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Viejas lecturas de nuevos maestros

Bramones y mazmorras

Fuentes: Rebelión

Hace algún tiempo apareció en la revista La Caverna de Platón (www.lacavernadeplaton.com) la traducción castellana de un bello texto del gran filósofo Voltaire titulado «Histoire d’un bon bramin» (Candide et autres contes. Librairie Générale Française Tome I. Paris 1983, trad. de Simón Royo Hernández). Se trata de un interesante escrito en el que el filósofo […]

Hace algún tiempo apareció en la revista La Caverna de Platón (www.lacavernadeplaton.com) la traducción castellana de un bello texto del gran filósofo Voltaire titulado «Histoire d’un bon bramin» (Candide et autres contes. Librairie Générale Française Tome I. Paris 1983, trad. de Simón Royo Hernández). Se trata de un interesante escrito en el que el filósofo francés reflexiona acerca de las circunstancias a las que habría de enfrentarse una clase que se comenzaba a gestar, precisamente, en aquel momento, y de la que el propio autor llegaría a ser uno de los modelos más visibles: el intelectual, un personaje cuyas dificultades -al contrario de lo que ocurría (a juicio del escritor) con las de los miserables y los poderosos- no acababan al -respectivamente- asegurarse la supervivencia o alcanzar el poder, la fama o la riqueza, contingencias todas éstas que no venían sino a agravar su situación -como sin duda sucedió en el caso del propio filósofo convertido, ya por entonces, en un autor de fama mundial y que pronto sería recibido en triunfo por todo París-. El trágico destino de los intelectuales parecía ser, en cambio, el de, tras haber visto con dolorosa claridad las brillantes posibilidades de la existencia, regresar de nuevo a las mazmorras y consumir su vida bramando inútilmente contra el duro contraste que presentaban a su luz las sombrías injusticias del mundo, tratando de despertar así a otros a quienes, paradójicamente, sólo podían ofrecer una vida tan desdichada como la suya, ya que la conciencia de las metafísicas dimensiones de nuestros males solo podía servir para hacernos desear no haber venido nunca a este mundo, a menos que fuésemos capaces, al menos, de asumir nuestras contradicciones y aprender a tolerar, de alguna manera aquellas debilidades -humanas, demasiado humanas- gracias a las que accedemos a los pocos placeres que nos hacen siquiera soportable la vida. Sin embargo, a pesar de las advertencias del escritor, el grito de guerra de otros aspirantes como Diderot, cuando llegaban, pluma en mano, a París sería, más tarde el de: «¡O Voltaire o nada!».

Así pues, a pesar de aquella grieta de credibilidad cuya existencia denunciaba ya Voltaire en el molde de esa figura desde sus orígenes, hemos podido ver a muchos representantes suyos que han sido capaces de sobreponerse heroicamente a las insoportables tensiones creadas por sus propias contradicciones: a grandes intelectuales revolucionarios defendiendo la represión, a grandes humanistas abogando por el genocidio o por el terrorismo, a filósofos vitalistas abogando por el suicidio, por la eugenesia o por la eutanasia, a grandes intelectuales pacifistas defendiendo la guerra nuclear preventiva, o a históricos intelectuales de izquierdas predicando el neoliberalismo y las bondades del imperio católico, etc.. Hasta tal punto ha sido así, que casi se ha llegado a identificar al intelectual con aquel que tiene la suficiente honestidad y fuerza de carácter para reconocer sus propias contradicciones y, a pesar de ello en lugar de tratar (hipócritamente) de solucionarlas -en lo que esté en sus manos- ser lo suficientemente valiente como para amargarse (siquiera retóricamente) la vida por ellas.

