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Bolívar, la guerra y la paz

Fuentes: Rebelión

Hasta donde sabemos, el suscrito por Bolívar y Morillo en 1820, es el primer tratado internacional sobre la regularización de la guerra y el tratamiento a los prisioneros y a la población civil. Presentamos el texto completo de dicho tratado y dos fragmentos del Diario de Bucaramanga de Luis Perú de Lacroix, en los que […]

Hasta donde sabemos, el suscrito por Bolívar y Morillo en 1820, es el primer tratado internacional sobre la regularización de la guerra y el tratamiento a los prisioneros y a la población civil.

Presentamos el texto completo de dicho tratado y dos fragmentos del Diario de Bucaramanga de Luis Perú de Lacroix, en los que hace referencia a lo que pensaba en ese momento el Libertador sobre Colombia y a su entrevista con Morillo y los pormenores de la negociación del tratado.

ABRIL DE 1828

DÍA 24
Noticias llegadas en los correos de Bogotá, del Sur y de Venezuela: -Esclavitud del pueblo colombiano. -Quiénes son los libres en Colombia. -Quiénes son los que quieren la igualdad y por qué. – El Libertador difiere su paseo a Rionegro. -El general Soublette decide no acompañar a S.E. 

Los correos de Bogotá, del Sur y de Venezuela llegaron esta mañana y las cartas particulares, así como las comunicaciones, hablan todas del estado de efervescencia de aquellos países y de la irritación general que se manifiesta contra la convención (de Ocaña) y contra los individuos del partido santanderista que se hallan en las provincias.

Toda la mañana y por la tarde el Libertador estuvo ocupado en leer y contestar la multitud de cartas por él recibidas y en la comida habló de su contenido. Las tales noticias lo condujeron a repetir lo que le he oído decir varias veces y poco más o menos lo que he referido el día 21 del mes anterior, a saber: probar el estado de esclavitud en que se halla aún el bajo pueblo colombiano; probar que está bajo el yugo no sólo de los alcaldes y curas de las parroquias, sino también bajo el de los tres o cuatro magnates que hay en cada una de ellas; que en las ciudades es lo mismo, con la diferencia de que los amos son más numerosos, porque se aumen¬tan con muchos clérigos, frailes y doctores; que la libertad y las garantías son sólo para aquellos hombres y para los ricos y nunca para los pueblos, cuya esclavitud es peor que la de los mismos indios; que esclavos eran bajo la Constitución de Cúcuta y esclavos quedarían bajo cualquier otra constitución, así fuese la más democrática; que en Colombia hay una aristocracia de rango, de empleos y de riqueza equivalente, por su influjo, pretensiones y peso sobre el pueblo, a la aristocracia de títulos y de nacimiento aun la más despótica de Europa; que en esa aristocracia entran también los clérigos, los frailes, los doctores o abogados, los militares y los ricos, pues aunque hablan de libertad y de garantías es para ellos solos que las quieren y no para el pueblo, que, según ellos debe, continuar bajo su opresión; quieren también la igualdad, para elevarse y aparearse con los más caracterizados, pero no para nivelarse ellos con los individuos de las clases inferiores de la sociedad: a éstos los quieren considerar siempre como sus siervos a pesar de todo su liberalismo.

Esto es en resumen todo lo que dijo su exelencia. Después de la comida fuimos a pasear a caballo con el libertador, y por la noche hubo el constante tresillo hasta las once y media. Al retirarse para su cuarto S.E. nos dijo que mañana no iría a Rionegro como lo había pensado, pero que el lunes o el martes, sin falta, se pondría en camino; que mañana era domingo y que nos aguardaba temprano para ir a misa. Salimos con el general Soublette y éste me dijo que el Libertador no pasaría dos días en Rionegro sin cansarse, que a la vuelta podría ser que se determinarse a seguir inmediatamente para Bogotá, y que él no quería quedase nada pendiente en su despacho, por lo cual se quedaría para trabajar y no acompañaría a S.E. en su paseo. 

