Camilo Torres es sin duda un producto necesario de las condiciones sociales y políticas de su país pero es al mismo tiempo expresión de la profunda crisis de la Iglesia Católica, sometida también en Latinoamérica a los embates de la modernidad y desorientada ante la exitosa competencia de las iglesias protestantes.
Colombia era (y sigue siendo) un país de enormes desigualdades sociales y económicas, con un sistema político primitivo y violento que asegura los privilegios de una casta pretenciosa e ignorante, profundamente cínica pero muy cuidadosa de las formas (hay elecciones tramposas cada cuatro años) y de una sumisión a los Estados Unidos que raya en la servidumbre. No resulta extraño entonces que a la violencia oficial la respuesta de los afectados haya sido con tanta frecuencia la lucha irregular, el levantamiento armado y la insurrección.
La Iglesia Católica, por su parte, pierde su influencia y buena parte de su poder político como resultado del agudo proceso de urbanización de las últimas décadas que la deja sin su feligresía campesina tradicional y carente de un discurso adecuado a las nuevas realidades que impone la modernidad. Esto no significa por supuesto que desaparezca plenamente la religiosidad ni que termine el imperio del pensamiento mágico en la mente de las amplias masas que se agolpan desordenadas y empobrecidas en el caos de las nuevas urbes. Pero aún así, inevitablemente aparecen nuevos valores y nuevas necesidades ante las cuales la jerarquía de la Iglesia reacciona con la más conservadora de las actitudes. Su oposición cerrada al control de la natalidad, al aborto, al divorcio, al matrimonio civil, a la eutanasia; su cruzada permanente contra las opciones diferentes en familia y sexualidad, su anticomunismo enfermizo, su empecinamiento contra toda manifestación de laicismo y otras posiciones no menos retardatarias producen un distanciamiento entre la Iglesia y su feligresía que mayoritariamente se traduce en una religiosidad puramente convencional, limitada a rituales y formalismos, mientras contravienen en la vida diaria las guías espirituales de la jerarquía. Son católicos pero no asisten a misa, controlan la natalidad, se divorcian y abortan mientras gana terreno una sexualidad menos opresiva y la tolerancia de la homosexualidad. No faltan tampoco los católicos que hacen compatible su fe con la militancia en partidos comunistas (como en Italia o España). No son pocos los que buscan respuestas en otras confesiones (particularmente iglesias y sectas protestantes) y crece el número de aquellos que buscan un retorno a las raíces cristianas para recuperar valores que se consideran incompatibles con el capitalismo.
A todo lo anterior hay que agregar el compromiso político de la Iglesia, colocada siempre al lado de las minorías dominantes, convertida ella misma en un poder puramente terrenal y en legitimadora de las peores formas de opresión que soportan las mayorías pobres. Para todos, pero en particular para quienes se sienten fieles a las raíces mismas del cristianismo juega un destacado papel el mensaje renovador de Juan XXIII, una reforma frustrada que ahonda aún más el divorcio entre iglesia y feligresía. La represión de los reformadores no llega al rompimiento formal (aunque ha habido algunas expulsiones sonadas) pero si a la convivencia difícil de dos comunidades dentro de la iglesia. La llamada opción por los pobres afecta a todo el catolicismo del continente (y de otras latitudes) con ejemplos de una entrega y dedicación a las causas populares que les lleva hasta el sacrificio de sus propias vidas. Son incontables los laicos de los grupos de base, las monjas y curas asesinados y sobresalen figuras destacadas como Camilo Torres en Colombia, Monseñor Romero, el padre Ellacuría y sus compañeros jesuitas en El Salvador, Gaspar García Laviana en Nicaragua en las filas del FSLN, Domingo Laín en el ELN de Colombia y muchos otros. Todos ellos quedan como ejemplo y testimonio.
En contraste, la Iglesia oficial persiste en su posición retardataria en los aspectos morales (endurecida ahora con las orientaciones del anterior y el actual Papa) y reafirma su compromiso con las elites y su oposición a todo movimiento político de reforma social. No resulta extraño entonces ver a la cúpula de la iglesia apoyando activamente el golpe contra Chávez en Venezuela o más recientemente bendiciendo el golpismo en Honduras. La Iglesia colombiana se parece más a la argentina -groseramente comprometida con las dictaduras militares- que a la de Brasil o Chile, en las que al menos grupos significativos y hasta la misma jerarquía han mantenido un discurso y una práctica de compromiso con las mayorías pobres y en general con la democracia como sistema.
El legado del sacerdote colombiano Camilo Torres pertenece a esta corriente renovadora y lejos de debilitarse se acrecienta con los años. En efecto, los puntos centrales de su programa de reformas son tan válidos hoy como ayer, pues en lo fundamental poco o nada ha cambiando en la suerte de la mayoría de la población. Tal vez lo único destacable es la formación de un limitado grupo de «estratos medios» que da cierta amplitud social y política a la vieja oligarquía y constituye el núcleo activo del movimiento de Álvaro Uribe. Es el sector que participa en las encuestas amañadas que arrojan adhesiones exorbitantes al actual mandatario y que apoya febrilmente ese fenómeno de fascismo tropical que encarna la alianza siniestra entre militares y paramilitares.
Para los católicos progresistas sigue vigente el mensaje ético de Camilo Torres, seguramente con mucha mayor fuerza que antes. La opción por los pobres de la Teología de la Liberación les impone un compromiso firme en la lucha social y política contra la explotación inhumana de los obreros, la persecución despiadada de las comunidades indígenas y negras, el empobrecimiento agudo de las capas medias, el desplazamiento violento de más de cuatro millones de campesinos y la emigración obligada de otros cuatro millones, expulsados de su país por el modelo económico y sometidos hoy en el mundo rico a la discriminación humillante y la explotación infame como mano de obra barata.
Pero la crisis no solo afecta a los católicos. De hecho, un número creciente de evangélicos, luteranos menonitas y otras iglesias protestantes experimentan procesos de reflexión y de acción muy similares. Más aún, ante la agudización de la represión y la violencia aparecen también grupos de otras comunidades de menor presencia numérica en Colombia, como islamistas y judíos que unen sus esfuerzos a los cristianos progresistas en el empeño por detener la guerra y construir un país más grato, pacífico y próspero.
Y para los no creyentes, agnósticos y ateos comprometidos en la lucha social, el mensaje de Camilo Torres lejos de aparecer un elemento extraño se ha convertido también en inspiración y ejemplo. No hay conflictos por la creencia. No creyentes, creyentes de diferentes iglesias, monjas, curas y pastores aparecen juntos en todos los frentes de lucha social -incluida la misma insurgencia-. Para todos ellos sigue siendo válido el mensaje de Camilo que dejaba de lado el debate filosófico sobre la mortalidad del alma para coincidir con todos en la lucha contra el hambre y la explotación, esos sí, males letales de necesidad.