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Bueno en las cavernas

Fuentes: Rebelión

Hay una imagen que de Gustavo Bueno se tiene recuerdo general. Y sin embargo es muy chocante hoy por hoy. Se trata de la imagen de sus discursos -otros dicen «lecciones»- a los mineros asturianos, y que según una representación arquetípica, años ha habrían tenido lugar en lo profundo de una galería. No importa que […]

Hay una imagen que de Gustavo Bueno se tiene recuerdo general. Y sin embargo es muy chocante hoy por hoy. Se trata de la imagen de sus discursos -otros dicen «lecciones»- a los mineros asturianos, y que según una representación arquetípica, años ha habrían tenido lugar en lo profundo de una galería. No importa que el escenario verdadero haya sido este. Lo importante es reforzar los símbolos de un filósofo rebelde, plutónico y platónico, por un lado, y de una clase obrera indómita, por otro. Este imaginario está poblado de resonancias míticas. El mito platónico de la caverna puebla los recuerdos de todos aquellos españolitos que, al menos, han cursado una parte del bachillerato. El sabio habiendo contemplado la etérea luz del mundo real, luz límpida y diamantina como debe ser en las cátedras, regresa, amigo de la tierra madre al mundo de las profundidades, con un fin, educar al proletariado. Allí, como viejos topos, horadando las grietas del capitalismo, los mineros asturianos portan en el casco una minúscula luz revolucionaria.

Pero todo tiende a olvidarse en estos aciagos tiempos, incluso los símbolos más pregnantes. En el imaginario colectivo de una España reconvertida en paraíso de sol y playa, esto es, paraíso de camareros sin contrato y cultivos bajo plástico, la clase proletaria ha ido pasando a mejor vida, minimizada, toda vez que ya hoy parecen especies en extinción los mineros, los obreros del astillero o la siderurgia. Ahora que el capitalismo lo confina a sus reservas, el minero, por una suerte de compensación, simboliza al héroe revolucionario sumido en las profundidades anti-filosóficas, en lucha con la realidad mineral, negra, dura y segadora de vidas. El materialismo, que siempre es plutónico y terrenal, debe recoger de ese héroe sus más preciados valores. La luz del casco se volverá más diáfana con las lecciones de filosofía. El espontáneo marxismo-leninismo que vestía todo proletario hasta hace unos veinte años, haciendo juego con el mono azul y el casco, puede lavarse ahora toda su negrura de faz. La dinamita revolucionaria se transformará en afilada arma dialéctica.

Aquel profesor Bueno que volvía con su luz a las cavernas, aquel agitador indomable que ligaba con maestría la pedagogía platónica del descenso a los infiernos proletarios con el materialismo, igualmente dialéctico, de Marx, es igualmente un mito. No se niega aquí la verdad histórica o circunstancial de unos hechos. Lo que importa subrayar es que, como el simbolismo de la caverna de Platón, éste también ha pasado a formar parte de un repertorio general de imágenes disponibles, a gusto de su usuario. Aquella Asturias minera y dinamitera ha pasado, ya no es, igual que aconteció con mucha de la tipología estudiantil y lectora que localmente rodeaba a la filosofía hecha en Asturias. Aquellas lecciones en la mina así como en general la cercanía del materialismo asturiano de Bueno y Cía. al marxismo-leninismo tan sólo es leyenda, confusión por asimilación, junto con circunstancias socioeconómicas que hoy han variado.

Hubo un tiempo en que cierta izquierda asturiana, ávida de cultura y, precisamente por ello, la menos sectaria de la militancia obrera, escuchó y leyó a Bueno. El lenguaje técnico de su obra era una barrera, así como las sutilezas de estilo escolástico podían verdaderamente exasperarla a menos que un esforzado aprendiz le tomara el gusto. Pero a pesar de ello, hubo un público, una audiencia, y no sólo aquella formada por estudiantes en trámite de formación profesionalizada en filosofía. Algunos, deseosos de identificar este «materialismo filosófico» con el divulgado «materialismo dialéctico» y «materialismo histórico», podrían haber deseado una aproximación que, además, estuviera en consonancia con el radicalismo político y sociolaboral del proletariado asturiano. Un tipo de proletariado que, a lo largo de la posguerra franquista, había demostrado estar a la altura revolucionaria de la igualmente radical explotación dada en la disctadura. Pues bien, el influjo de la filosofía buenista, si puede calificarse de algún modo en cuanto a sus repercusiones políticas ha sido este: desactivador. Fue como el agua para la hoguera de una vanguardia obrera con una elevada conciencia de clase.