Al igual que ocurre todavía hoy con otros grandes autores que alcanzan el éxito popular (Vargas Llosa, Santiago Segura, etc.), el gran Voltaire fue plagiado, imitado, criticado y satirizado de todas las formas posibles, algunas más o menos apócrifas, y otras anónimas o publicadas bajo seudónimo. Recientemente, los editores de las obras completas del filósofo en CDROM han tenido la feliz idea de acompañar la publicación de sus obras con una representativa selección de algunos de estos textos, y entre ellos han rescatado también una curiosa versión del mencionado escrito de Voltaire titulada «Histoire d’une vielle femme stupide» (Voltaire, F.-M. A. Oeuvres complètes et la Correspondance de Voltaire, en CDROM ed. De l’Association VOLTAIRE-Cabaret). Presentamos a continuación la traducción castellana de ambos textos cuya contraposición escenifica, en cierta medida, ese doblez que, desde sus comienzos, ha acompañado a esta figura cultural que tan bien representó Voltaire: la del pensador que, a fuerza de aprender a renunciar a la esperanza, acaba por resignarse a sacrificar el propio convencimiento.

Voltaire, «Historia de un buen brahamín» (1761)

Al través [sic.] de mis viajes me encontré con un viejo brahmín, hombre razonable, lleno de ingenio y muy sabio; además, era rico, y, por tanto, aún más razonable: pues, al no faltarle de nada, no tenía necesidad de engañar a nadie. Su familia estaba muy bien gobernada por tres hermosas mujeres que se esmeraban por complacerle; y, cuando no se divertía con sus mujeres, se ocupaba en filosofar.

Cerca de su casa, que era hermosa, adornada y acompañada de encantadores jardines, habitaba una vieja india, beata, imbécil, y bastante pobre.

El brahmín me dijo un día: «Quisiera no haber nacido nunca». Le pregunté por qué. Él me respondió: «Llevo cuarenta años estudiando, y son cuarenta años perdidos; enseño a los otros, y lo ignoro todo: esta situación postra mi alma en tal humillación y tal asco que la vida me resulta insoportable. He nacido, vivo en el tiempo y no sé lo que es el tiempo; me encuentro en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo la menor idea de la eternidad. Estoy compuesto de materia; pienso, pero jamás he podido instruirme acerca de lo que produce el pensamiento; ignoro si mi entendimiento es en mí una simple facultad, como la de andar o la de digerir, y si pienso con mi cabeza del mismo modo que agarro con mis manos. No solamente me es desconocido el principio de mis pensamientos, sino que el principio de mis movimientos me resulta igualmente escondido: no sé por qué existo. Sin embargo, todos los días se me hacen preguntas acerca de todos estos puntos: y hay que responderlas; no tengo nada bueno que decir; hablo mucho, y siempre me quedo confuso y avergonzado de mi mismo después de haber hablado.

Y resulta peor aún cuando me preguntan si Brahma ha sido producido por Visnú o si los dos son eternos. Dios es testigo de que no sé una sola palabra de ello, y bien se nota en mis respuestas. ‘Ah! mi reverendo padre, -me dicen-, explicadnos cómo es que el mal inunda toda la tierra’. Yo estoy tan absorto como los que me formulan esa pregunta: a veces les digo que en el mundo todo es de la mejor manera posible; pero aquellos que se han arruinado o que han quedado mutilados por la guerra no me creen en absoluto, ni yo tampoco; me retiro a mi casa abrumado de mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros antiguos libros, y ellos redoblan mis tinieblas. Hablo con mis compañeros: los unos me responden que hay que disfrutar de la vida, y burlarse de los hombres; los otros creen saber algo, y se pierden en ideas extravagantes; todo ello aumenta el sentimiento doloroso que experimento. Estoy cerca muchas veces de caer en la desesperación, cuando me doy cuenta de que tras todas mis investigaciones no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde iré, ni en lo que me convertiré».

El estado de este buen hombre me produjo una verdadera lástima: nadie era más razonable ni tenía más buena fé [sic.] que él. Comprendí que cuantas más luces tuviese en su cabeza y más sensibilidad en su corazón, más desgraciado sería.