DÍA 26
Orden reservada del Libertador. – Habla S.E. de algunos acontecimientos del año de 20. – Su entrevista con el general Morillo. – Política del Libertador para ella: sus miras y sus resultados – Habla su excelencia contra los que han criticado el armisticio y su entrevista. – Opinión secreta del Libertador sobre Napoleón y motivos que se la hacen ocultar.

Muy antes del almuerzo, el Libertador me mandó llamar y, llegado a su cuarto, donde lo hallé solo, me dijo: «El general Soublette me avisó ayer que no me acompañaría a Rionegro, adonde iré mañana, porque tiene todavía muchas cosas atrasadas que quiere despachar; usted se quedará también, sin decir que es por mi orden, y para ello alegará cualquier pretexto, que me dará hoy en la comida. Yo entonces le encargaré varias cosas y particularmente recogerme toda la correspondencia particular que llegare para mí y dirigírmela con uno de mis criados: acuérdese de esto». En seguida S.E. dijo algunas cosas sobre el general Soublette, que tengo anotadas con muchas otras dichas anteriormente y en varias circunstancias.

Luego la conversación giró sobre algunos acontecimientos del año 20 y particularmente sobre su entrevista con el general Morillo en el pueblo de Santa Ana el día 27 de noviembre de dicho año: entre las varias cosas que me contó S. E. las más notables son estas: «Qué mal han comprendido y juzgado algunas personas de aquella entrevista -dijo el Libertador-; unos no han visto de parte mía ninguna mira política, ningún medio diplomático, y sólo el abandono y la vanidad de un necio; otros sólo la han atribuido a mi amor propio, al orgullo y a la intención de hacer la paz cualesquiera fuesen el precio y condiciones que impusiera España.

¡Qué tontos o qué malvados son todos ellos! Jamás, al contrario, durante todo el curso de mi vida pública, he desplegado más política, más ardid diplomático que en aquella importante ocasión; y en esto, puedo decirlo sin vanidad, creo que le ganaba también al general Morillo como ya se la había ganado en casi todas mis operaciones militares. Estuve en aquella entrevista con una superioridad, en todo, respecto del general español; estuve, además, armado de pies a cabeza con mi política y mi diplomacia ríen encubiertas con una grande apariencia de franqueza, de buena fe, de confianza y de amistad, pues es bien sabido que nada de eso podía yo tener para con el conde de Cartagena, ni tampoco era posible me inspirase tal calidad de sentimientos en una entrevista de pocas horas: apariencias de todo ello fue lo que hubo, porque es lo de estilo y convención tácita entre los diplomáticos, pero ni Morillo ni yo nos engañamos sobre el fondo de aquellas demostraciones.

El armisticio de seis meses que se celebró entonces no fue para mí sino un argumento con qué hacer ver al mundo que ya Colombia trataba como de potencia a potencia con España; un argumento también para el importante tratado de regularización de la guerra, que se firmó tal, casi, como lo había redactado yo mismo: tratado santo, humano y político que ponía fin a aquella horrible carnicería de matar a los vencidos, de no hacer prisioneros de guerra, barbarie española que los patriotas se habían visto en el caso de adoptar en represalias; barbarie feroz que hacía retroceder la civilización, que hacía del suelo colombiano un campo de caní¬bales y lo empapaba en una sangre inocente que hacía estremecer a toda la humanidad.

Por otra parte, aquel armisticio era provechoso para la república y fatal para los españoles: su ejército no podía aumentar sino disminuir durante la suspensión; el mío, por el contrario, aumentaba y lograba mejor organización: la política del general Morillo nada podía adelantar entonces en Colombia y la mía obraba activa y eficazmente en todos los puntos ocupados todavía por las tropas de este general.

Hay más aún, el armisticio engañó también a Morillo y lo hizo irse para España dejando el mando de su ejército al general La Torre, menos activo, menos capaz y menos militar que el conde de Cartagena; esto era ya una inmensa victoria que me aseguraba la entera y pronta libertad de todo Venezuela y me facilitaba la ejecución de mi grande e importante proyecto de no dejar un solo español armado en toda la América del Sur.