La vanguardia obrera y una parte de la izquierda intelectual se dispersaron irremisiblemente gracias, en parte, a los oficios de Bueno y su escuela. En estas líneas subrayamos que sólo en parte, pues no hay que exagerar el influjo de una cátedra ni el carisma de una persona sobre el conjunto de la sociedad asturiana. Buena parte de la universidad tomó su propio camino y cada palo aguantó su vela. Aquí sólo se pretende evaluar la responsabilidad, en la porción que le toca, que el capricho, la frivolidad y la falta de conciencia de clase que una escuela de filosofía provocó en Asturias como consecuencia de su errático y desconcertante sendero ideológico.

El proletariado asturiano, aunque esencialmente internacionalista, había conseguido hacer suyas también otras legítimas demandas en materia lingüística y nacional en clave asturiana. La oposición visceral a la oficialidad de la lengua asturiana y a su digna implantación en la universidad y en la cultura fue una de las marcas de clase del buenismo. La lucha de clases, en aquella región, era perfectamente compatible con una demanda razonada a favor de un reconocimiento estatal de la identidad asturiana como nación así como del carácter de lengua que el asturiano poseía a los ojos de muchos. La intoxicación del buenismo, que no se cansó en la equiparación de este nacionalismo proletario con otro tipo de formaciones radicales existentes fuera de la región, sirvió para poner en evidencia la falta de conciencia política y el bajo nivel de análisis de la realidad asturiana surgido desde tales cátedras y órganos de expresión que supuestamente deberían representar la inteligencia. Esta alineación del buenismo con las posturas centralistas del Partido Comunista todavía fue vista con simpatía por la vieja guardia staliniana que se sentía fuertemente comprometida con la patriótica defensa de la unidad estatal de España. Todo lo que les sonara a nacionalismo o independentismo era rechazado con gran violencia verbal. Estos «compañeros de viaje» de un PCE centralista, que un día tuvo su pequeño bastión en Asturias, pudo muy bien evolucionar desde aquella derecha de estilo stalinista -ultrapatriótica- hacia la derecha más castiza al estilo de don Federico Jiméenz Losantos. De esa fácil deriva, que duró un par de décadas, los «compañeros de viaje» buenistas pasaron de un «centralismo democrático» a un «españolismo» materialista de lo más chocante. Ahora, esta versión filosófica de don Federico, a la que se ha reducido el materialismo asturiano, cuenta con órganos de expresión ideológica que ya han renunciado, en gran parte, a plasmar por escrito los trabajos serios de científicos y demás eruditos. La revista El Basilisco había logrado en general aunar trabajos de alto nivel académico, y no todos formaban parte de manera estricta en el reducido círculo de iniciados y colaboradores. El panorama que hoy nos ofrece el buenismo es poco más que una revista en internet, El Catoblepas, cuyos contenidos pecan de ser en gran medida autorecurrentes, refiriéndose casi siempre a la propia «escuela», como si de un ombligo autoobservado se tratara. Cuanto aparece en sus páginas, representa un importante descenso por la pendiente de la calidad intelectual de esta tendencia, abandonando una adecuada atención a la verdadera filosofía y el análisis crítico de los problemas de política. En este último aspecto se echa de ver que su reivindicación de la condición de «filósofos» no les aprovecha en nada a la hora de emprender un sosegado análisis político. Tachar, más o menos explícitamente, de «batasunos» o «talibanes» a los que no son ni piensan ni actúan como ellos, más bien les desacredita como seres pensantes y permite suponer que son incapaces desde un punto de vista intelectual. Ese continuo rebuscar suyo entre los tópicos de la derecha «cañí», para hacerlos pasar ahora como ingredientes de su materialismo, frente a los prejuicios de una izquierda convencional, los convierte en exasperantes productos tardíos del franquismo. Con tales ingredientes están cocinando un rancho de posguerra, completamente inútil para la comprensión de la totalidad social y sus cambios

