Parece que Colombia ha despertado de su letargo y de ese eterno pasado al que estábamos atados. “Lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no acaba de morir, y en este interregno surgen los monstruos” la frase genial del italiano Antonio Gramsci, retumba con pertinencia en la actual crisis nacional de nuestro país. El gran paro nacional iniciado el 28 de abril es solo el síntoma más prominente de un orden social que se torna insostenible. Lamentablemente estas crisis no implican per sé transiciones progresistas, y siempre encarnan el peligro de salidas aún más autoritarias. Todo dependerá del desarrollo de la lucha social y de las alternativas que construyan los de arriba y los de abajo.
Lo cierto es que esta crisis nacional que encarna como ninguno el gobierno de Iván Duque, es expresiva de que luego de 100 años de soledad, en Macondo si está pasando algo. Los santanderistas se han vanagloriado por dos siglos de tener al pueblo tan controlado que a diferencia del resto de países de Nuestra América no ha habido una revolución de ningún tipo. A esa cuestionable honor lo disfrazan etiquetando al país como la “democracia más antigua de América” o la larga “tradición civilista” colombiana. Pese a las abundantes guerras civiles del siglo XIX no hubo triunfo de los insurrectos salvo la excepcional victoria de Mosquera en 1861. El ascenso de los movimientos sociales que representaban clases emergentes que implicaron nuevos partidos y nuevos gobiernos en todo el continente, se tramitó en Colombia dentro del bipartidismo y de forma bastante controlada. Y cuando Gaitán junto a las inmensas mayorías campesinas y urbanas implicó una posibilidad cierta de untar de pueblo la Casa de Nariño, la salida del régimen fue acudir al magnicidio, fiel tradición santanderista desde los días del atentado septembrino.
El Frente Nacional no fue un régimen democrático sino una dictadura bipartidista amparada en el estado de sitio. La democratización de la Constitución de 1991 quedó frustrada ante la continuidad de dos monstruos del antiguo régimen: la clase política y el poder militar, que ya había perdido su soberanía gracias a la subordinación al Pentágono. El ingreso de sectores narcoparamilitares a la política nacional no implicó sino una profundización del carácter antidemocrático del régimen político y la exacerbación de la represión hacia las protestas y la oposición político. La “democracia más antigua de América” carga con los múltiples genocidios políticos del gaitanismo, la UP, A Luchar, el movimiento sindical, la Marcha Patriótica y los firmantes de los distintos acuerdos de paz, crímenes que harían caer cualquier dictadura.
La historia nacional pareciera una perenne fórmula del gatopardo donde algo cambia para que todo siga igual, y donde ese todo que sigue igual incluye la represión al pueblo y su exclusión del poder. Por fortuna, este paro nacional, reflejo de una crisis del régimen cada vez más insostenible, empieza a mostrar grandes cambios que nos obligan a buscar salidas distintas a las históricamente fracasadas. Un país de 21 millones de pobres –con la cuestionable medición de pobreza monetaria del DANE- , deuda de más de la mitad del PIB y un hueco fiscal de más de 90 billones, solo muestra que el modelo económico que el estado se ha negado a discutir tanto con los movimientos sociales como en los procesos de paz, es un auténtico fiasco y que cualquier salida dentro del neoliberalismo solo implicará prolongar la agonía de sus víctimas.
No hay que buscar espías rusos ni financiación venezolana ni cubana para entender el paro. Es esta crisis social producida en 30 años de neoliberalismo la que está estallando y lo que hace aparecer otra segunda y gran característica de este paro. En las calles y carreteras se manifiestan las mayorías que ninguna expresión política ha logrado representar, ni del establecimiento, ni alternativas. Es un movimiento de nuevos y nacientes liderazgos, y de cambio generacional de una juventud condenada al no futuro, ante la cual tenemos el deber de abrirle paso y voz propia. Nada más ridículo que pretender negociar a puerta cerrada un paro que es de todos y todas, o abrogarse vocerías que nadie ha otorgado. Además, la verdad se ha dicha, pensar que se puede consensuar algo con este gobierno que está asesinando población indefensa no es tener esperanza, sino más bien ingenuidad o mala fe.
El tercer elemento novedoso dentro de este actual movimiento, que en estricto sentido es continuidad del levantamiento de 2019, es que aunque hay reivindicaciones concretas también es un paro político, en contra de un gobierno que carece de legitimidad. Por primera vez en tres décadas una medida de ajuste estructural es reversada, lo que implica una victoria popular, como espero también se concrete el triunfo en los próximos días que representaría el hundimiento de la inadecuada reforma a la salud. Pero difícilmente este nuevo logro de la movilización, así como la renuncia del nefasto gabinete, calmará una ira popular que ha conocido lo que es ganar y quiere continuar. Muchas exigencias por concretas que sean implican grandes cambios legales como por ejemplo la reforma a la justicia penal militar, cambios que son inviables en el actual parlamento.
En mi pasada columna insistí en la renuncia del presidente Iván Duque, porque creo que es parte de la solución, pero solamente su primer paso. Aunque esta reivindicación forma parte de importantes sectores de la movilización, líderes políticos de derecha y de izquierda la desestiman por meros cálculos electorales, sin comprender que la posibilidad que en Colombia lleguemos al nivel de “paros destituyentes” como pasó al inicio del siglo en Bolivia o Ecuador, sería un salto cualitativo para las posibilidades de cambio social.
Un cuarto aspecto que se manifiesta en esta crisis, es la caída de la máscara de proyecto autoritario y fascista existente en el gobierno. Civiles armados disparando, chulavitas del siglo XXI, racismo y clasismo en furor, discurso macartista de la guerra fría recién maquillado, censura a los medios de información y las redes sociales, y el violento despliegue del aparato contrainsurgente del Estado dándole trato de enemigo interno a la población civil. A un anodino congreso virtualizado y unos organismos de control de bolsillo del ejecutivo, se le suma ahora -con las dignas excepciones de 2 magistrados- el cierre de filas de las altas cortes con la masacre y el autogolpe de estado de hecho que se viene consumando desde la elección de Duque. Para qué conmoción interés con un presidente omnímodo de facto? Mientras Duque no renuncie, el genocidio continuará bien sea por la orden directa de disparar, o por la permisividad de la acción del paramilitarismo de vieja y nueva creación.
Metástasis del neoliberalismo, rebeldía generalizada con la juventud a la cabeza, crisis de la representación política desde todos los sectores, reivindicación del cambio político más allá de cualquier pliego y el descaro de un sector del establecimiento por la salida fascista, configuran un novedoso escenario del momento político, que hacen innegociable este paro con el gobierno de Duque. Aunque de forma aún muy tímida se asoman descontentos en la base de la fuerza pública, de extracción claramente popular, y en sectores del nuevo gobierno de EEUU, que de consolidarse podrían agravar la crisis colombiana. Si estos dos factores reales de poder de Colombia no se deciden, quizás Duque termine su periodo y volvamos al eterno retorno del gatopardo. Pero obviamente, la definición de estos sectores, no es un tema de caprichos sino de la potencia del pueblo en las calles.
Más allá de la coyuntura específica del paro, la crisis nacional de la que es expresión, solo tiene una salida en el mediano o largo plazo: nuevo gobierno y nuevo proceso constituyente. Este sentir popular no cabe en la vieja Colombia, y cualquier ruta que no incluya el cambio de gobierno y el cambio constitucional nos retrotrae al pasado generador de la actual crisis.