Ha regresado la idea de que quienes auspiciaron/hicieron la independencia de Cuba eran burgueses, blancos, machistas, paternalistas… No se trata, simplemente, de mencionar un hecho, por lo demás con bastante más determinaciones contextuales de las que algunos suponen, sino de una crítica daltónica al desconocer que, al margen de cualquier limitación que les veamos desde […]
Ha regresado la idea de que quienes auspiciaron/hicieron la independencia de Cuba eran burgueses, blancos, machistas, paternalistas… No se trata, simplemente, de mencionar un hecho, por lo demás con bastante más determinaciones contextuales de las que algunos suponen, sino de una crítica daltónica al desconocer que, al margen de cualquier limitación que les veamos desde hoy, con todo lo que ha llovido desde la segunda mitad del siglo XVIII a la fecha, sus protagonistas y portavoces nos legaron una cultura y una nación forjadas al cabo de dos guerras de independencia (1868, 1895) y de un intento frustrado por lograrla (1879).
En cualquier caso, lo cierto es que al lanzar la pedrada contra una potencia colonial, todos esos personajes, que no operaron en el vacío ni estaban montados en la máquina del tiempo, nos legaron la idea de una Cuba libre.
Este es, a mi modo de ver, el punto fundamental de este asunto. Considerar entonces al nacionalismo cubano -ya desde aquel principio- como una «fuerza opresiva» no constituye sino una expresión de prisa, resultado de la imposición de un marco teórico extemporáneo que termina reproduciendo a su manera el clásico etnocentrismo y funcionando como otro dogma: ni escucha, ni dialoga, ni en última instancia conoce o se abre para conocer.
Con demasiada facilidad quienes así discursan desdibujan las fronteras entre ciencias sociales e ideología, dos dominios con áreas de tangencia, pero de naturaleza distinta. El ahistoricismo no es sino su consecuencia natural, su criatura lógica.
Al chocar con el proceso de construcción y desarrollo de la nación cubana, tan desgarrador como contradictorio, muchos hacen eso que los psicólogos llaman «una proyección», acción que supone aceptar a priori artefactos no avalados por la evidencia. Aparecen entonces incorporados al discurso ciertos planteos. Uno, por ejemplo, consiste en escribir que Carlos Manuel de Céspedes se adelantó por puro oportunismo y voluntad de protagonismo, de donde se salta a un suceso de su vida personal: en este caso, el de haber sostenido relaciones sexuales con Cambula -mestiza y menor de edad- después de quedar viudo (lo mismo que Thomas Jefferson con Sally Hemings [1773-1835], dato que ciertos epígonos ni siquiera manejan muchas veces).
También se ha llegado a sostener que en Cuba se prioriza la figura de Antonio Maceo como militar desconociendo o dejando a un lado su pensamiento. Esto se hace para marcar una idea que no necesita apuntalamientos: que entre los cubanos de hoy todavía pulula el racismo. No importa que en el periódico Granma se haya enfatizado que el General «tenía tanta fuerza en la mente como en el brazo», tras la conocida sentencia de José Martí. «Antonio lo sabía todo sobre la doctrina, antiesclavista y antirracista, de los derechos del hombre», escribió el juristas e historiador Julio César Guanche en esta misma publicación a propósito del Día de la Cultura Cubana.
Desde luego, hay lugar para abundantes declaraciones no sometidas a comprobación previa, pero repetidas y recicladas en ciertos circuitos académicos y periodísticos. Una vez leí que la palabra «pachanga» designaba un movimiento de resistencia racial underground de los tempranos años 60, y no lo que verdaderamente es: una mezcla de son montuno y merengue de la Orquesta Sublime, muy popular en la Cuba de 1959 en los Jardines de La Tropical. Denota fiesta, bulla, alegría, entusiasmo, lo cual dio pie para que Ernesto Che Guevara hablara de un «socialismo con pachanga» y Gabriel García Márquez de «una pachanga fenomenal».
También me enteré de que las subidas al Pico Turquino a principios de la Revolución tenían como propósito «purificar a los jóvenes de su pasado burgués», y no eran símbolo y homenaje a la Generación del Centenario, que no por gusto en 1953 colocó un busto de bronce de José Martí en el punto más alto de la geografía nacional.
Otra vez leí y después escuché en una clase, ya consternado y a punto de saltar, que la «Balada de los dos abuelos», de Nicolás Guillén, era «una apología que oculta todas las mujeres negras violadas por sus amos blancos», no un discurso poético sobre dos componentes centrales de la identidad cubana.
El problema consiste en que cuando uno se coloca frente a estos constructos para cuestionarlos o despedazarlos, sus difusores echan a volar epítetos de esencialismo, una trampilla que acusa a los cubanos de ser los únicos capacitados para entender Cuba y su cultura. Y, por tanto, nos acusan de monopolizar la Verdad, así con mayúsculas. Pero el solo hecho de afirmarlo supone desconocer los innegables aportes de la academia transnacional al conocimiento sobre Cuba. Y, sobre todo, perder de vista un punto central: se trata, en esos casos, de estudios serios, razonados, concienzudos, documentados y persuasivos, no de ideologemas que se quieren imponer como un cartabón a la realidad monda y lironda.
Hay gentes, cualquiera sea su signo, que van a Cuba a comprobar lo que ya saben de antemano, a hacer su propio touchdown a la hora de relacionarse con el Otro. También actores locales que a veces repiten lo que oyen sin pasarlo primero por el filtro de la investigación y el conocimiento. En todos esos casos, tal vez valdría la pena recordar lo que escribió una vez Antonio Machado: «¿Tu verdad? No, la verdad, y ven conmigo a buscarla».
Fuente: http://oncubanews.com/cuba/bitacora-para-leer-a-cuba/