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Por el solo medio de memorizar un lenguaje técnico, esto es, una terminología, varias personas mancas y tuertas en cuanto a formación filosófica, accedieron a la docencia universitaria y a la militancia de las filas del buenismo. Habiendo cursado la especialidad de Historia, o alguna otra, estos seguidores del materialismo filosófico tan sólo pudieron (y con alguna excepción honrosa) culminar algún trabajo meramente erudito, casi siempre alejado de la verdadera filosofía, y mucho más cercano a la confección de repertorios bibliográficos y estudios «aplicados» de la teoría del cierre categorial a alguna disciplina científica o humanística muy concreta y especializada. Esta «oleada» de trabajos y tesis doctorales casi nunca consistió en una puesta a prueba de las ideas y métodos propuestos por su maestro, sino en una aplicación a la especie de aquello que ya resultaba verdadero y bueno en el género: la gnoseología de Gustavo Bueno. Esta, en efecto, exigía por parte de los especialistas en las más diversas ciencias un conocimiento profundo de epistemología y, en general, de filosofía, para así poder conocer las implicaciones y entresijos de la Teoría del Cierre Categorial y así capacitarse para una puesta a prueba de la misma en los más diversos campos de la ciencia. Simultanear en una misma persona ambas competencias, la del especialista científico y el filósofo, no fue posible en la Universidad de Oviedo salvo en casos muy contados, y acaso ese problema podría extenderse a todo el estado español. En su lugar, gentes con formaciones muy básicas en alguna disciplina, generalmente humanística, tal como se podía lograr en aquella vieja licenciatura en «Filosofía y Letras», en la que había más «Letras» que «Filosofía», y sólo por un aprendizaje terminológico del sistema de Bueno, se vieron facultados para pontificar sobre las pobres disciplinas que no gozaban del status del saber geométrico. Curiosamente, no afluyeron al círculo buenista demasiados eminentes matemáticos, ni físicos de competencia, por ejemplo. La Teoría del Cierre estaba pensada, se dijo, para someter a análisis a las ciencias humanas, problemáticas donde las haya, polémicas en su misma autoconstitución y nombre: ciencias, sí, pero no como las ciencias de verdad. Y este lastre platónico, la jerarquización de las ciencias, por más que se disimulara con palabras raras y múltiples neologismos acuñados por Bueno, fue el que pesó en el fondo de todos esos análisis gnoselógicos especiales de los que el propio Bueno sólo ofrecía retazos, fragmentos o ejemplos extraídos de las teorías y modelos más clásicos en cada ciencia.

Con este punto de partida, el materialismo asturiano se estancó como escuela, y sólo vale en lo que respecta a su esfuerzo fundacional, esto es, la aportación de unos ejes de análisis global y de una visión dialéctica, no sociologista ni historicista de las ciencias, cualesquiera ciencias. Esto era importante, pues en aquellos años 60 y 70 de gestación, por materialismo se entendía -las más de las veces- marxismo, que reducía el problema de las ciencias a una visión sociológica o histórica. También era muy novedosa y sagaz en sí misma la disposición en ejes y sectores de todos los aspectos contenidos en la ciencia, saliendo al paso de las visiones analíticas de la filosofía de la ciencia anglosajona, que tendía a reducir la ciencia a un lenguaje, o una notación lógico-simbólica.

