi infancia? Ahora sólo se reza: «Creo en la Santa Iglesia Católica», lo que implica su carácter universal y apostólico pero no romano.
Esa afirmación de que el reconocimiento del obispo de Roma, el papa, como cabeza de todas las Iglesias es condición para que se unan las comunidades cristianas, dificulta aún más el ecumenismo. El concilio Vaticano 2º insiste en la renovación y conversión de todas las Iglesias, incluso la de Roma, como requisito para el restablecimiento de la unidad perdida, primero con el cisma entre Oriente y Occidente en 1054, después con la Reforma de Lucero, en el siglo 16. El concilio recomienda a la Iglesia de Roma reconocer los elementos de verdad presentes en las demás Iglesias. Prestar atención a lo que une, no a lo que separa.
Esto dice el Catecismo oficial de la Iglesia Católica, firmado por el cardenal Ratzinger en 1998: «Muchos elementos de santificación y de verdad existen fuera de los límites visibles de la Iglesia Católica: la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y otros elementos visibles. El Espíritu de Cristo se sirve de estas Iglesias y comunidades eclesiales como medios de salvación, cuya fuerza viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia Católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a Él, y de por sí impelen a la unidad católica». (819).
Jesús nunca condicionó el mérito de su amor a la adhesión a su palabra. Hizo el bien sin mirar a quién. No exigió que, primero, la mujer fenicia, el siervo del centurión romano o la viuda de Naim creyesen en su predicación para merecer la sanación. Ni le dijo a ninguno de ellos: «mi fe te salvó», sino «tu fe te salvó».
La unidad de los cristianos nunca será alcanzada por la escarpada vía de la autoridad, sino de la caridad, de la tolerancia, de nuestra humildad para reconocer los errores propios y ser capaces de destacar lo que hay de positivo, de evangélico, en las demás Iglesias y denominaciones religiosas.
El primado del amor es el único capaz de asegurar la unidad de fe en la diversidad de culturas. Para todo, y siempre, Cristo es la cabeza de la Iglesia, y nosotros, fieles, diferentes miembros de su cuerpo. (Traducción de J.L. Burguet)
– Frei Betto es escritor, autor de la biografía de Jesús «Entre todos los hombres», entre otros libros.