Taller: «¿Qué hacer para fortalecer el diálogo entre civilizaciones, la defensa de la diversidad cultural y por un mundo de Paz?» La Habana, Cuba. 11 a 15 de junio de 2007
La biblioteca es el lugar o uno de los lugares más apropiados para la lectura, como lo puede ser la rivera de un río, el recodo de un sendero o la sombra de un castaño. Pero a diferencia de estos lugares sosegados donde estamos nosotros con el autor del libro y con la naturaleza, en la biblioteca somos multitud en igualdad de diálogo permanente. Sus estantes están repletos de reflexiones, ideas, pensamientos y creaciones artísticas que nos interpelan y nos reclaman. En la biblioteca el tiempo se detiene y nos invita a leer en un acto tranquilo y lento, en un acto de reflexión y de diálogo, que es justamente lo más adverso al desenfreno del mundo competitivo. Cuando leemos, estamos pensando y dialogando con el autor y con nosotros mismos. No hay diálogo más fructífero que aquel que entablamos con los moradores de las bibliotecas. «Leemos para saber que no estamos solos», escribió un día el autor Charles Lewis. Pocas veces encontramos respuestas a nuestros interrogantes, pero casi siempre hallamos nuevas preguntas. El autor nos interpela y nos hace interpelarnos a nosotros mismos. Leer es un encuentro con nosotros y con el otro.
El modelo capitalista de nuestras sociedades posmodernas no puede permitirse el lujo de un tiempo retenido para la reflexión y la lectura, porque aborrece del ciudadano lector, que es pensante y crítico a la vez. La lectura, y la literatura en particular, que para muchos, para mí también, es lectura en sí, requiere detención, lentitud y reflexión, aunque sólo sea por puro placer (lo que es maravilloso). Por ese placer nos da lo mismo si Crusoe se sentía verdaderamente solo en su isla, o si La Maga prefería Buenos Aires o París, si Aureliano Buendía amaba o no la lluvia tierna de Macondo, o si Alonso Quijano estaba realmente loco o si los locos sin remedio somos sus lectores. Fantástica locura en cualquier caso. No es preciso buscar la Ciudad Esmeralda de Dorothy en El Mago de Oz, la Isla de Nunca Jamás de Wendy en Peter Pan, el Jardín Secreto de Mary Lennox, Albanta de L.E. Aute o la Ítaca de Kavafis o de Lluis Llach. Paraísos que no habremos de encontrar: nos hallarán a nosotros si somos capaces de abrirnos a lo maravilloso. «Lo maravilloso, nos recuerda el novelista Gustavo Martín Garzo, al contrario de lo que suele decirse, no nos aparta del mundo sino que hace de ese mundo el reino de la posibilidad».
«Las bibliotecas sirven para conferir al mundo una apariencia de sentido y de orden», dice Alberto Manguel. Bibliotecas abiertas y dinámicas donde pueda darse el feliz encuentro del hablante, del lector y la palabra, sin importar el soporte que la contenga, sean revistas, sean dvds, cdroms, ficheros, conexiones telemáticas, libros… Bibliotecas capaces de proporcionar los diferentes tipos de lectura, hasta llegar a la lectura plena, que es la lectura comprensiva y reflexiva, la que va mucho más allá del acceso y la consulta a la información cruda y fría de Internet y de sus recursos inabordables. Las bibliotecas proporcionan la lectura que requiere un esfuerzo de pensar, un ejercicio de seleccionar, de dirimir y de clasificar. Que requiere transformar el tiempo real en tiempo lector, en tiempo de silencio. Lectura que muy poco tiene que ver con la cultura del zapeo y del clic a la que nos tienen mal acostumbrados las sociedades de mercado, la cultura del presente continuo, del ritmo frenético de la velocidad de la luz, de la recompensa gratuita, la cultura del nulo esfuerzo, de la feroz competitividad por llegar primeros a ninguna parte, la cultura de la infelicidad y de la incomunicación en un mundo aisladamente interconectado. La biblioteca nos proporciona la lectura que provoca placer, lectura de sentimientos, de sensaciones y de imaginación, de sueños de libertad. Y nada de esto es propio del esquema del mercado, nada que ver con el culto al Becerro de Oro.