Digan lo que quieran los imbéciles y mis enemigos sobre ese negocio, los resultados están en mi favor. Jamás escena diplomática ha sido mejor desarrollada que la del día y noche del 27 de noviembre del año 20 en el pueblo de Santa Ana: produjo el resultado favorable que había calculado para mí y para Colombia y fue fatal para la España. Contesten, pues, a esto los que han criticado mi negociación y entrevista con el general Morillo; y que no olviden que en los sondeos de paz que se hicieron hubo, sin embargo, de parte de los negociadores colombianos un sine qua non terminante por principal base; es decir, el reconocimiento previo de la república: sine qua non que nos dio dignidad y superioridad en la negociación».

Por la tarde, en la comida, el Libertador dijo que seguramente se iría mañana después del mediodía para Rionegro: entonces le pedí que me permitiese quedarme porque me hallaba algo indispuesto y un fuerte y largo movimiento a caballo me sería dañoso: «Lo siento -contestó S.E.-, pero siendo así usted hace bien en no ir, y para que no se quede aquí ocioso le daré algunas cartas particulares para que las conteste, y además le encargo expresamente recibir todas las que vengan para mí y enviármelas con un asistente a caballo».

Ni paseo ni juego ha habido hoy: el Libertador se quedó solo después de la comida hasta las siete de la noche, que fui a su cuarto y lo hallé leyendo. A mi llegada me dijo: «Venga acá, que le leeré algo de La guerra de los dioses. Empezó, pero se cansó muy pronto y me pidió el Gabinete de Saint-Cloud, que estaba sobre su mesa. Empezó el artículo sobre Napoleón y muy pronto lo dejó para decir: «¡Qué injusticia; qué falsedad! «.

Siguió luego la misma lectura y, de golpe, tirando el libro sobre la mesa desde la hamaca en que se hallaba, dijo: «Usted habrá notado, sin duda, que en mis conversaciones, delante de los de mi casa y otras personas, nunca hago el elogio de Napoleón; que, por el contrario, cuando llego a hablar de él o de sus hechos es más bien para criticarlo que para aprobarlo, y que más de una vez: me ha sucedido llamarlo tirano, déspota, como también el haber censurado varias de sus grandes medidas políticas Y algunas de sus operaciones militares.

Todo esto ha sido y es aún necesario para mí, aunque mi opinión sea diferente; pero tengo que ocultarla y disfrazarla para evitar que se establezca la opinión de que mi política es imitada de la de Napoleón, de que mis miras y proyectos son iguales a los suyos, de que como él quiero hacerme emperador o rey, dominar la América del Sur como él dominó la Europa: todo esto no habrían dejado de decirlo si yo hubiera hecho conocer mi admiración y mi entusiasmo para con ese grande hombre. Más aún habrían hecho mis enemigos: me habrían acusado de querer crear una nobleza y un estado militar igual al de Napoleón en poder, prerrogativas y honores.

No dude usted de que esto hubiera sucedido si yo me hubiera mostrado, como lo soy, grande apreciador del héroe francés, si me hubiesen oído elogiar su política, hablar con entusiasmo de sus victorias, preconizarlo como al primer capitán del mundo, como hombre de Estado, como filósofo y como sabio.

Todas estas son mis opiniones sobre Napoleón, pero gran cuidado he tenido y tengo todavía de ocultarlas. El Diario de Santa Elena, las campañas de Napoleón y todo lo que es suyo, es para mí la más agradable y provechosa lectura: es donde debe estu¬diarse el arte de la guerra, el de la política y el de gobernar». 

Tan singular como inesperada confesión del Libertador me ex¬trañó. En varias ocasiones había yo sacado la conversación acerca de Napoleón, pero nunca había podido fijarme sobre el verdadero juicio que de él tuviera su excelencia: había oído algunas críticas, pero sobre hechos parciales y no sobre el conjunto de todos ellos, sobre toda su vida pública, sobre su genio y capacidades: esta noche el Libertador ha satisfecho mis deseos. 

