Turquía no es país para demócratas. Ni para kurdos. Nunca lo ha sido, desde el nacimiento de la república turca. Pero el mundo ha cambiado; han surgido algo que se llaman derechos humanos y ahora esas cosas llaman más la atención. Además, Turquía pretende entrar en la Unión Europea y aunque la Unión no se […]
Turquía no es país para demócratas. Ni para kurdos. Nunca lo ha sido, desde el nacimiento de la república turca. Pero el mundo ha cambiado; han surgido algo que se llaman derechos humanos y ahora esas cosas llaman más la atención. Además, Turquía pretende entrar en la Unión Europea y aunque la Unión no se sea ningún paraíso de valores, por ahora algunos límites quedan.
La andana más reciente contra los derechos ha puesto a Noam Chomsky y la libertad de expresión en el ojo del huracán turco.
Todo empezó con una carta. Una más, en la que mil cuatrocientos académicos e investigadores turcos y extranjeros denunciaban la violencia extrema que el Estado turco utiliza contra sus ciudadanos de origen kurdo. Efectivamente, en los últimos meses Turquía ha vuelto a intensificar la guerra contra los independentistas kurdos. Su aviación y su ejército están bombardeando sin piedad ciudades habitadas por kurdos. Algunas, como Cizre o Silopi, llevan más de un mes sitiadas, intentando rendirlas por hambre y bajo continuo bombardeo de artillería pesada.
La guerra en el sur de Turquía no es nueva. Cizre ha sido siempre una ciudad controlada por los kurdos y hace veinte años estaba ya en permanente estado de guerra; los turcos sólo entraban en carros blindados y los tiroteos eran permanentes. La situación se calmó después y hace tres años incluso se llegó a una tregua que parecía duradera. Ahora, mientras el mundo mira a Siria, Turquía ha aprovechado para iniciar una ofensiva sin piedad contra algunas de sus propias ciudades donde triunfan las ideas independentistas. Ha iniciado así una guerra inhumana y desproporcionada dentro de la misma Turquía, masacrando a parte de su población y deportando ilegalmente a grandes grupos de ciudadanos.
Esto es lo que los académicos denunciaban en el manifiesto «no seremos parte en este crimen«, donde ponían en evidencia la violación flagrante de derechos humanos y las masacres en el sur del país, pidiendo a Erdogan que les pusiera fin. Entre los firmantes estaban a influyentes intelectuales internacionales , como el filósofo esloveno Slavoj Zizek y, sobre todo, el norteamericano Noam Chomsky.
Contra él arremetió el Presidente Erdogan en un discurso público justo después del reciente atentado islamista en Estambul. Una constante en la estrategia de Erdogan es intentar de esconder el exterminio de los kurdos tras la lucha contra el terrorismo. Esta convencido de que así, gracias a la ignorancia occidental, los crímenes de guerra pasarán desapercibidos sin despertar mayor escándalo internacional.
Dijo Erdogan que los supuestos intelectuales como Chomsky no son personas iluminadas sino que viven en la oscuridad: «no sois nada parecido a intelectuales». De los profesores turcos firmantes dijo que eran «quintacolumnistas» de poderes extranjeros que simpatizan con terroristas y ponen en peligro la seguridad del estado.
Y en la Turquía actual cuando el Presidente señala, los fiscales disparan. Al día siguiente la fiscalía turca inició una investigación sobre los académicos que habían firmado de la petición. Estos intelectuales pacifistas se enfrentan ahora a acusaciones que van de «propaganda terrorista» e «incitación al odio y la violencia» hasta «injurias a las instituciones turcas y a la República Turca». En caso de resultar condenados las penas irían hasta los cinco años de prisión.
Evidentemente, un Estado que bombardea, sitia y deporta a sus propios ciudadanos no tiene mayor reparo en despreciar la libertad de expresión. La deriva de Erdogan parece ir, además, en la línea del progresivo y drástico recorte de los derechos fundamentales en Turquía.
Sin embargo en esta ocasión quizás esté minusvalorando la fuerza de la opinión pública. Los gobiernos occidentales tienen muy poco interés en los derechos de los kurdos y les importan poco que los estén masacrando o dejando morir de hambre. Pero cuando intenta meter en la cárcel a la flor y nata de la universidad turca y al mismísimo Noam Chomsky por un delito de opinión la cosa cambia.
Así, el embajador norteamericano ha intervenido en la cuestión para advertir al gobierno turco de que aunque por supuesto no comparte la opinión de los intelectuales disidentes, no deben ser perseguidos por el mero hecho de pedir públicamente que cesen las matanzas: «la preocupación por la violencia no equivale a apoyo directo al terrorismo. La crítica al Gobierno no equivale a traición», dicen los Estados Unidos.
El Presidente Erdogan procede, él mismo, del mundo académico. Y ahora parece haber encontrado una excusa para acallar las voces críticas que vienen de la Universidad. Aunque los profesores firmantes y el propio Chomsky no acaben en una celda turca, el mensaje está lanzado. Ya se sabe que la libertad de expresión sufre más con la amenaza que con la represión constante: la autocensura es el mecanismo de control más perfecto que existe.
Sin embargo, los defensores de la libertad de expresión no deben, a su vez, olvidarse de algo: los derechos humanos no son divisibles, como parece creer el gobierno de los Estados Unidos. Cuando permitimos que se lesionen algunos, abrimos la puerta a que también se ignoren otros. Si disimulamos y callamos mientras el gobierno turco extermina a la luz del día a la población civil no podemos exigirle que respete la libertad de expresión.
Ni siquiera la de Noam Chomsky.