«La belleza y la cultura hacen al sujeto más sensible, más intolerante hacia la vulgaridad», sostiene el filósofo Jünger.
Leyendo aprendemos que el presente no es lo único que existe entre nosotros, que las cosas están hechas también de historia, de pasado, de memoria. Aprendemos que otros hombres que nos precedieron y que ya no están aquí ahora, tuvieron también inquietudes muy similares, acaso las mismas muchas de ellas, cometieron parecidos o los mismos errores, tuvieron tantas dudas como nosotros, amaron y sintieron y sufrieron igual. Y que todo ello ha ido dejando su huella indeleble en el lenguaje. Pues no es otra sino la palabra nuestra verdadera historia. Nuestra verdadera evolución, no la tecnológica.
«La lectura no es sólo importante porque divierta o porque transmita información o porque nos permite conocer la literatura del Siglo de Oro, sino por algo más radical: porque la inteligencia humana es una inteligencia lingüística. Sólo gracias al lenguaje podemos desarrollarla, comprender el mundo, inventar grandes cosas, convivir, aclarar nuestros sentimientos, resolver nuestros problemas, hacer planes. Una inteligencia llena de imágenes y vacía de palabras es una inteligencia mínima. Tosca, casi inútil», apunta José Antonio Marina.
La lectura nos ayuda a conocer quiénes somos. También a sobrevivir. Leer nos hace más humanos, nos permite desembocar siempre en el otro, y pensar y ver con más claridad a nuestro alrededor -«Leemos con los ojos abiertos», dijo una vez alguna voz anónima-, y darnos cuenta de lo que no es justo y de lo que no está bien hecho, preguntarnos sus razones y tomar conciencia de que el mundo se puede y se debe transformar en otro mundo mejor. Con nosotros mismos y con el otro, gracias también a la lectura. Allí, a la vuelta de cada página, diría Walt Whitman, se esconde siempre el hombre.
Porque lo esencial que proporciona la lectura es la tarea de pensar, de aprender a pensar. «Leer, sostiene Fernando Savater, es siempre una actividad en sí misma intelectual, un esbozo de pensamiento, algo más activamente mental que ver imágenes: después de la palabra oral, la voz escrita es el más potente tónico que se ha inventado para el crecimiento intelectual».
Al poder nunca le ha gustado que sus súbditos piensen. Por eso, en este tiempo acaso más que en ningún otro desde la imprenta, la lectura deviene, como apunta Manguel, en acto de rebeldía, porque la lectura invita e incita al pensamiento, éste a cuestionarse el mundo, y en seguida, a la acción cuando tomamos conciencia de que el mundo se puede cambiar. De que el mundo se debe cambiar como un imperativo moral.
Esa toma de conciencia de ese imperativo moral nos deja ver con nitidez cómo el capital devora el mundo natural, cómo ha depredado más de la mitad del planeta con sus guerras y con su voracidad de riqueza y de rapiña. En pocos años, si los hombres y mujeres sensibles y concienciados no lo remediamos, no vamos a tener un lugar limpio y sano y en paz donde vivir.
Toma de conciencia que también nos deja ver cómo su voracidad va minando subrepticiamente el mundo intelectual. El neoliberalismo ha dado otra vuelta de tuerca en su espurio afán depredador: multa a los países de la Unión Europea que aún no han acatado la directiva que impone una tasa por prestar libros en bibliotecas públicas. Ley ruin de pura rapiña que obliga a pagar por leer.
¿Para cuándo pagar por soñar? ¿Cuándo la imaginación va a cotizar en Bolsa?, nos preguntamos. La barbarie avanza, ahora se mete al interior de la biblioteca -«introducir el préstamo de pago, dice la escritora Belén Gopegui, es abrir las puertas a los lobos»-, uno de los pocos lugares donde no hay mercancía, donde todo se da gratis porque gratis ha de ser el acto de pensar plasmado en el lenguaje, gratis el acto de entregarlo a los otros y gratis aprehenderlo y disfrutarlo. Porque el acto de prestar un libro es, sobre todo, un acto de generosidad, y también de derecho y de justicia, y no fruto de una transacción comercial. Pero esto no entra en la lógica carroñera del capitalismo.