TRATADO DE REGULARIZACIÓN DE LA GUERRA
Tomado del Archivo O’Leary, tomo XVII, pp. 575 a 578.

Deseando los gobiernos de España y de Colombia manifestar al mundo el horror con que ven la guerra de exterminio que ha devastado hasta ahora estos territorios, convirtiéndolos en un teatro de sangre; y deseando aprovechar el primer momento de calma que se presenta para regularizar la guerra que existe entre ambos gobiernos, conforme a las leyes de las naciones cultas, y a los principios más liberales y filantrópicos, han convenido en nombrar comisionados que estipulen y fijen un tratado de regularización de la guerra; y en efecto, han nombrado, el excelentísimo señor general en jefe del ejército expedicionario de Costa Firme, don Pablo Morillo, conde de Cartagena, de parte del gobierno español, a los señores jefe superior político de Venezuela, el brigadier don Ramón Correa, alcalde primero constitucional de Caracas, don Juan Rodríguez Toro, y don Francisco González Linares; y el excelentísimo señor presidente de la República de Colombia, Simón Bolívar, como jefe de la República; de parte de ella, a los señores general de brigada Antonio José de Sucre, coronel Pedro Briceño Méndez, y teniente coronel José Gabriel Pérez, los cuales autorizados competentemente han convenido y convienen en los siguientes artículos: 

Art. 1° La guerra entre España y Colombia se hará como la hacen los pueblos civilizados, siempre que no se opongan las prácticas de ellos a alguno de los artículos del presente tratado, que debe ser la primera y más inviolable regla de ambos gobiernos.

Art. 2e. Todo militar o dependiente de un ejército tomado en el campo de batalla, aun antes de decidirse ésta, se conservará y guardará como prisionero de guerra, y será tratado y respetado conforme a su grado hasta lograr su canje.

Art. 3°. Serán igualmente prisioneros de guerra y tratados de la misma manera que éstos, los que se tomen en marchas, destaca¬mentos, partidas, plazas, guarniciones y puestos fortificados, aun¬que éstos sean tomados al asalto, y en la marina los que lo sean aun al abordaje. 

Art. 4°. Los militares o dependientes de un ejército que se aprehendan heridos o enfermos en los hospitales, o fuera de ellos, no serán prisioneros de guerra y tendrán libertad para restituirse a las banderas a que pertenezcan, luego que se hayan restablecido. Interesándose tan vivamente la humanidad a favor de estos desgraciados, que se han sacrificado a su patria y a su gobierno, deberán ser tratados con doble consideración y respeto que los prisioneros de guerra, y se les prestará por lo menos la misma asistencia, cuidado y alivio que a los heridos y enfermos del ejército que los tenga en su poder. 

Art. 5°. Los prisioneros de guerra se canjearán clase por clase y grado por grado, o dando por superiores el número de subalternos que es de cos¬tumbre entre las naciones cultas. 

Art. 6º. Se comprenderán también en el canje, y serán tratados como prisioneros de guerra, aquellos militares o paisanos que individualmente o en partidas hagan el servicio de reconocer u observar, o tomar noticias de un ejército para darlas al jefe de otro.

Art. 7°. Originándose esta guerra de la diferencia de opiniones; hallándose con vínculos y relaciones muy estrechas los individuos que han combatido encarnizadamente por las dos causas; y deseando economizar la sangre cuanto sea posible, se establece que los militares o empleados que habiendo antes servido a cualquiera de los dos gobiernos han desertado de sus banderas y se aprehendan bajo las del otro, no ruedan ser castigados con pena capital. Lo mismo se entenderá con respecto a los conspiradores y desafectos de una y otra parte.

Art. 8°. El canje de prisioneros será obligatorio, y se hará a la más posible brevedad. Deberán, pues, conservarse siempre los prisioneros dentro del territorio de Colombia, cualquiera que sea su grado y dignidad, y por ningún motivo ni pretexto se alejarán del país llevándolos a sufrir males mayores que la misma muerte.