Ese mismo día vi a la vieja mujer que habitaba en su vecindad: le pregunté si alguna vez había estado afligida por no saber cómo estaba hecha su alma. Ella simplemente no comprendió la cuestión: jamás había reflexionado ni un solo instante de su vida acerca de uno solo de los puntos que atormentaban al brahmín; ella creía en las metamorfosis de Visnú de todo corazón, y con tal de que pudiese tener de vez en cuando agua del Ganges para lavarse, se creía la más feliz de las mujeres.

Impresionado por la felicidad de aquella pobre criatura, retorné junto a mi filósofo, y le dije: «¿No os averguenza [sic.] ser desgraciado, al mismo tiempo que a vuestra puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada, y que vive contenta?». «Teneis [sic.] razón, -me respondió-; me he dicho cientos de veces que yo sería feliz si fuese tan estúpido como mi vecina, y sin embargo yo no quisiera una felicidad semejante». Esta respuesta de mi brahmín me produjo una mayor impresión que todo lo demás; me examiné a mí mismo, y ví [sic.] que en efecto yo no hubiese querido ser feliz a condición de ser imbécil.

Propuse la misma cosa a los filósofos, y fueron de mi misma opinión. «Hay por tanto -dije yo-, una escandalosa contradicción en esta manera de pensar: ¿puesto que en definitiva de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué más da tener luces o ser estúpido? Y aún hay mucho más: los que están contentos de cómo son están muy seguros de estar satisfechos; sin embargo los que razonan no están tan seguros de razonar bien. Luego está claro, -decía yo-, que habría que escoger no tener sentido común, a poco que tal sentido común contribuya a nuestro malestar». Todo el mundo estuvo de acuerdo conmigo, y sin embargo no encontré a nadie que quisiera aceptar el trato de convertirse en imbécil para estar contento. De ahí que yo concluyese, que si bien nos importa la felicidad, aún nos importa más la razón.

Pero, después de haber reflexionado, parece que preferir la razón a la felicidad, es ser muy insensato. ¿Cómo puede entonces explicarse tal contradicción?. Como todas las otras. Aquí hay algo de lo que hablar mucho.

Révolter (al. ‘Expéditeur’) «Historia de una estúpida vieja» (1762)

A través de mis viajes siguiendo los pasos de un hombre famoso me encontré con una vieja india, mujer bondadosa, llena de serenidad aunque ignorante. Además era pobre, y por tanto probablemente honrada, pues al no tener nada, difícilmente habría robado nunca a nadie. A duras penas conseguía sacar a su familia adelante ya que sus tres barbudos hijos, que todavía seguían viviendo en su casa, ocupábanse sólo en filosofar. Cuando no estaba tratando de complacer a sus hijos se dedicaba a orar.

Cerca de su casa, que era a penas una choza, llena de hollín y de mugre habitaba un brahmín bastante rico, famoso y muy sabio.

La vieja india me dijo un día: «Quisiera no morir tan pronto». Le pregunté por qué. Ella me respondió: «Aunque llevo cuarenta años trabajando duramente, tengo tres hijos que son bellos como los tres ojos de Shiva y generosos como las barbas de Narasimha el hombre león; y aunque yo lo ignoro todo ellos son sabios y buenos, y siguen viniendo cada día a sentarse en mi mesa, a pesar de lo mucho que les avergüenzo con mi rudeza y mis pobres devociones, sólo para hacerme feliz. He nacido para parir y trabajar y he parido y trabajado para que ellos no tuvieran que hacerlo; me encuentro en un punto entre dos eternidades -como dice el sabio brahamín que habita en la casa de los grandes jardines- y cuando vuelva a nacer volveré a parir y a trabajar para que los hijos de mi vientre puedan vivir tranquilos e instruirse tanto como mis tres hijos o como el sabio brahamín que sabe si Brahma ha sido producido por Visnú o si los dos son eternos, y por qué, aunque a nosotras las personas ignorantes nos parezca a veces que el mal inunda toda la tierra, en verdad en el mundo todo es de la mejor manera posible y así unos trabajan para que otros filosofen y se diviertan y otros filosofan y se divierten para que algunos puedan tener un trabajo. Y aunque sé bien de dónde vengo, y lo que soy, y adónde iré, y en lo que me convertiré, quisiera que tardara un poco más todavía en llegarme la muerte, que ya siento cerca, para poder ver un día más a mis tres hijos sentados a la mesa, para poder oír otra vez hablar al sabio brahamín de las metamorfosis de Visnú, sabiendo que él también habrá de volver, eternamente, a reencarnarse en ese mismo sabio y buen brahamín que es, para volver a disfrutar de su misma felicidad y beatitud para siempre».