Como no entra la filosofía consustancial a la idea de lo público. La biblioteca es uno de los servicios públicos por excelencia donde lo que se ofrece es la satisfacción de un derecho fundamental, un derecho humano, pero también, de una necesidad y un deseo, el deseo incontenible y placentero de admirar y deleitarse con la obra de otros, la necesidad de aprehender el saber y la experiencia de otros. A cambio de nada y costeado con dinero de todos. Este y todos los servicios públicos están en vías de extinción por la fuerza del mercado y de sus instrumentos de acción: la OMC, el FMI, el BM, el AGCS y demás aparatos de usurpación de lo público en manos privadas. Salvo lo que sirve a los intereses del poder. Así, países como España, seguirán sufragando su vieja y obsoleta institución monárquica por todos sus ciudadanos, que ninguno en ninguna parte votó, y en todo el mundo, el negocio de las armas y la existencia de los ejércitos lo serán gracias al aporte público.
Ahora quieren quitarnos lo que también es de todos y además inagotable, cuya invisibilidad e intangibilidad no debe ocultarnos su trascendencia: las ideas y el saber, el pensamiento, el arte o la cultura. Pretenden vendernos nuestro patrimonio común, los saberes actuales y los tradicionales que han ido conformando nuestra condición humana. Desde la Idea platónica o la Poética de Aristóteles, el Teorema de Arquímedes, pasando por la Ley de la Gravitación Universal o la Teoría de la Relatividad, El Paraíso Perdido de Milton, La Consagración de la Primavera de Carpentier o de Stravinsky, La Maja Desnuda de Goya, Rayuela o la poesía de Nicolás Guillén o de García Lorca, todo cuanto el hombre ha imaginado y plasmado nos está siendo usurpado con vileza.
Se han inventado el eufemismo sociedad de la información para ocultar lo que en verdad es, mercadeo del conocimiento, y capitalismo cognitivo o informacional la ideología subrogada que lo sustenta. Leyes de propiedad intelectual y de derechos de autor son barreras levantadas para acotar y limitar la infinitud de las ideas del hombre, de su creación, ese recurso abundantísimo e intangible que sólo existe porque existe el pensamiento, la memoria, la imaginación, porque existen la fantasía o los sueños, las pasiones o sentimientos como el amor, la melancolía o la tristeza. Su comercialización y su privatización son formas espurias de restringir el acceso democrático, libre y universal a lo que es patrimonio común de la humanidad. «Las leyes del capitalismo, advertía el Che Guevara, invisibles para el común de las gentes, actúan sobre el individuo sin que éste se percate».
«Hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro«, se lamentaban los personajes de Saramago en el Ensayo sobre la Ceguera cuando tomaron conciencia de su ciega enajenación.
Cuando el capitalismo ve amenazada su existencia recurre a su cara más feroz, la guerra, y su primer cometido, junto con aniquilar la vida de los hombres, es fulminar sus ideas, expresadas éstas de cualquier modo, en cualquier medio. Lo hace también cuando fabrica dictaduras para su subsistencia. Personas, libros, obras de arte, bibliotecas, museos, escuelas, universidades son las principales víctimas de las guerras del capital. Destruir libros, destruir bibliotecas y museos es destruir una parte de la humanidad. Es destruirnos. Los enemigos de los derechos humanos y de la libertad siempre han utilizado una de las más destructivas barbaries: la hoguera, sin importar que a ella fueran herejes, mujeres, brujas o libros. Las ruinas de la Biblioteca Nacional de Bagdad, de Sarajevo, la Biblioteca Nacional o la universitaria de Madrid bombardeadas por los fascistas durante la guerra española, son muestras de lo que hemos dejado de ser. Fernando Báez nos puede ilustrar sabiamente al respecto.
Destruir o quemar arte o libros es también una metáfora de algo peor, advierte Caballero Bonald, «representa algo más que un mandamiento atroz: es una nueva metáfora de la esclavitud».
«Que las razones de la fuerza, nos dice Saramago, dejen de prevalecer sobre la fuerza de la razón, que el espíritu positivo de la humanidad que somos se dedique, de una vez, a sanar las innúmeras miserias del mundo».