Art 9°. Los jefes de los ejércitos exigirán que los prisioneros sean asistidos conforme quiera el gobierno a quien éstos correspondan, haciéndose abonar mutuamente los costos que causaren. Los mismos jefes tendrán derecho de nombrar comisarios, que trasladados a los depósitos de los prisioneros respectivos, examinen su situación, procuren mejorarla y hacer menos penosa su existencia.

Art 10°. Los prisioneros existentes actualmente gozarán de los beneficios de este tratado. 

Art 11°. Los habitantes de los pueblos que alternativamente se ocuparen por las armas de ambos gobiernos serán altamente respetados, y gozarán de una absoluta libertad y seguridad, sean cuales fueren o hayan sido sus opiniones, destinos, servicios y conducta con respecto a las partes beligerantes. 

Art 12°. Los cadáveres de los que gloriosamente terminen su carre¬ra en los campos de batalla, o en cualquier combate, choque o encuentro entre las armas de los dos gobiernos, recibirán los últimos honores de la sepultura, o se quemarán cuando por su número, o por la premura del tiempo, no pueda hacerse lo primero. El ejército o cuerpo vencedor será el obligado a cumplir con este sagrado deber, del cual, sólo por una circunstancia muy grave y singular podrá descargarse, avisándolo inmediatamente a las autoridades del territorio en que se hallan para que lo hagan. Los cadáveres que de una y otra parte se reclamen por el gobierno o por los particulares no podrán negarse, y se concederá la comunicación necesaria para transportarlos. 

Art 13°. Los generales de los ejércitos, los jefes de las divisiones y todas las auto¬ridades estarán obligados a guardar fiel y estrictamente este tratado, y sujetos a las más severas penas por su infracción, constituyéndose ambos gobiernos responsables a su exacto y religioso cumplimiento, bajo la garantía de la buena fe y del honor nacional.

Art 14º. El presente tratado será ratificado y canjeado dentro de 60 horas y empezará a cumplirse desde el momento de ratificación y canje; y en fe de que así lo convenimos y acordamos nosotros los comisionados de España y de Colombia, firmamos dos de un tenor, en la ciudad de Trujillo a las diez de la noche del 26 de noviembre de 1820.

Ramón Correa. -Antonio José de Sucre. -Juan Rodríguez Toro. -Pedro Briceño Méndez. -Francisco González de Linares. -José Gabriel Pérez.

«El presente tratado queda aprobado y ratificado en todas sus partes. -Cuartel general de Carache, 26 de noviembre de 1820. -Pablo Morillo. -Josef Caparros, secretario. -(Lugar del sello).

Se aprueba, confirma y ratifica el presente tratado en todas y cada una de sus partes. Dado, firmado y sellado con el sello provisional del Estado, y refrendado por el ministro de la Guerra, en el cuartel general en la ciudad de Trújalo, a 26 de noviembre de 1820.

Simón Bolívar

Fuente: Revista Número Diciembre de 1998 – Enero – Febrero 1999. Pgs 44, 45, 46, 47 

Citas:
1.- Darío Villamizar, en «Pioneros en la regularización de la guerra», revista Bitácora N°2, cita a Apolinar Díaz Callejas, «La solidaridad internacional y la regularización de la guerra, dos aportes hispanoamericanos a la paz y al humanismo». Boletín de Historia y Antigüedades, órgano de la Academia Colombiana de Historia, N°786, Bogotá, agosto-septiembre de 1994, p-776
2.- Historia del gabinete de Saint’Cloud. Era ésta una obra publicada en inglés, y consistía en una sátira del régimen napoleónico. El regente de la Audiencia de Caracas, Heredia, tuvo el propósito, que no sabemos si llegó a realizar, de traducirla (Monseñor Navarro).

3.- Los textos de Perú de Lacroix son tomados del Diario de Bucaramanga, Bogotá, Ediciones Sol y Luna, 1978.
4.- El texto del tratado de regularización de la guerra es tomado de La campaña de Carabobo, Caracas, Litografía del Comercio, 1921.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.