El estado de esta buena mujer me produjo una verdadera lástima: nadie era más razonable ni tenía más buena fe que ella. Comprendí que pese a su ignorancia no carecía de luces en su cabeza ni de sensibilidad en su corazón, y que pese a ello era considerada por todos como una criatura estúpida y mezquina.

Ese mismo día vi al sabio brahamín que habitaba en su vecindad y que en ese momento estaba instruyendo a los tres hijos de la vieja india. Le pregunté si se sentía satisfecho y feliz con aquello que hacía. Él simplemente no comprendió la cuestión: jamás se había sentido ni un solo instante de su vida satisfecho consigo mismo o con algo que él hubiera hecho, y menos aún aleccionando a aquellos tres zoquetes a los que sólo contaba viejas historias para llenarse los bolsillos a la espera de que su fama se hiciera tan grande que algún príncipe le hiciera llamar para que fuese su consejero o su poeta de corte. Se creía por el contrario el más desgraciado de los hombres, porque ni con todas sus mujeres, ni con toda su riqueza, ni con toda su sabiduría, había conseguido jamás satisfacer su mayor deseo, un deseo que le compensase un poco de todos sus padecimientos filosóficos: ponerse «la camisa del hombre feliz: una camisa bien planchada».

Impresionado por la desgracia de aquella pobre criatura, retorné junto a mi vieja india, y le dije: «¿No os avergüenza ser tan feliz, al mismo tiempo que a vuestra puerta hay un sabio brahamín brahamando [sic.] por una camisa bien planchada?». «Tenéis razón, -me respondió-; me he dicho cientos de veces que yo soy tan estúpida que sólo sirvo para hacer cuanto pueda para que sean felices aquellos que lo merecen más que yo, y no podría perdonarme nunca disfrutar de estas pocas horas de sueño habiendo un brahamín descamisado en este mundo».

Propuse la misma cosa a los tres hijos filósofos, pero no fueron de su misma opinión. «Ay, qué más quisiéramos nosotros que poder dedicarnos a hacer felices a los demás, como nuestra afortunada madre, pero debemos sacrificarnos para poder instruirnos y enriquecernos y poder llegar algún día -cuando no nos divirtamos con nuestras mujeres- a ocuparnos en filosofar. Esa es nuestra pesada carga y hemos de acarrearla si no queremos ser tan estúpidos como nuestra madre y hacer que ella se apene y se avergüence de nosotros». Todo el mundo estuvo de acuerdo con ellos y el brahamín concluyó que quizás había subestimado a los tres zoquetes pues algo, al menos, habían aprendido de sus enseñanzas.

Pero, después de haber reflexionado, parece que quizás buscar siempre el propio sacrifico tan denodadamente, ya sea siendo ricos, sabios y famosos, o pobres, trabajadores y abnegados, son quizás cosas igualmente insensatas, y tanto más cuando los primeros han de sacrificarse por los segundos y no ya los segundos por los primeros ¿Cómo puede entonces resolverse esta paradoja? Como todas las otras. Aquí hay algo que tiene que cambiar mucho.