«No somos tan ingenuos para creer en una paz eterna y universal, nos ilustra también el premio Nobel portugués, pero si los seres humanos hemos sido capaces de crear, a lo largo de la historia, bellezas y maravillas que a todos nos dignifican y engrandecen, entonces es tiempo de meter mano a la más maravillosa y hermosa de todas las tareas: la incesante construcción de la paz. Pero que esa paz sea la paz de la dignidad y del respeto humano, no la paz de una sumisión y de una humillación que demasiadas veces vienen disfrazadas bajo la mascarilla de una falsa amistad protectora».
Ahí estaban los hacedores de aquellas fecundas Misiones Pedagógicas de la malograda II República española. Ahí están quienes acercan hoy día libros a los lugares más remotos del mundo en los biblioburros de Colombia, en las bibliolanchas chilenas o en bibliobuses de tantos países. Todos fueron y son y seguirán siendo embajadores de la convivencia, emisarios del diálogo, constructores empecinados de la paz. Ellos han sido y son el ejemplo convincente de todo cuanto es la biblioteca: encuentro, relación, amistad, diálogo, fantasía, convivencia, abrazo, lenguaje, imaginación, respeto, solidaridad, sueños, igualdad, amor, justicia, paz, libertad…
Porque la biblioteca acoge distintas formas de expresión, a los autores más heterogéneos, las lenguas más dispares, creencias, ideas o saberes. Constituye un espacio natural para el entrelazamiento de oralidad y escritura. Promueve las distintas expresiones de la lengua, sus diversos usos, estimulando el respeto a los mismos y el diálogo en el seno de la comunidad. La biblioteca fomenta el diálogo intercultural, presta apoyo a la tradición oral y fomenta el conocimiento del patrimonio artístico, bibliográfico e histórico.
La valoración de las artes y de los logros de la ciencia, son, entre otras, las misiones bibliotecarias enfatizadas por el Manifiesto de la UNESCO para la Biblioteca Pública, a la que proclama como «fuerza viva para la educación, la cultura y la información… agente esencial para el fomento de la paz y del bienestar espiritual a través del pensamiento de hombres y mujeres». La biblioteca como recinto de recuperación, de conservación y difusión de saberes tradicionales y contemporáneos, y de todos aquellos que por descuido o por desidia, o con aviesa intención, han sido olvidados, abandonados o destruidos.
La biblioteca hace suyo el reconocimiento y la consolidación de la diversidad cultural «en beneficio de generaciones presentes y futuras», promulgada por la UNESCO en la Declaración Universal para la Diversidad Cultural, tan necesaria para los seres humanos como la diversidad biológica para el resto de especies vivas. Mosaico constituido por tal heterogeneidad de elementos originales en su individualidad, reflejo único de valores y rasgos. Tantas culturas como individuos, «Tesoros Humanos Vivos» nominados por la UNESCO que encarnan la vida cultural de un pueblo y la perdurabilidad de su patrimonio.
Encuentro de identidades culturales, éstas revitalizan al individuo y a la comunidad, se retroalimentan en el pasado y ayudan a construir un futuro de dignidad. Identidad que es diálogo con el otro, con las tradiciones de otros, en un intercambio fecundo de ideas y de experiencias. «Conservatorios del sentido» para la antropóloga Michèle Petit, donde puede hallarse una buena parte de la experiencia humana, estéticamente transcrita por escritores, que condensa el pensamiento para relanzárnoslo, a la vez que ensancha y ordena tanto el mundo que nos rodea como los mundos de otras culturas, lenguas e identidades, como también, «las regiones interiores que nos conforman» (Michèle Petit).
Por todo ello, la biblioteca es herramienta de transformación. En un mundo esencialmente injusto a cuya mayoría de habitantes se les niega la satisfacción de sus necesidades más elementales, el alimento, la salud, el agua, la vivienda, la educación, o se le anestesia con el consumo desaforado, con la invención de necesidades artificiales y superfluas, con el marketing y la publicidad (quintaesencia de la mentira) o con la televisión, necesitamos urgentemente herramientas para sacudirnos la venda de los ojos y de la mente que nos impide ver y darnos cuenta de lo imperioso que es cambiar este mundo atroz. Una de esas herramientas es sin duda la biblioteca y las páginas y las ideas que contienen sus estantes y sus memorias y sus múltiples formas de extender y difundir tanta creación y tanto conocimiento en ellas albergado.
