En su «Estudio de la Historia», el viejo y querido Toynbee comentaba que las sociedades cuando colapsan, más que ser asesinadas mueren por suicidio. Cambiar es una prestación del gaélico (Kamb) al latín, que lo adoptó como cambium, y se relaciona principalmente con el trueque, la transacción, por lo que implica siempre un riesgo a […]
En su «Estudio de la Historia», el viejo y querido Toynbee comentaba que las sociedades cuando colapsan, más que ser asesinadas mueren por suicidio.
Cambiar es una prestación del gaélico (Kamb) al latín, que lo adoptó como cambium, y se relaciona principalmente con el trueque, la transacción, por lo que implica siempre un riesgo a perder temporalmente el equilibrio (gamba, cambalache,etc.) La voz propiamente latina, es más suave y corresponde a alternar, distribuir sucesivamente o por turnos, o también la posibilidad de elegir entre opciones diferentes (Alternativa).
Pero como indica el mismo Toynbee, la sociedad más que un estado fijo es un proceso, y más que un puerto es un viaje. Es compleja como la vida misma y su desarrollo no es una línea continua y sosegada, sino que posee una dinámica propia y no exenta de quiebres y riesgos. Un cambio no es simplemente un logro acumulativo, una adquisición permanente; implica una modificación que puede también entrar en contradicción con otros logros y cambios, de lo contrario, no existirían los avances y retrocesos, las involuciones, los saltos cuantitativos y cualitativos, el impulsarse para saltar mejor, el «pousser pour mieux sauter» etc. Normalmente son los hechos desestructurantes, aparentemente violentos, los que obligan a una persona (o sociedad) a cuestionarse su presente y su futuro y a obtener un cambio.
Se puede entender la tendencia humana a evitar el riesgo y el sufrimiento, ambas experiencias fuertes y ansiógenas, pero lo que no es aceptable, es que una sociedad, al igual que las personas frívolas e inmaduras jamás desee enfrentarse con la experiencia del cambio. Lo que tenemos en Chile- como producto del modelaje de la oligarquía y su clase política- es una sociedad antojadiza, voluble, de poco carácter, incapaz de confrontarse con sus propios miedos y fantasmas. Pero lo peor de todo es que esa feroz resistencia al cambio, esas alarmas que continuamente están saltando frente a todo lo que representa de innovador y desconocido, significan no sólo una vergonzosa falta de coraje político, también están indicando poderosos síntomas de colapso interno. Una sociedad colapsada inevitablemente entra en desintegración y este cisma del cuerpo social no es más que la fiebre que demuestra en el fondo la pérdida definitiva de su cohesión y de su proyecto vital. Siguiendo esta figura, en Chile es palpable que la minoría dominante ha pasado a controlar la sociedad sin ningún viso de poder creador si es que alguna vez lo tuvo, y una vez perdida la fascinación creativa, sus capacidades dirigentes se han reducido dramáticamente a meras técnicas policiales y militares de control y obediencia. El colapso está a la vista y una neblina inmovilista, rancia y casposa penetra hasta en el último poro del cuerpo social.
En una sociedad en esa situación, los cambios son percibidos como ataques a la estabilidad, como imposiciones externas, como cuestionamientos a las verdades intrínsecas (como si existieran verdades absolutas en el desarrollo social), como ofensas a la identidad, aunque lo bueno y saludable para ella sea justamente lo que haya de nuevo en el horizonte. Sustituir, por ejemplo, la vieja constitución de generación ilegítima e ilegal, teniendo la oportunidad de votar una nueva para el presente periodo democrático, sería una muestra clara de madurez y coherente transparencia.
Chile se parece mucho a Dorian Gray, aquella novela de Oscar Wilde. Cuando Basil Hallward pintó a Dorian en su juventud atraído por su belleza y lozanía, jamás pensó que el modelo en persona llegaría a ser tan horrible y aberrante. Sus actos perversos, su vanidad, su locura y sus muchos pecados hicieron de Dorian un adefesio humano que en nada se parecía a su propio retrato de juventud. Como Dorian, Chile también ha envejecido penosamente, a pesar de querer mantener un aparente tinte de jovialidad. El modelo social, con sus pecados de codicia, lucro, injusticias y egoísmo, se volvió – cabía esperarse- en un viejo horrible y desfigurado a pesar de sus anhelos de inmutabilidad y eterna juventud. Las canas mortecinas, las arrugas, la joroba, el desgaste, y la fealdad interna, hicieron imposible que conservara su figura y terminaron por minar a un ser oscuro y egoísta que jamás fue capaz de hacer un gesto de reconocimiento o alguna forma de toma de conciencia.
Este año, con las elecciones presidenciales y el próximo gobierno entrante, Chile tendrá la oportunidad de hacer un cambio real o tropezar con la misma piedra, de ser un animal de costumbres o un adulto sensible y creativo, de poner displicentemente el piloto automático o comprender que un cambio verdadero, con riesgos incluidos, conlleva siempre la oportunidad de asumir posiciones o actitudes éticas superiores frente a la experiencia humana. La posibilidad de elevar la nave a lo más sublime y ampliar las percepciones o hundirse definitivamente en la marea de conductas ciegas, ególatras y autodestructivas. Dicho todo esto, por si las futuras candidaturas a la presidencia estuvieran realmente interesadas en colaborar con el fenómeno transformador de las añejas estructuras sociales e institucionales de la era post- pinochetista y no conformarse con ser la alternativa menos mala o un milímetro mejor que la derecha. De lo contrario, será el propio poder del pueblo, su auto- organización y la autonomía proletaria, las que completen su proceso de cambio y transformación. Al tiempo.