El esfuerzo inicial, de Bueno y unos pocos colaboradores allegados, al institucionalizarse como escuela y al copar con alumnos y aprendices para atender las necesidades docentes de la filosofía en Oviedo, en seguida se desinfló, incapaces como fueron los diversos miembros de ese supuesto «taller de las ideas» de dar cumplida cuenta de las expectativas. Ciencias y facultades vecinas se apartaron de cualquier preocupación gnoseológica, dada la tendencia creciente al «utilitarismo» o «practitis que ya hoy nos resulta tan familiar. Lo más simpático del caso es que, con la ubicación de los estudios de Filosofía en el marco más restringido ( más bien administrativo) de una «Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación», este joven profesorado de secuaces del buenismo, capaces de imitar con precisión la terminología de su maestro e incluso sus mismos gestos corporales y tics, para así ganar en proximidad a su Figura, se vio obligado a impartir sus simulaciones de clase de filosofía ante un alumnado heterogéneo y numeroso. El más abundante era el alumnado de Psicología que, igual que los de Pedagogía, compartían una buena parte de su formación con los estudiantes de Filosofía pura. Este numeroso alumnado, tan denostado por los «nuevos filósofos» era, no obstante, el que garantizaban la existencia de sus propias plazas docentes, que más bien parecían púlpitos de difusión del materialismo filosófico. Denostaban a estos alumnos porque, en parte legítimamente, una buena mayoría de futuros psicólogos reivindicaba una formación más «utilitaria» para sus profesiones. Eran tiempos en que aún no existían las licenciaturas en Psicología y Pedagogía como tales, y los tres primeros cursos de una carrera de cinco años tenían más contenido filosófico que de otra cosa. Tres años de lógica (y/o) filosofía de la ciencia, tres años de historia de la filosofía, etc. , etc. La visión estrecha y utilitaria de muchos alumnos de estas carreras, sin «vocación» filosófica alguna, se entremezclaba las más de las veces con la legítima demanda de un plan de estudios más actual y profesionalizado. Por otro lado, los buenistas, muchas veces acomplejados por su escaso curriculum específico como filósofos sensu stricto, desatendieron los intereses teóricos, históricos, y epistemológicos de estas dos disciplinas vecinas, que compartían un mismo techo administrativo y que, desde luego, hasta tiempos recientes eran saberes filosóficos del todo. Y lo cierto es que había una parte (no mayoritaria) del alumnado quien sí aprovechaba de sus lecturas y estudios filosóficos. Hasta tal punto que era sabido, a nivel de calle, que los psicólogos formados en Oviedo solían ser mejores filósofos que psicólogos en el triste y estrecho sentido técnico. Quien estas líneas escribe, recuerda comentarios despectivos hacia un colectivo de alumnos que incluía este tipo valioso de jóvenes que, sin dejar de querer ser psicólogos el día de mañana, no por ello renunciaban a poseer una sólida fundamentación epistemológica de su ciencia-profesión, o alcanzar una madura visión crítica de su quehacer y de su especialidad, para lo cual las ideas y métodos buenistas serían instrumentos de grande utilidad. Los intentos por establecer asignaturas nuevas que volvieran a fundir los intereses de filósofos y psicólogos, como una «Filosofía de la psicología», por ejemplo, se despreciaron entre algunos buenistas, planteándose a cambio la mejor conveniencia de inventar una «Filosofía de las matemáticas», por ejemplo. Querían ser platónicos, en definitiva, y sin embargo no descender a esta caverna.

Esta obsesión por las «ciencias duras» y especialmente por las matemáticas, el desprecio por lo que se ignora, p.e. la Psicología, han dado la impresión creciente entre el público culto de que el materialismo asturiano liderado por Bueno se iba enquistando, tomando posiciones completamente sectarias, en las que no había la más mínima posibilidad de colaboración o trabajo en equipo. Los representantes académicos de otras tendencias filosóficas eran cruelmente lanceados en la prensa regional, utilizada a menudo con fines de servir de plataforma del buenismo. Profesores que, simplemente, entendían la filosofía de otra manera eran objeto de burlas altaneras y arrinconamiento. Esto sucedía, entre los compañeros del gremio que, a la postre, podían resultar ideológicamente ajenos. Pero incluso entre los estudiosos que compartían presupuestos fundamentales de la escuela materialista, todo cuanto no fuera una devoción perfecta y una aplicación lineal y con su nihil obstat, era objeto del más soberbio ninguneo. Pues es soberbia ignorar aportaciones de valor, y se llama sectarismo al comportamiento que no atiende a los contenidos o los méritos intelectuales de personas cualesquiera sino tan sólo a los churros y chascarrillos que producen los propios, hermanos en devoción.

Junto al mito de la cercanía del buenismo al materialismo histórico y a la causa proletaria, debería tenerse en cuenta también el mito de la defensa a ultranza que el materialismo asturiano emprendía -presuntamente- de la sustantividad de la Filosofía, frente a las tesis de Sacristán, y la defensa supuesta, más bien mítica, de una Filosofía no «filológica». Esto, con la boca grande. En los hechos, ocurría que los intereses intelectuales de la juventud asturiana, cuando se orientaban (cosa frecuente) hacia el marxismo, rápidamente eran desviados por el profesorado en las propuestas de tesina o de trabajo doctoral. Profesores había que alegaban para ello la exigencia de conocer el alemán, la lengua originaria de los escritos de Marx y Engels, y no muy frecuentada en aquellas latitudes ni por alumnos ni por profesores. ¡Esta es la buena escuela de materialismo que ha enseñado a no confundir la Filosofía con la Filología!

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Carlos Javier Blanco
Profesor de filosofía (Ciudad Real)