Y las palabras. Pues en la biblioteca se enseña y se practica la lengua, se conoce, se traduce, se disfruta, se vive, sea cual sea su medio o su soporte. La palabra en la biblioteca recobra expresión de vida. Por ello también la biblioteca hace disminuir el abismo entre pobres y ricos porque extrae de las páginas o de los discos y los bits las palabras para ofrecérselas al lector sin pago ninguno (hasta ahora), haciendo del aprendizaje continuo y permanente, de la alfabetización informacional, un quehacer ya elemental y necesario. La biblioteca, pues, estimula y energiza la participación ciudadana, construye espacios comunes de visiones compartidas, da cauce a las expresiones propias de cada comunidad. La biblioteca enriquece la experiencia cotidiana de las personas, estimula la comunicación.
A ello ha contribuido, sin duda, la pervivencia de la tradición oral, el caudal de vocablos procedentes de los miles de migrantes que han ido enriqueciendo la lengua con nuevas expresiones, con giros, locuciones nuevas, matices que van haciendo del idioma expresión multicolor de culturas, de saberes, de visiones. La recreación del habla indígena que en no pocos casos se expresa muy bellamente por medio de la escritura. Tal en México donde, actualmente, se escribe en más de catorce lenguas vernáculas junto con el español. En otros países, como Paraguay, se dan dos y más lenguas, que conviven a la par con la lengua del poder. El bilingüismo es vehículo y construcción de pensamiento de muchas gentes. Esta heterogeneidad de la palabra y la multiplicidad de hablantes y escritores configuran un caleidoscopio fascinante y seductor, que colma de palabras los confines de un mundo tan a menudo poseído por el silencio o por el olvido.
Tal vez por eso mismo, apunta la ex directora de la BN de Chile, Clara Budnik, Neruda prefería nombrar, fabular… «Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable, cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo, cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos».
«Neruda describió con lucidez y belleza -señala también Clara Budnik- ese espacio de signos al que pertenecemos y en el que habitan las bibliotecas. Sus versos nos llevan a experimentar, una vez más, aquella embriaguez». Pues, ¿no son aquéllas cruce de lenguas diversas, producto de nuestro mestizaje, mezcla de caminos donde se entrecruzan los hablantes con los lectores, éstos y aquéllos con los autores? ¿Qué son las bibliotecas sino punto de reunión, espacio de común encuentro? La biblioteca es todo lo contrario de un «cementerio semántico», en que se han transformado para Luis Goytisolo las sociedades desarrolladas de Occidente, donde predomina el pensamiento único larvado por un lenguaje simplista mutilado en sus expresiones, que son las expresiones de un no pensamiento. A través de la biblioteca accedemos a ese mundo plural formado por el paisaje de la diversidad de culturas múltiples y heterogéneas donde la lengua se funde, se da a conocer, se transforma, crece, se multiplica. Donde la lengua es expresión de pensamientos vivos y fecundos. «La biblioteca es un resumen, un espejo del universo», en palabras de Alberto Manguel, y su catálogo un espejo de ese resumen, un espejo del espejo.
Por eso precisamente queremos multiplicar nuestras bibliotecas en toda la Península Ibérica, aquí, en Cuba, en todo el Caribe, en toda la América Latina, en los países occidentales, en los del mundo árabe, en el mundo entero, para que nuestras lenguas sean más propias, más comunes, más de todos, lenguas de encuentro, de concordia, lenguas de paz, para que cada día haya más y más lugares y tiempos hechos de libros, hechos de lenguajes, de literatura, de saberes, lugares y tiempos hechos de palabras.
No en vano Borges imaginaba «el paraíso como una especia de biblioteca».
Para finalizar, permítanme que termine mis palabras con unas palabras de José Martí, que seguro uds han leído y escuchado miles de veces, y que quiero hacer también mías y compartirlas con todos ustedes:
«Ser cultos es el único modo de ser libres, y ser buenos es el único modo de ser dichosos» (José Martí).
Muchísimas gracias.